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LaVyrle Spencer: Dos Veces Amada

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Después de esperar durante un año el regreso de su amado esposo, la joven y encantadora Laura recibe la noticia de que el barco en el que él viajaba ha naufragado con todos sus ocupantes. Dan, el mejor amigo de Rye, se convierte para Laura en el puntal que la ayuda a seguir adelante en los momentos más oscuros y terribles. Acabará siendo un buen padre para su bebé y un amante esposo que logrará conquistar su destrozado corazón. Laura consigue así su segunda oportunidad, sin sospechar que un marinero curtido por el sol volverá a tocar puerto tras cinco años de ausencia: Rye ha vuelto a casa, sano y salvo, dispuesto a recueprar a su esposa y a su hijo. Una historia palpitante e inolvidable que emocionará al lector y le hará vivir momentos de intenso desgarramiento. Una vez más, la autora penetra en la psicología de unos personajes maltratados por el destino, se enfrentarán a disyuntivas de difícil resolución y se verán obligados a navegar en las procelosas aguas de una pasión que sigue viva.

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La búsqueda de esperma de ballenas se había convertido no sólo en la industria de Nantucket, sino en una tradición que se transmitía de generación en generación. Los hijos de capitanes se convertían en capitanes; el fabricante de velas le pasaba el oficio a su hijo; los que confeccionaban aparejos enseñaban a sus descendientes el arte de empalmar las líneas que mantenían tirantes las velas; los carpinteros tomaban a sus vastagos como aprendices en el oficio de reparación de naves; los talladores de barcos enseñaban a sus hijos a tallar mascarones de proa, que se consideraban amuletos de buena suerte para que las embarcaciones volviesen indemnes a puerto; con frecuencia, los herreros navales retirados despedían a sus herederos, que ocupaban su lugar junto al yunque y el martillo a bordo de un ballenero que zarpaba.

Los barriles se hacían en la costa, y luego se desmantelaban, se cargaban en los barcos y se armaban cuando eran necesarios, o sea cuando se capturaban las ballenas. Por lo tanto, los toneleros tenían la ventaja de ejercer su oficio tanto en tierra como a bordo de un ballenero, de poder elegir el riesgo de un viaje, con la posibilidad de altas ganancias, pues el porcentaje del tonelero -su parte-, sólo era precedido en cuantía por el del capitán, y el primer y segundo contramaestres.

En sus tiempos, Josiah Dalton habían ganado tres partes sustanciales, pero también había soportado las penurias de tres viajes, de modo que, en el presente, modelaba los barriles con los pies bien plantados en tierra firme.

Tenía la espalda encorvada por años de estar a horcajadas en el banco de carpintero, y de empuñar la pesada cuchilla de acero para desbastar. Gruesas venas azules le surcaban las manos, que estaban torcidas de tanto sujetar la herramienta de doble mango. El torso parecía forjado en hierro, y era tan musculoso que no guardaba proporción con las caderas, dándole el aspecto de un simio cuando estaba de pie.

Pero tenía un rostro gentil, atravesado por líneas que recordaban la veta de la madera que trabajaba. La mejilla izquierda estaba siempre curvada en una sonrisa, para dar cobijo a la pipa de brezo que jamás faltaba de entre sus dientes. El ojo izquierdo lucía un guiño perenne, y daba la impresión de haber quedado teñido del humo azul grisáceo que siempre se elevaba ante él, como si a lo largo de los años hubiese absorbido, de cierto modo, las fragantes volutas. El cabello crespo que coronaba su cabeza era gris, y tan rizado como los rizos de madera que caían desde la cuchilla.

Rye se detuvo en el portón de la tonelería, espiando, y dedicó un minuto a absorber lo que veía, lo que oía, lo que olía, todo aquello de lo que había sido apartado. Hileras de barriles alineados contra las paredes… barriles de cintura redonda, grandes toneles de flancos planos, y algún que otro barril ovalado, de los que no rodaban con el balanceo del barco. Barriles a medio hacer semejaban pétalos de margaritas en sus aros, mientras las duelas del próximo barril se remojaban en un tanque de agua. Cuchillas de desbastar colgaban en orden en una de las paredes, y debajo, como siempre, estaba la piedra de amolar. La ruñadera -cuchilla plana, que servía para hacer muescas en cada extremo de la duela-, azuelas de hojas curvas y los cepillos de ensambladuras estaban bien lejos del suelo húmedo, tal como Josiah le había enseñado siempre que debían estar.

Josiah: ahí estaba… con una oleada de rizos nuevos cubriéndole la bota, que apretaba el pedal del banco de trabajo, atornillando una duela en su lugar a medida que le daba forma.

«Ha envejecido mucho», pensó Rye, apesadumbrado. Cuando una sombra atravesó la entrada de la tonelería, Josiah alzó la vista. Levantó con parsimonia la mano venosa para quitarse la pipa de la boca. Con más lentitud aún, pasó la pierna sobre el asiento del banco de trabajo, y se puso de pie. Lágrimas delatoras le iluminaron los ojos al ver a su hijo, alto y esbelto, en el vano del portón.

Se olvidaron de los miles de saludos que se habían prometido a sí mismos si volvían a verse con vida, hasta que Josiah rompió el silencio con el comentario más banal:

– Estás en casa.

La voz le temblaba de manera peligrosa.

– Sí.

La del hijo era peligrosamente ronca.

– Oí decir que llegaste a bordo del Omega.

El hijo asintió. Se quedaron en silencio, el viejo, bebiéndose la imagen del más joven, y este, la escena familiar que se presentaba ante sus ojos y que a veces dudó de volver a ver. Las emociones propias de semejantes reencuentros los paralizaron a los dos un momento, como si estuviesen pegados al suelo de tierra, hasta que, al fin, Rye se movió, avanzando a grandes pasos hacia su padre, con los brazos abiertos. El abrazo fue firme, fuerte, aplastante, porque los brazos de Rye también habían tenido su entrenamiento en el manejo de la cuchilla. Palmeándose las espaldas, se separaron sonrientes, ojos azules que se miraban en otros, más azules todavía, sin poder hablar.

Una vieja perra amarilla de hocico entrecano cerró la brecha, levantándose y abalanzándose, meneando la cola en gozosa bienvenida.

– ¡Ship! -exclamó Rye, apoyando una rodilla para rascar con cariño la cara de la perra-. ¿Qué haces aquí?

«¡Ah, qué cuadro! -pensó el padre-. Ver otra vez la cabeza del muchacho inclinada sobre la perra».

– Al parecer, ella sabía que, si regresabas, vendrías aquí. Abandonó la casa de la colina, y no había quién pudiese convencerla de quedarse sin ti. Estuvo esperándote estos cinco años.

Rye bajó la cara, puso una mano a cada lado de la cabeza de la perra, y la vieja Labrador se retorció todo lo que pudo, pasando la lengua rosada por la barbilla de Rye, haciéndolo reír y retroceder, aunque luego cambió de idea y se adelantó para recibir un par de lengüetazos húmedos más.

Había tenido a la perra desde niño, cuando la Labrador amarilla fue hallada nadando hacia la costa, desde un barco hundido a cierta distancia de los bajíos. Como no tenía dueño, el pequeño Rye Dalton se la apropió de inmediato, y la bautizó Shipwreck, «Barco Hundido».

Al hallar a la vieja Ship esperándolo, lloriqueando en leal bienvenida, Rye pensó: «Por fin alguien que está como siempre».

El viejo clavó los dientes en la pipa, contemplando a Rye y a la perra, dichoso ante el regreso del hijo, pero apenado de que no estuviese Martha para compartir ese momento.

– Así que, a fin de cuentas, la vieja arpía no te atrapó -comentó Josiah, cáustico, conteniendo unas risas guturales para ocultar emociones demasiado profundas que resistirían cualquier otra forma de disimulo.

– No. -Rye alzó la vista, sin dejar de rascar las orejas de la perra-. Hizo todo lo que pudo, pero me desembarcaron justo antes del hundimiento, porque me había contagiado de viruelas.

La pipa apuntó al rostro del joven.

– Ya veo. ¿Fue muy grave?

– Lo bastante para salvarme la vida.

– Ahá -refunfuñó Josiah, examinándolo con su guiño. Rye se puso de pie y, con los brazos en jarras, contempló la tonelería.

– Ha habido ciertos cambios por aquí -afirmó, solemne.

– Sí, bastantes.

Las miradas se encontraron, entristecidas por las malas pasadas que les habían jugado a ambos esos cinco años.

– Podríamos decir que cada uno de nosotros perdió una mujer -dijo el más joven, con gravedad.

El animal le dio un empellón en la rodilla, pero él no lo advirtió, la vista clavada en los ojos del padre, notando las nuevas líneas que los rodeaban y ese brillo que amenazaba con lágrimas.

– Así que ya te has enterado.

Josiah observó la pipa, frotando el cuenco tibio con el pulgar, como si fuese el mentón de una mujer.

– Sí -fue la serena respuesta.

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