Tragando saliva, Theresa recogió el pie.
– ¿Por qué no bajamos ya a la piscina? -sugirió con voz agitada.
– Muy bien.
Brian se incorporó y abrió la puerta de cristal. Theresa salió al sol delante de él. Sus sentidos estaban tan plenamente despiertos por su cercanía que apenas podía controlarlos. Qué extraño salir al calor de junio sintiendo escalofríos y con la carne de gallina…
Como era tan temprano, no había nadie en la piscina. Las sombrillas de rayas blancas y amarillas estaban cerradas todavía, y las sillas y hamacas plegadas esmeradamente bajo las mesas, el rectángulo de hormigón estaba rodeado por una amplia zona de hierba espesa y, cuando Theresa la cruzó, el frío césped le hizo cosquillas en los pies.
El agua estaba increíblemente clara y reflejaba los rayos del sol lanzando destellos brillantes. Brian se agachó y metió un pie en el agua.
– Está estupenda. ¿Entramos ya para eliminar las grasas del desayuno?
– Yo estaba demasiado nerviosa para desayunar.
Al darse cuenta de lo que había dicho, se mordió los labios y, cómo no, se puso roja como un tomate. Una mirada fugaz le bastó para ver que Brian estaba mirándola con expresión entre comprensiva y complacida.
– ¿De verdad? -dijo.
– Creo que nunca seré una mujer fatal. Supongo que no debería haber confesado eso.
– Una mujer fatal ocultaría sus sentimientos para mantener al hombre en vilo. Una de las primeras cosas que me gustó de ti fue que tú no lo hacías. Yo puedo leer tus sentimientos con la misma facilidad con que acabas de leer la letra de Dulces Recuerdos . Es esto lo que estabas leyendo, ¿verdad?
– Sí.
– Me pregunto cuántas veces la habré tocado durante los últimos seis meses.
Brian estaba tan cerca, que a Theresa le dio la impresión de que sólo podía sentir el vello castaño de sus brazos mezclándose con el suyo rojizo, mucho más escaso y sedoso. La expresión de los ojos de Brian era una combinación de sinceridad y deseos controlados. Sobre el frío suelo de baldosas, Brian levantó un pie unos centímetros y lo deslizó sobre uno de los de Theresa, provocando mil sensaciones en su interior. Ella se preguntó qué sentiría haciendo el amor con él si aquel ligero toque provocaba en ella una reacción tan intensa.
– Bueno, no te preocupes. Estamos empatados -observó Brian-. Sea cual sea el equivalente masculino de la mujer fatal, yo no lo soy. Yo no quiero ocultarte ninguno de mis sentimientos. Nunca quise, desde el día que te conocí.
– Brian, vamos a nadar un poco. Estoy muerta de calor… no sé por qué.
– Buena idea. Además, tenemos la piscina para nosotros solos.
Brian se dirigió a un extremo de la piscina y abrió una de las sombrillas. Theresa dejó la bolsa sobre la mesa, se quitó la chaqueta del chándal y la dejó en el respaldo de una silla. De espaldas a Brian se quitó los pantalones y los dejó junto a la chaqueta.
Oyó cómo los botones y cremalleras de la camisa de Brian caían sobre la mesa haciendo un ruido metálico, intuyó que él estaba observándola. Había soñado con aquel momento durante años. Ella, Theresa Brubaker, vestida con un bikini que dejaba a la imaginación sólo lo necesario, estaba a punto de volverse hacia el hombre que amaba. Y no tendría que cruzar los brazos sobre el pecho, ni ocultarse con una toalla…
Se volvió y Brian estaba mirándola, como se había imaginado. Ninguno de los dos se movió durante un buen rato. Brian lucía su ancho y musculoso pecho. Tenía los labios entreabiertos. La mirada de arriba abajo, de abajo arriba, como si estuviera analizando cada detalle de su cuerpo.
– ¡Guau! -exclamó en un suspiro.
Y por increíble que pudiera parecer, incluso ella misma, le creyó. La exclamación de admiración era lo único que precisaba para confirmar que era deseable. Pero también podía imaginarse las condenadas pecas resaltando en sus mejillas acaloradas, así que se volvió para sacar del bolso la crema bronceadura.
– Probablemente cambiarás de opinión en menos de una hora, cuando veas lo que sucede cuando el sol y mi piel se encuentran.
Abrió el bote de crema y se echó una buena cantidad en la palma de la mano.
– ¿Quieres un poco?
– Gracias.
Brian cogió el bote, y los dos se dedicaron a esparcir la crema de dulce aroma por los brazos, las piernas y la cara. Cuando Theresa estaba extendiendo la crema en el escote formado por el bikini, sintió que la mirada de Brian seguía los movimientos de su mano. Levantó la vista. Él también estaba poniéndose crema en el pecho. Bajó la mirada hacia los largos dedos que se deslizaban sobre la firme musculatura, dejando el vello resbaladizo y brillante. Brian cogió otro poco de crema y pasó el bote a Theresa. Los dos se quedaron mirando las manos del otro. Las de Brian recorrieron su duro vientre, deslizándose a lo largo de la banda elástica del bañador; las de ella pasaron sobre delicadas costillas antes de descender hacia sus firmes caderas.
Observando las manos de Brian brillando sobre su piel, Theresa se imaginó lo que sería tenerlas sobre la suya. Se dejó caer en una silla y comenzó a darse crema en las piernas, sintiendo que la mirada de Brian seguía todos sus movimientos al extender la crema en la zona interior de los muslos. Mantenía apartada la mirada, pero por el rabillo del ojo vio cómo se sentaba apoyando un pie en el borde de una hamaca y comenzaba a ponerse crema en la pierna. Se había puesto de lado, así que Theresa disfrutó de una ocasión de observarle sin ser vista.
Su mirada recorrió su espalda musculosa, descendiendo hasta el muslo que tenía levantado y la unión de las piernas, donde aguardaban los secretos. De repente, Theresa pensó que en tiempos victorianos se prohibía a los hombres y a las mujeres estar juntos en las playas. Era algo decididamente sensual observar a un hombre en bañador.
Apartó la vista, preguntándose si debía sentirse culpable por la nueva e inesperada curiosidad que albergaba. Pero no se sentía culpable en absoluto. Tenía veintiséis años… ya era hora de que saciara su curiosidad.
– ¿Me echas crema en la espalda? -preguntó Brian.
– Claro, date la vuelta -contestó alegremente.
Pero cuando estaba sujetando el bote, le temblaba la mano extendida. Brian tenía la espalda suave, y varios lunares. Los hombros anchos y la cintura estrecha. La piel, tersa y saludable. Cuando Theresa curvó los dedos sobre ambos costados, él se estremeció, levantando levemente los brazos para darle acceso. Por un momento, Teresa tuvo la tentación de deslizar las manos alrededor del bañador y apretar la cara contra su pecho, pero se dominó y le echó crema en los duros hombros, en el cuello, y hasta un poco en el pelo. Ya tenía el pelo más largo, lo cual agradó a Theresa. Nunca había sentido demasiada simpatía por los «pelados» militares, pues se imaginaba que si llevara el pelo más largo, se curvaría en mechones rizados. Cuando le acarició el cuello, Brian echó la cabeza hacia atrás y profirió un sonido ronco y gutural. Theresa sintió como si se hubiera encendido un fuego en sus entrañas.
Fue peor, o mejor, cuando Brian se volvió y cogió el bote de sus dedos resbaladizos.
– Ahora es mi turno; date la vuelta -dijo con voz sosegada.
Theresa así lo hizo, apartándose de la ardiente mirada de Brian. Entonces sintió las grandes manos extendiendo la fría loción sobre su piel desnuda. Luego, con la fricción y el contacto, su piel comenzó a calentarse. Las caricias le hacían respirar con dificultad, y le hacían imposible controlar el alocado ritmo de su corazón. Curvó los dedos sobre sus hombros, ascendiendo bajo su cabello, forzándola a echar la cabeza hacia adelante. Luego descendieron lentamente para deslizarse por el borde del bikini, entreteniéndose sobre las caderas. Las manos resbalaban sensualmente sobre su piel, y le provocaban estremecimientos.
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