Pero Karl la sobresaltó, al decir:
– Debo revisar los caballos. ¿Vienes conmigo, Anna?
Anna se llevó una chaqueta, pues las noches eran más frescas ahora. Además, así tenía dónde poner las manos desocupadas. Se las metió en los bolsillos y dobló las solapas de la chaqueta una sobre otra. Karl encendió su pipa y caminaron hasta el granero. A mitad de camino, Karl le dijo:
– Estuviste muy ocupada mientras yo no estaba.
– Así fue.
– Pensé que al llegar a casa tendría que recoger las papas y los nabos.
– Oh, ésa fue idea de James, sacarlos. Comentó que tú le dijiste que estaban listos; de otro modo, no me hubiera dado cuenta. Lamento que los indios se hayan llevado las papas.
– Veo que no las necesitaremos. Me doy cuenta de lo ocupados que estuvieron, cuando miro alrededor y noto qué buena fue la cosecha. Habrá un montón para el invierno, un montón…
– Bueno, es un alivio. No estaba segura de la importancia que tenía un saco de papas. Pero James se olvidó de decirte que todavía quedaron algunas rutabagas y zanahorias por arrancar. No terminamos del todo con los vegetales.
– Sí, los veo allí afuera. Pero aguantarán. A las zanahorias les gusta estar en la tierra para endulzarse, después de las primeras heladas; eso decía mi padre. Tenemos bastante tiempo todavía.
Cerca del granero, desviaron los pasos. Anna sintió que sus pies no querían llevarla allí adentro. Se volvió y se puso a deambular, como por descuido, en dirección a la huerta, que estaba bañada por la luz de la Luna; sus haces blanco azulados resaltaban el contorno de la parte visible de las zanahorias, las hojas de las rutabagas y las enredaderas de zapallitos.
– Me impresionó llegar a casa y encontrarme con ese oso colgado del árbol. Fuiste tan valiente como el muchacho, al animarte a salir, sin saber lo que te esperaba.
– No me sentí valiente para nada. Si hubiera sido por mí nos habríamos quedado donde estábamos, preguntándonos qué había allí afuera. No fue idea mía abrir la puerta.
– Pero lo hiciste, Anna. El punto es que lo hiciste.
Anna encogió los delgados hombros.
– ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejar que James saliera solo? Te digo que ese muchacho es terco corno una mula. Si lo hubieras visto, Karl… Estaba dispuesto a salir solo, si yo no lo acompañaba. Le dije que a mí me daba lo mismo si el oso se comía todo lo que había en el lugar, pero él estaba decidido. Se la pasó diciendo: “Karl dice esto” y “Karl dice aquello”, y no había manera de hacerlo cambiar de idea.
Karl se enterneció al darse cuenta de la influencia que tenía sobre el muchacho y en qué medida James respetaba sus enseñanzas.
– Es un gran muchacho -dijo, pensativo.
– Sí que lo es.
– Anna, si algo hubiera andado mal y el oso les hubiera hecho daño a cualquiera de los dos, no habría podido soportarlo.
Las amargas e irreflexivas palabras que le había arrojado a Karl acerca del oso, volvieron a su mente para atormentarla, La lastimaban más, ahora, de lo que habían lastimado a Karl cuando ella las había pronunciado. Luchaba por encontrar las palabras adecuadas, pues necesitaba desesperadamente que las cosas anduvieran bien entre ellos otra vez.
– Karl… lo que dije antes de que te fueras… acerca del oso…
– Escúchame, Anna. Es mi propia estupidez la que lo trajo aquí. Lo he pensado y no me explico por qué un oso vino aquí a armar este alboroto, cuando nunca antes lo había hecho. Es porque estaba tan enojado cuando me fui del pantano, que no usé el sentido común. Creo que debo de haber dejado un rastro de bayas justo hasta nuestra puerta. Cuando un hombre pierde la cabeza de esa manera, no puede razonar. Pienso que eso es lo que hice aquel día. Hasta puse en peligro a mi propio caballo, haciéndolo marchar a paso rápido, sin herraduras. Y cuando lo apuré, desparramé las bayas, pues debí haber cubierto las canastas y no lo hice. En cambio, conduje al oso, tontamente, hacia nuestra casa, como si lo hubiera convidado con bayas. Enseguida me marché y los dejé solos para que se encargaran del animal.
– Eso no es verdad, Karl. Creo que lo dices ahora, a causa de lo que yo te dije antes de irte. Nunca debí haber pronunciado esas palabras, y me arrepentí apenas salieron de mi boca. No fue mi intención, Karl. -Lo miró, arrepentida.
– Es lo que dijo Kerstin.
– ¿Kerstin? -Anna levantó las cejas, irritada-. ¿Le contaste a Kerstin lo que yo dije?
El semblante de Anna parecía echar chispas en la oscuridad.
– Tuvimos una charla, Kerstin y yo. Me dijo que tú eras humana y que hablaste sin pensar, como todos hacemos a veces.
La idea de Karl intercambiando confidencias con Kerstin la hirió tan profundamente, que Anna se trepó a la cerca y se sentó, dándole la espalda a Karl, para que no pudiera ver su cara a la luz de la Luna. “Debe de estar más cerca de Kerstin de lo que yo creía”, pensó, “como para hablar con ella de nuestros asuntos privados.”
– Pasaste la noche en lo de los Johanson, dijo Erik.
“Dijo Erik”, pensó Karl, deprimido.
– Sí. Estuvieron muy contentos de recibirme.
“¡Sin duda!”, pensó Anna, con amargura. “Sobre todo una de los Johanson.”
– Karl -comenzó Anna, deseosa de dejar de lado el tema de Kerstin, para poder hacer las paces-, gracias por la cocina.
– No tienes que agradecerme, Anna. Kerstin me llamó sueco obstinado, y sé que lo fui, pues me pasé todo el tiempo diciendo que no necesitábamos una cocina. Hablamos un largo rato, Kerstin y yo, y me hizo ver que deberíamos tener una.
Anna se tensionó al oír estas palabras. Se sintió profundamente herida al pensar que Karl se había decidido a comprar la cocina sólo cuando ¡la deliciosa Kerstin pensó que debía hacerlo! No porque su propia esposa se lo había pedido. Toda la alegría que sintió había desaparecido. Se encontró a sí misma pensando que quería atacar a Karl y lastimarlo, para tomarse la revancha.
– ¿Te animaste a destripar a ese animal, Anna? -dijo Karl con admiración.
– ¡Sentí asco todo el tiempo! -contestó abruptamente-. ¡No quiero sentir el olor de un oso mientras viva!
Confundido por su repentina frialdad, Karl continuó:
– Vas a tener que sentir el olor de éste por un tiempo. Mañana James y yo tendremos que ocuparnos de la carne. Luego hay que derretir el sebo antes de preparar las velas para el invierno.
– Supongo que eso significa que te demorarás un par de días más antes de hacer la puerta de la cabaña. ¿Cuánto falta, Karl?
– Mañana trabajaré con la carne. Llevará un día hacer las ventanas. Y tal vez un día más hacer la puerta y colocar la cocina. Y tendremos que mudar cosas de la casa de adobe, también, y tendré que preparar las nuevas camas de soga y el aparador que te prometí para la cocina.
Anna se bajó de la cerca, se alisó los pantalones y dijo, en un tono cortante:
– Bueno, el aparador puede esperar. Quiero que me saques lo más pronto que puedas de esa casa de adobe. ¡Estoy harta de esa chimenea que apesta y de vivir como un tejón en su madriguera!
Sorprendido, Karl no atinó más que a quedarse pensando qué habría provocado ese cambio en Anna mientras estuvo sentada sobre la cerca. Se había mostrado tan dulce apenas salieron de la casa… Y no le mencionó nada acerca del paquete que le trajo.
Cuando Karl se metió en la cama, Anna ya estaba allí. Deseaba con toda el alma estrecharla entre sus brazos y terminar con esa pelea. Pero ella estaba bien lejos, del otro lado de la cama. Tratando de enternecerla, Karl murmuró:
– Anna, ¿te gustó lo que te traje en el paquetito?
– Oh, no tuve tiempo de abrirlo, todavía -dijo con brusquedad, y Karl retiró la mano que estaba a punto de acariciarle la espalda.
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