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LaVyrle Spencer: Dos Veces Amada

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Después de esperar durante un año el regreso de su amado esposo, la joven y encantadora Laura recibe la noticia de que el barco en el que él viajaba ha naufragado con todos sus ocupantes. Dan, el mejor amigo de Rye, se convierte para Laura en el puntal que la ayuda a seguir adelante en los momentos más oscuros y terribles. Acabará siendo un buen padre para su bebé y un amante esposo que logrará conquistar su destrozado corazón. Laura consigue así su segunda oportunidad, sin sospechar que un marinero curtido por el sol volverá a tocar puerto tras cinco años de ausencia: Rye ha vuelto a casa, sano y salvo, dispuesto a recueprar a su esposa y a su hijo. Una historia palpitante e inolvidable que emocionará al lector y le hará vivir momentos de intenso desgarramiento. Una vez más, la autora penetra en la psicología de unos personajes maltratados por el destino, se enfrentarán a disyuntivas de difícil resolución y se verán obligados a navegar en las procelosas aguas de una pasión que sigue viva.

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Al los lados del umbral de madera ya había geranios, los preferidos de Laura. Una nueva cerca de siempreverdes bordeaba el lado Oeste de la casa, y una hiedra se acurrucaba contra la pared del hogar. Rye observó, sorprendido, el techo de una vertiente que había sido añadido después de que él se marchara de la casa.

Mientras hacía crujir los últimos metros del sendero cubierto de conchas, en la torre de la iglesia Congregacionista sonó la sirena del mediodía. Sonaba cincuenta y dos veces por día, desde que Rye tenía memoria. En ese momento, llamaba a los ciudadanos de Nantucket a almorzar, pero a él le pareció que la reverberación le estallaba en el corazón, como bienvenida personal al hogar.

A poca distancia de la casa se apartó del sendero, para acercarse sin ruido. La puerta delantera estaba abierta, y el olor a comida le salió al encuentro. Una vez más, una oleada de excitación le sacudió el corazón, y de pronto se alegró de que Laura hubiese decidido esperarlo en la intimidad del hogar, en lugar de hacerlo en el muelle público.

Dejó el arcón junto al camino, se pasó los dedos temblorosos por el cabello descolorido que le caía sobre el rostro como algas, exhaló un suspiro nervioso que le elevó el pecho un instante, y cruzó el umbral.

Miraba al Sur, y llevaba directamente al patio, desde el cuarto en que se guardaban las conservas. Escudriñó en la penumbra, todavía deslumbrado por el fuerte resplandor de afuera. No hizo el menor ruido, aunque le pareció que el corazón le latía tan fuerte que debía de alertar a la mujer de su presencia.

Laura se inclinaba sobre un hogar gigantesco, y llevaba un vestido azul de flores que le llegaba hasta el suelo, y un delantal blanco de tela casera que usaba a modo de agarrador, mientras revolvía el contenido de un caldero de hierro que colgaba de la cabria.

Contempló la parte de atrás de la cabeza con el grueso nudo de cabello del color de la nuez moscada, la espalda esbelta, el contorno insinuado de las caderas bajo el algodón azul. Canturreaba quedamente acompañando el golpeteo de la cuchara contra el caldero.

A Rye se le humedecieron las manos y, al hallar todo tan similar a como estaba cuando lo dejó, se sintió aturdido. La contempló en silencio, regodeándose en la simple familiaridad del regreso al hogar, a esa mujer, a esa casa.

Laura volvió a tapar la olla y se estiró para dejar la cuchara sobre la repisa, mientras que él imaginaba la elevación de los pechos, el color café de sus ojos y la curva de los labios.

Por fin, dio un suave golpe en la puerta abierta.

Sobresaltada, Laura Dalton miró sobre el hombro. La silueta de un hombre alto se recortaba en el vano de la puerta, rodeado por el halo de la luz del mediodía que lo iluminaba desde atrás. Distinguió los hombros anchos, una mata de pelo, un bulto colgando entre la muñeca y la cadera y los pies separados, como para aguantar un viento fuerte.

– ¿Sí?

Se dio la vuelta, secándose en el delantal y llevando una de las manos a los ojos, para protegerlos. Guiñando, se adelantó con pasos inseguros hasta que el borde del vestido quedó iluminado por la luz del sol, entraba hasta el suelo de madera. Se detuvo y vio esos ojos tan conocidos, la piel cobriza, las cejas y el cabello descoloridos… y los labios que besó por primera vez en su vida.

Contuvo una exclamación y se llevó las manos a la boca. Se le dilataron los ojos y se irguió, como golpeada por un rayo.

– ¿R-rye?

Su corazón enloqueció. Se puso pálida, y tuvo la sensación de que el cuarto giraba alrededor, bajo su mirada estupefacta. Por fin, dejó caer las manos y balbuceó, con voz ahogada:

– ¿R-rye?

El recién llegado alcanzó a esbozar una sonrisa trémula, mientras la mujer trataba de comprender lo increíble: ¡ante ella estaba Rye Dalton!

– Laura -pronunció él, ahogándose un poco antes de continuar con tono áspero por la emoción-. Después de cinco años, ¿eso es todo lo que se te ocurre decir?

– ¡R-Rye, Dios mío, estás vivo!

El hombre dejó caer el chaquetón marinero al suelo, dio una zancada, inclinando la cabeza, abrió los brazos y la mujer corrió hacia él, hundiéndose con fuerza en el estrecho abrazo.

«¡Oh, no, oh, no, oh, no!», protestó la mente de Laura, mientras esos brazos que tan bien recordaba la alzaban, apretándola contra una tosca camisa de rayas que olía a mar. Cerró con fuerza los ojos, y luego los abrió mucho, como para aquietar sus sensaciones, que volaban sin control. ¡Pero era Rye! ¡Era Rye! ¡Su abrazo era capaz de romperle las costillas, y su cuerpo, con las piernas muy separadas, se apretaba contra el de ella, las mejillas bronceadas, cálidas y ásperas, desbordaban vida! Sus brazos hicieron lo mismo que miles de veces, antes, lo que ansiaba hacer desde entonces: rodearon los hombros amplios y lo abrazaron, mientras apoyaba la sien sobre las patillas largas y las lágrimas le quemaban los ojos. Entonces, Rye alzó la cabeza. Sus manos callosas y anchas circundaron el rostro de Laura, y la besó con la impaciencia que había crecido en esos cinco años. Esos labios tibios y conocidos, se abatieron sobre los de ella antes de que la razón pudiese intervenir. La lengua voraz buscó y encontró las profundidades de su boca, haciendo que los años se disolvieran en el olvido. Se apretaron con el dulce tormento del reencuentro, sus corazones bailaron una danza violenta, y el abrazo y el beso borraron toda noción del tiempo.

Al fin se separaron, pero Rye no soltó su cara, como si fuese un tesoro valioso, se quedó mirándola a los ojos y murmuró con voz emocionada:

– Ah, Laura, amor.

Fatigado, apoyó su frente en la de ella, cerrando los ojos, regodeándose en la fragancia y la proximidad de la mujer, pasándole las manos por la espalda, como para recordar cada músculo.

Tras un largo momento, Laura levantó la cara de Rye, recorriéndola con los ojos y con las yemas de los dedos, reconociendo las arrugas que habían añadido esos cinco años y que formaban una red en la piel bronceada. Parecía que, después de tantos días de mirar bajo el sol, no sólo se le había desteñido el cabello sino el mismo azul de los ojos.

Con esos ojos la bebió, de pie, a poca distancia. Levantó una de sus grandes palmas, tan duras como las poleas de los aparejos que había manipulado, y la apoyó en la mejilla de Laura, todavía sonrosada por el calor del fuego. La otra palma resbaló desde el hombro a la loma suave del pecho, acariciándola como para asegurarse de que era real, de que, por fin, estaba allí.

La reacción de la mujer fue la misma de siempre: se apretó con más fuerza contra la palma, cerrando un instante los párpados, posando su mano sobre la de él y sintiendo que se le aceleraban los latidos y la respiración. Entonces, cobró conciencia de lo que estaba haciendo y, atrapando la mano del hombre entre las suyas, volvió los labios hacia ellas y las apretó contra su cara, sintiendo que el temor y el alivio creaban una tormenta de emociones en su interior.

– Oh, Rye, Rye -se desesperó-, creímos que habías muerto.

Él puso su mano libre sobre el nudo del cabello que llevaba Laura en la nuca, sintiendo curiosidad por saber hasta dónde le llegaría por la espalda si lo soltaba. La palma áspera se apoderó de las finas hebras que tan bien recordaba, con las que había soñado tantas veces, a solas. La rodeó de nuevo con los brazos, estrechándola contra él, y preguntándole:

– ¿No recibiste ninguna de mis cartas?

– ¿Tus cartas? -repitió ella, aferrándose al sentido común y apartándolo con los codos, saliendo del abrazo aunque era lo que menos deseaba hacer.

– Dejé la primera en la caparazón de tortuga, en la isla Charles.

Encima de cierta roca, en las islas Galápagos, había un gran caparazón blanco de tortuga, que conocían todos los cazadores de ballenas del mundo. No había navio de Nueva Inglaterra que pasara por allí sin detenerse a ver si había cartas para la patria o, si se dirigía al Este, rodeando el cabo de Hornos, para recoger las cartas de los marinos que hubiese y enviarlas a los seres amados en ciudades como Nantucket o New Bedford. Solían pasar meses hasta que llegaran a sus destinatarios, pero la mayoría llegaban.

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