Era la primera vez que le había visto enfadado y, como la mayoría de los amantes, Theresa encontró estimulante el aspecto que tenía en dicho estado. Conocer aquella nueva faceta fue casi un alivio para ella. Todo el mundo tiene sus malos momentos y, tal y como eran sus sentimientos por Brian, encontraba imperativo conocer sus cualidades y sus defectos, y cuanto antes mejor. Se había enamorado locamente de aquel hombre. Si él le pidiera que se comprometiese a cualquier cosa en aquel instante, lo haría sin vacilar.
Pero pasó el primer día, y un segundo, y un tercero, y seguía sin verle. Jeff les informó de que había encontrado un apartamento de un dormitorio en el cercano barrio de Bloomington. Estaba desocupado, así que Brian se instaló de inmediato. Los dos hombres, sin perder ningún tiempo, habían ido a una tienda de muebles para comprar lo único que era esencial: una cama. Una cama de agua, dijo Jeff. La noticia hizo que Theresa lanzase una breve y aguda mirada a su hermano, pero éste continuó su relato, diciéndoles que habían transportado la cama en la furgoneta. Luego habían pedido una manguera prestada al conserje. No habían dispuesto de tiempo suficiente para que el calentador pusiera el agua a una temperatura agradable, así que Brian había acabado durmiendo con su juego de cama nuevo sobre el suelo enmoquetado de la sala.
Theresa le imaginó allí, solo, mientras estaba sola en su cama, preguntándose si él la recordaría con la misma intensidad. Junio tocaba a su fin; las noches eran cálidas y sofocantes y producían a Theresa un molesto insomnio. Le daba la impresión de que nunca volvería a dormir una noche de un tirón. Se despertaba varias veces y se pasaba horas y horas mirando la calle y las estrellas, pensando en Brian, preguntándose cuándo le vería otra vez.
Él telefoneó al cuarto día. Theresa supo quién era al escuchar las palabras de Amy.
– ¿Diga…? ¡Oh, hola…! Ya sé que has encontrado un apartamento… Debe tener un aspecto un poco desangelado sin ningún mueble… ¿Que tiene piscina…? ¿En serio…? ¿Puedo llevar a una amiga…? Seguro que puede… Sí, está aquí a mi lado, espera un momento.
Amy tendió el teléfono a Theresa, que había estado escuchando y esperando llena de impaciencia.
La sonrisa de Theresa empequeñecía al sol de junio. El nerviosismo le hizo respirar entrecortadamente y hablar en un tono más agudo de lo normal.
– ¿Hola?
– Hola, bonita.
– ¿Quién es? -preguntó ella en son de broma.
La risa de Brian resonó en el receptor y Theresa sonrió de oreja a oreja.
– Es tu guitarrista, pecosa burlona. Acaban de instalarme el teléfono y quería estrenarlo, aprovechando de paso para darte el número.
Theresa se sintió decepcionada, pues tenía la esperanza de que llamase para salir con ella.
– Un momento -respondió-. Voy a por papel y lápiz.
– Es el 555 87 32 -dictó.
Theresa lo anotó, doblando repetidas veces el papel a continuación.
– El apartamento está bastante bien, pero todavía está un poco vacío. Aunque he comprado una cama.
Si Brian hubiese proseguido hablando, Theresa quizás no se habría sentido tan aturdida. Pero él no lo hizo, dejando que el silencio se filtrara en la piel de Theresa sugestivamente, provocando pequeñas explosiones de excitación al dejar que evocara la imagen de su cama con él dentro. Theresa echó una mirada a Amy, que estaba junto a ella, y esperó que no hubiera escuchado las palabras de Brian.
– ¡Oh, eso está muy bien!
– Sí, muy bien, excepto porque es un poco fría la primera noche.
– ¡Oh… eso está muy mal!
– Esa noche dormí en el suelo, pero ahora el agua ya está calentita.
Como una idiota, continuó contestando naderías.
– Qué bien.
– ¡Pero que muy bien! ¿Has probado alguna vez una cama de agua?
– No -replicó con voz apenas perceptible, y se aclaró la garganta para repetir más fuerte-: No.
– Te dejaré probarla alguna vez para que veas lo que se siente.
Theresa estaba tan colorada que Amy la miraba con perplejidad. La mayor de las hermanas tapó con la mano el micrófono del aparato, hizo un gesto de desesperación a la pequeña y dijo que voz siseante:
– ¿No tienes nada que hacer?
Amy se marchó, lanzando a Theresa una última mirada inquisitiva.
– También hay piscina.
– Oh, me encanta nadar.
Era uno de los pocos deportes de los que no se había privado.
– ¿Puedes nadar?
– ¿Que si puedo nadar? -replicó algo perpleja.
– Sí, quiero decir que si… ya te lo permiten los médicos.
– Oh, sí, ya puedo hacer de todo. Lo peor fue el primer mes después de la operación.
A continuación siguió un extraño silencio, y Theresa se preguntó a qué se debería.
– ¿Por qué no me lo dijiste la otra noche?
Theresa ya tenía aclarada la duda. ¡Brian había estado esperando que le diera el visto bueno para seguir adelante! La idea le causó cierta inquietud, pero ansiaba profundizar su relación con él, a pesar de que sabía sin lugar a dudas que habría pocos días de total inocencia una vez hubieran comenzado a verse con regularidad. Su clásico sentido de la propiedad la ponía de por sí en una situación vulnerable, una en la que muy pronto se vería forzada a tomar algunas decisiones muy críticas.
– Yo… no se me ocurrió pensar en eso.
– A mí, sí.
Ahora fue cuando Theresa cayó en la cuenta… la delicadeza con que Brian la había abrazado, como si fuera de frágil cristal… ni en los momentos más ardientes la había oprimido con fuerza, como en otras ocasiones.
El silencio reinó durante un rato. Brian lo rompió, hablando con voz más profunda de lo usual.
– Theresa, me gustaría que pasáramos juntos el próximo sábado… aquí. Trae un bañador y yo me encargaré de comprar algo de comer. Nadaremos, tomaremos el sol y hablaremos, ¿de acuerdo?
– Sí.
– ¿A qué hora paso a buscarte?
Le había echado tanto de menos… solo podía darle una respuesta.
– Pronto.
– ¿A las diez?
«No, a las seis de la mañana», pensó ella, pero respondió:
– Muy bien. Estaré preparada.
– Entonces, el sábado nos veremos. Y… ¿bonita?
– ¿Sí?
– Te echo de menos.
– Yo también.
Era viernes. Theresa no había podido dormir bien, considerando las posibilidades que se abrían ante ella con respecto a Brian. Pensaba no sólo en la tensión sexual existente entre ellos, sino también en las responsabilidades que la misma acarreaba. Nunca se le había ocurrido la idea de tener una relación sexual plena fuera del marco del matrimonio, pero la breve experiencia en Fargo la había prevenido de que, cuando los cuerpos están excitados, las actitudes morales tienden a disolverse y olvidarse ante la plenitud del momento.
«¿Le dejaría? ¿Me lo permitiría a mí misma?» La respuesta a ambas preguntas, descubrió, era un rotundo sí.
Por la mañana fue a una droguería para comprar una crema bronceadora, sabiendo que tendría problemas si no protegía su piel pecosa y delicada en la cual sentía una sensación hormigueante con sólo oír la palabra «sol». Escogió una cuya etiqueta decía que tenía un alto índice de protección y luego se acercó a un mostrador lleno de gafas de sol. Pasó un rato agradable probándose todas las gafas por lo menos dos veces, antes de decidirse por un par bastante elegante y moderno, cuyos cristales cambiaban de color con la luz. El llevar ocultos los ojos le daba a los labios un aspecto más atrayente y vulnerable.
Vagó entre los mostradores cogiendo las cosas que necesitaba: desodorante, suavizante capilar… De repente se quedó paralizada ante una estantería llena de diferentes productos anticonceptivos.
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