LaVyrle Spencer - Dulces Recuerdos

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La escultural Theresa Brubaker no está nada contenta con su cuerpo, los hombres se acercan a ella, pero ninguno de ellos quiere realmente conocerla. Su hermano Jeff lleva a su amigo, Brian Scanlon, a pasar unas vacaciones a su casa y por primera vez en su vida Theresa prueba el placer del amor. Pero sus pasadas experiencias crean muros en su relación y Brian debe ir con sumo cuidado sino quiere romper su relación antes de que ella tome la decisión más adecuada.

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Entonces, se acabó el masaje. Theresa oyó cómo cerraba el bote y lo dejaba sobre la mesa de aluminio. Pero no se movió. No podía. Sentía que no iba a volver a moverse en toda su vida, a menos que se apagara el fuego que ardía en sus mejillas. Si esto no sucedía, se quedaría allí y se quemaría hasta convertirse en cenizas.

– El último que entre es un gusano -gritó Brian.

Entonces Theresa se lanzó hacia la piscina corriendo y se tiró al agua al mismo tiempo que él. La impresión fue fortísima. A Theresa le dio la sensación de que la temperatura de su cuerpo había descendido cincuenta grados de repente. Nadó sin parar hasta el otro extremo de la piscina con fuerza y estilo. Cuando llegó a su meta, la temperatura de su cuerpo ya se había estabilizado.

Hicieron juntos ocho largos y, a mitad del noveno, Theresa comenzó a dar palmadas en el agua y declaró:

– Adiós, creo que me voy a ahogar.

Entonces de hundió en el agua y, cuando volvió a sacar la cabeza, Brian estaba allí parado, esperando.

– Mujer, no he acabado contigo todavía. Lo siento, nada de ahogos hasta entonces.

Y sin más ceremonias desapareció, surgiendo en la posición perfecta para coger a Theresa en un simulacro de salvamento, con el brazo izquierdo rodeando el pecho de Theresa y colocado detrás de ella. A continuación la remolcó hasta el borde de la piscina.

Theresa se dejó llevar gustosamente, sintiendo una gran sensualidad, y abandono. El brazo de Brian apretaba uno de sus senos y le producía una sensación maravillosa.

Al llegar al borde, ambos se agarraron con los dos brazos a él y apoyaron las mejillas sobre las muñecas, el uno frente al otro, moviendo los pies perezosamente en la superficie del agua azul.

– Estás derritiéndote -observó Brian sonriendo, y deslizó un dedo bajo el ojo derecho de Theresa.

– ¡Oh, el maquillaje!

Volvió a hundirse y se frotó los ojos antes de volver a salir. Entonces le preguntó a Brian si seguía manchada.

– Sí, pero déjalo. Te pareces a Greta Garbo.

– Eres un nadador estupendo.

– Tú también.

– Como ya te he dicho, es prácticamente el único deporte que me resultaba agradable cuando estaba creciendo. Pero a la larga también lo dejé, cuando iba camino de los veinte, porque tenía miedo de que… bueno, de que desarrollara desproporcionadamente mi musculatura.

Brian estaba observando detenidamente su cara mojada.

– Parece que hay muchas cosas a las que tuviste que renunciar que yo no hubiera sospechado nunca.

– Sí, pero eso ya se acabó. Ahora soy una persona nueva.

– Theresa, no… bueno, ¿estás segura de que puedes hacer ya tanto ejercicio? Has nadado mucho, y me preocupa aunque hayas dicho que ya estás completamente recuperada.

Como para demostrárselo, Theresa se agarró al borde de la piscina y salió de un salto, girando para sentarse frente a él.

– Completamente recuperada, Brian.

Él se sentó a su lado. Theresa se echó hacia atrás el cabello con un movimiento de la cabeza, sintiendo que la mirada de Brian no perdía detalle.

Brian se pasó las manos por el rostro para secarlo un poco, y luego a través de cabello, echándolo hacia atrás. Se quedó mirando el agua con expresión pensativa.

– Theresa, ¿te daría reparo contestarme algunas preguntas sobre la operación?

– Quizás. Pero pregunta de todos modos. Estoy intentando con todas mis fuerzas superar la timidez… Pero, si no te importa, voy a echarme un poco de crema primero. El agua se ha llevado casi toda.

Se levantaron, dejando huellas húmedas sobre el hormigón al dirigirse hacia el extremo opuesto de la piscina. Theresa se secó la cabeza y luego extendió su toalla sobre la hierba, sentándose para echarse crema en la cara una vez más. Cuando acabó, se tumbó boca abajo, pensando que sería mucho más fácil responder a las preguntas de Brian si no le miraba.

Las manos de Brian recorrieron su espalda, extendiendo crema de nuevo mientras preguntaba.

– ¿Cuándo decidiste operarte?

– ¿Te acuerdas cuando te escribí diciéndote que me había caído en el aparcamiento del colegio?

– Sí.

– Pues justo después de eso. Cuando el doctor examinó mi espalda, me dijo que debería preocuparme de resolver mi problema para siempre.

– ¿El de la espalda?

– Los pechos muy grandes producen muchas molestias en la espalda y los hombros que la gente desconoce. Los hombros son especialmente delicados. Pensé que probablemente te habrías fijado en las marcas… todavía se notan un poco.

– ¿Éstas?

Brian acarició uno de sus hombros, y Theresa sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo de punta a punta.

– Antes no estaba mirando tus hombros precisamente -prosiguió Brian-, pero ahora veo las marcas. ¿Qué más? Quiero saberlo todo. ¿Fue muy duro para ti? Psicológicamente, quiero decir.

Boca abajo sobre la toalla, con la cara apoyada en el envés de una mano y los ojos cerrados, Theresa le contó todo. Le habló de las discusiones que tuvo con sus padres, de sus miedos e incertidumbres, omitiendo el hecho de que los pezones no habían recuperado aún la sensibilidad. Todavía no se atrevía a compartir dicha intimidad con Brian. Si llegaba un momento en que fuera necesario, se lo contaría, pero entonces no dijo una palabra del tema, al igual que tampoco le mencionó que tal vez no podría amamantar a sus hijos.

Cuando concluyó su relato, Brian seguía sentado a su lado con un brazo apoyado sobre la rodilla alzada.

– Theresa, siento haberme enfadado contigo la noche que llegué -dijo con voz suave y encantadora-. Había muchas cosas que no comprendía entonces…

– Lo sé. Y yo siento no haber escrito por lo menos a Jeff para que pudiera decirte cuáles eran mis planes.

– No, hiciste bien. No tenías ninguna obligación conmigo. Aquella primera noche, cuando salimos a dar un paseo, reconozco que parte de mi problema era que tenía miedo. Pensé que tal vez, ahora que habías dado el gran salto, desearías algo mejor que un pobre músico jovenzuelo, cuyo pasado no es tan puro como tú te mereces.

Theresa levantó la cabeza al oír sus palabras. Apoyándose sobre un brazo, se volvió para mirarle.

– Hace bastante tiempo que dejé de dar importancia a la diferencia de nuestras edades. Tú eres más maduro que la mayoría de los hombres de treinta años que trabajan en el colegio. Quizás por eso fuiste tan… no sé. Comprensivo, supongo. Desde el primer instante, noté que eras diferente a todos los hombres que había conocido, que me veías como una persona y me juzgabas por mis cualidades y defectos interiores.

– ¿Defectos?

Brian se tumbó boca arriba, poniéndose prácticamente debajo del pecho levantado parcialmente de Theresa, y acarició los mechones rizados que cubrían uno de sus oídos.

– Tú no tienes ningún defecto, bonita.

– Oh, claro que los tengo, como todo el mundo.

– ¿Dónde los escondes?

Theresa sonrió, se miró un brazo y contestó.

– Varios miles de ellos estaban ocultos justo debajo de mi piel y están saliendo ahora mismo.

Y en realidad no mentía. Con el sol, sus pecas estaban creciendo tanto que se unían unas con otras.

Brian apoyó la cara sobre la toalla y se llevó un brazo de Theresa a los labios, besando la delicada piel de la parte interior.

– Besos de ángel son tus pecas -dijo, volviendo a besarla-. ¿Has sido besada por ángeles últimamente?

– No todo lo que habría deseado -contestó impulsivamente.

– Entonces, ¿qué te parece si lo remediamos?

Brian se levantó ágilmente, extendiendo la mano para ayudar a Theresa a hacer lo mismo. Recogió la ropa y las toallas y le dio la bolsa a Theresa, la cual le siguió de buena gana sobre la hierba mullida. Brian abrió la puerta de cristal y dejó que ella pasara primero. El interior estaba fresco y sombrío. Theresa oyó a Brian cerrando la puerta y corriendo la cortina. La sala quedó semioscura. Ella pensó de repente que su pelo tendría un aspecto horrible y el maquillaje estaría todo corrido. Oyó a sus espaldas un «click» metálico y luego el zumbido inequívoco de la aguja del tocadiscos deslizándose sobre un disco. Ella estaba revolviendo frenéticamente en el interior de la bolsa buscando el peine, cuando una suave introducción de guitarra llenó lentamente la habitación. Una mano insistente tiró del bolso, apartándolo de los nerviosos dedos de Theresa. Parecía que Brian no aceptaría ninguna demora, ningún reparo, ninguna excusa…

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