LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– ¡Oh, pero a mí me gustaría!

Karl se detuvo, comprendió y le entregó las secciones del tubo de la cocina; el placer se acrecentaba en él al verla tan contenta. Las pecas se veían encantadoras debajo de los excitados ojos castaños.

– Hay más, Anna -dijo.

– ¿Más?

– Sí. Cuando compras una nueva cocina, parece que incluyen estas ollas novedosas. Dicen que en ellas se cocina mejor que en las de hierro fundido, y son más livianas para cargar. Están en la caja.

– ¿Ollas nuevas? -preguntó Anna, sin poder creerle.

– En la caja -repitió Karl, que disfrutaba de su incredulidad.

– ¿Son de cobre?

– No, de un material que se llama loza japonesa.

– ¿Loza japonesa?

– Dicen que la comida no se quema tan fácilmente como en las de cobre, y no se herrumbran como el hierro porque están cubiertas con laca.

Al oír hablar de comida quemada, los ojos de Anna se fijaron en el paquete. Abstraída, raspó el papel con una uña, recordando todas las veces que había quemado las cenas de su pobre marido. Karl vio cuando Anna bajó los ojos, y se preguntó qué había dicho, esta vez, para desilusionarla.

Enseguida, intervino James.

– ¡Guau, Karl! ¡Anna tiene su cocina y todas esas ollas y yo, el rifle! ¡Desearía que fueras al pueblo más seguido!

Karl forzó una sonrisa.

– Las ollas no sirven para nada si no tienen comida adentro.

– ¿Cuándo vamos de caza?

– Cuando la cabaña esté terminada y hayamos recogido todos los vegetales.

– Los vegetales están listos. Anna y yo los recogimos mientras no estabas.

– ¿Los nabos también? -preguntó Karl, asombrado.

– Por supuesto que los nabos también. Los lavamos y los guardamos en el sótano, y Anna está cocinando ahora algunos para la cena.

– ¿Ah, sí? -Karl miró nuevamente a su esposa, que se estaba sonrojando. -¿Mi Onnuh está cocinando nabos?

Cada vez que Karl la llamaba “mi Onnuh”, de ese modo, la sangre le latía en las mejillas. Pero James seguía parloteando.

– Tenías razón acerca de los nabos. ¡Nunca vi unos tan grandes en mi vida!

– ¿Qué te dije? -lo regañó Karl, de buen humor. Luego, bajando la voz, repitió-: ¿Nabos, eh?

Pero mientras Karl iba a la cabaña con la caja de ollas al hombro, Anna se volvió hacia James y le ordenó con un susurro nervioso:

– James Reardon, no metas la nariz en mi guiso de nabos, ¿me has escuchado?

– ¿Qué dije yo? -preguntó James, sorprendido por el ataque repentino de Anna a raíz de su comentario.

– ¡No te preocupes! -le susurró ella-. ¡Los nabos son asunto mío!

En ese momento, regresó Karl. Se levantó un poco los pantalones en la cintura y se volvió luego hacia el lugar vacío donde había estado la casa del manantial.

– Estuve esperando que me dijeran qué había pasado con el manantial. Pero ya que no me dicen nada, debo preguntar.

Los nabos fueron olvidados, mientras Anna y James se miraban con una sonrisa cómplice y socarrona.

– La casa fue destruida, Karl -dijo James con la mayor simplicidad.

– ¿Cómo es que se destruye una casa? ¿Mientras estamos sentados por allí, con los baldes?

– La hice volar hasta el cielo cuando le disparé al oso.

Aun si viviera tanto como los arces vírgenes de Karl, con su abundancia de néctar, James jamás olvidaría el dulce néctar de ese momento… la mirada en el semblante de Karl, la mandíbula caída por la incredulidad, su propio orgullo creciente, su satisfacción por haber dejado caer el comentario como al pasar, de una manera tan viril.

Y si Karl viviera tanto como sus arces, llevaría siempre en su recuerdo la impresión de ese momento: el muchacho sosteniendo el nuevo Henry de repetición, tratando de parecer indiferente cuando el orgullo irradiaba de su semblante; sus manos huesudas poniendo el rifle en posición delante de él, como diciendo: “Esto no es nada difícil”.

– ¿Un oso?

– Correcto.

– ¿Mataste un oso?

– Bueno, no yo solo. Anna y yo le disparamos juntos -afirmó James. No había indiferencia simulada ahora. Las palabras le salían a borbotones detrás de la amplia sonrisa dibujada en sus labios- ¿No es cierto, Anna? Estábamos durmiendo y sentimos todos esos ruidos y arañazos y sonaba como si alguien estuviera tratando de tirar la puerta abajo a mordiscos, así que intentamos imaginarnos qué era y enseguida eso se dirigió a la casa del manantial y ¡tendrías que haber oído todo ese barullo, Karl! Creo que tuvo dificultad en pasar por la puerta y, cuando lo logró, la partió en mil pedazos y ahí fue cuando oímos todo ese estruendo y se puso a sorber el jugo de las sandías, después de haber roto casi todas las vasijas. Entonces, le dije a Anna que encendiera una de las antorchas que quedaron de cuando ella se perdió, y Anna la llevó delante de los dos para cegar al oso y así poder dispararle un buen tiro, antes de que la fiera tuviera la oportunidad de pensarlo dos veces. Porque una vez dijiste que cuando un oso sabe dónde encontrar comida, vuelve cada tanto, y el único modo de detenerlo es matarlo; entonces, eso es lo que hice, Karl. ¡Le di justo entre los ojos y no quedó mucho de la cabeza, una vez que terminé, tampoco! -Por fin, James paró, sin aliento.

Karl estaba pasmado. Inclinó los hombros y la cabeza hacia adelante.

– ¿Tú y Anna hicieron todo eso?

– Seguro que sí. Pero cargaste demasiado el fusil y voló la pared del fondo, por completo. A mí también me hizo volar, ¿no es cierto, Anna? -Pero antes de que su hermana pudiera siquiera asentir con la cabeza, James se apresuró a agregar-: Pero Anna me hizo prometerle que tan pronto como disparara el primer tiro, correría a refugiarme en la casa tan rápido como mis piernas me lo permitieran. Te juro, Karl, que no estaba seguro de tener todavía los pies sanos, después de que el arma me mandó al suelo de un golpe. Me dijiste que pateaba, ¡pero no esperaba que pateara como una mula!

Karl empezaba a registrar el impacto de todo esto. ¿Y si James hubiera fallado? ¿Si el arma no hubiera disparado? Sintió un nudo en el estómago al imaginar las más espantosas escenas.

– Muchacho, sabías que fue sólo mi arrebato lo que me hizo descargar la furia sobre ti, aquella vez en el pantano, cuando te dije que eras lento con el fusil. Aunque hubieras dejado que el oso se comiera todo lo que había allí, no te habría reprendido, mientras los hubiera encontrado a salvo a mi regreso.

– Pero estamos a salvo -razonó el muchacho.

– Sí, están a salvo, pero a causa de mi tonto comportamiento, te hice correr un riesgo para probarte a ti mismo, cuando todo este tiempo lo habías estado haciendo.

– No fue a causa de lo que ocurrió en el pantano, Karl, de verdad. Fue… bueno… no sé cómo decirlo. Fue un poco como cuando le dices a Anna: “Una puerta debe mirar al este”. Todo lo que pude pensar fue: “Un hombre debe proteger su casa”.

Una vez pronunciada, la madurez de esta simple afirmación pegó de lleno en James. Había comenzado a cruzar, ya, el umbral de la adultez.

– Karl… -dijo ahora James, repentinamente seguro de la verdad de lo que iba a decir-. Lo habría hecho de todos modos, aun si no hubiera visto un solo pantano o una sola baya en mi vida.

Anna contempló a los únicos dos hombres que amaba; habían llegado a un acuerdo entre ellos, y marcado el rumbo hacia un futuro signado por el respeto y la solidaridad. A pesar de su inmensa alegría, su corazón clamaba por alcanzar un nivel similar de comprensión con Karl. Pero la tregua entre ellos sería postergada por un momento más, pues Karl estaba diciendo, con una leve sonrisa:

– Bueno, muéstrame ahora ese oso al que le volaste la cabeza de un tiro y que sólo venía a negociar por un poco de jarabe de sandía.

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