LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– Veo que recogieron las papas mientras yo no estaba.

– Sí, Anna y yo.

– ¿Dónde está? -inquirió Karl mientras el corazón le bailaba dentro del pecho.

– Está preparando la comida. Ahora le tocó a Karl decir:

– ¡Ah! -Luego saltó una vez más dentro de la carreta, y dijo-: Ayúdame con este par de sacos, muchacho. Se los llevaremos a Anna a la casa.

James tiró de un saco y dejó a la vista una caja de madera. Leyó las palabras que tenía escritas: “New Haven Arms Company”. Tiró del segundo saco y quedaron visibles las palabras: “Norwich, Connecticut”. Se le aflojaron las manos sobre la bolsa, que se habría caído de costado, si Karl no la hubiera sostenido. Los ojos verdes de James se encontraron, de pronto, con los ojos azules de Karl.

– A un hombre le va mejor con su propia arma -se limitó a decir Karl.

– ¿Su propia arma? -repitió James, dudoso.

– ¿No estás de acuerdo?

– S… seguro, Karl.

James miró hacia abajo; quería tocar la caja, pero temía hacerlo. Volvió a levantar la mirada.

– Elegí uno que tuviera la culata de nogal; se adaptará a tu mano como los pantalones a tus posaderas. Es justo la medida para un chico de tu tamaño.

– ¿De verdad, Karl? -preguntó James, incrédulo, sin sacar todavía el embalaje-. ¿Es de verdad para mí?

– Te he enseñado de todo, excepto cazar. Es tiempo de que empecemos. El invierno se aproxima.

James tenía ya la caja en las manos. Saltó de la carreta y atravesó el claro a la carrera, con sus largas piernas saltando hacia la casa de adobe, mientras vociferaba:

– ¡Anna! ¡Anna! ¡Karl me compró un rifle! ¡Uno propio, Anna! ¡Uno mío!

Karl esperó a que la muchacha apareciera en la puerta, pero no fue así. Se echó al hombro uno de los sacos y se encaminó a la casa, dentro de la cual James había desaparecido.

James estaba como loco, hablando a los gritos, repitiendo que Karl había comprado un arma para él. Anna se alegraba por su hermano.

– Oh, James, te lo dije, ¿no?

Anna había observado desde adentro cómo Karl y James habían hecho las paces. No le fue necesario saber qué se dijeron. Verlos abrazados de ese modo, a plena luz del día, le había hecho estallar el corazón.

La joven levantó la mirada, ahora que la forma de Karl llenaba el vano de la puerta y obstruía la luz del día detrás de sus anchos hombros. Una extraña y débil sensación la embargó. Karl parecía un dios nórdico gigante, con el saco de harina sobre el hombro y los músculos del pecho marcados, parado allí, sin decidirse a entrar. Anna se sintió dominada por una repentina timidez. Anhelaba correr a su encuentro y decirle: “Abrázame, Karl”, para sentir esos brazos fuertes y curtidos apretarla contra el amplio pecho.

– Hola, Anna -dijo él con voz suave.

No había pensado que la extrañaría tanto, pero su corazón le reveló lo vacío que se había sentido esos dos días. Se dio cuenta de que Anna también estaba tensa y nerviosa.

Cuando habló, le temblaba la voz.

– Hola, Karl.

Anna se preguntó si se quedaría toda la tarde ahí, en la puerta.

– Estás en casa -se le ocurrió decir. Sonó fuera de lugar.

– Sí. Estoy en casa.

– James me dijo que le trajiste un rifle.

– Sí. Un muchacho necesita tener su propia arma, así que le compré el mejor, un Henry de repetición. Pero no conviene que uses esa hachuela para abrir el embalaje. Ve a buscar el martillo de desembalar, muchacho, como te enseñé.

– ¡Sí… señor!

James obedeció y casi se llevó a Karl por delante.

Había algo cocinándose al fuego, y Anna se puso a revolverlo. Karl sintió que el saco le pesaba sobre el hombro, así que pasó por detrás de su esposa, y lo dejó en el piso. La cercanía de Karl aceleró aún más el pulso de Anna, pero ella siguió revolviendo la comida para estar ocupada; tapó luego la olla y dijo:

– Iré a buscar algunos palos de la pila de madera para poner debajo del saco.

– Eso puede esperar -dijo Karl, enderezándose.

– Pero se va a llenar de bichos… Anna se dirigió a la puerta.

– No tan rápido.

Sus palabras y el infantil tono de súplica la detuvieron a mitad de camino hacia la puerta. Giró para enfrentar a Karl; enseguida lo miró y él le devolvió la mirada, mientras el tiempo retrocedía vertiginosamente hacia la última vez que se habían enfrentado en ese reducido espacio.

– Tengo algunas pequeñas cosas en la carreta, que podrías traerme. -Miró, como disculpándose, hacia la olla-. Llevará sólo un minuto.

Ella asintió con la cabeza, sin hablar, y se volvió hacia la puerta.

Karl estaba confundido. “¿Me tiene miedo?”, se preguntó, mientras se desvanecía su esperanza. “¿Soy el culpable de que Anna sólo atine a escapar de mí, como una ardilla de ojos marrones, cada vez que me acerco? ¿Piensa que fui a lo de Kerstin para vengarme?”

Cuando se acercó a Anna para trepar a la carreta, ella se corrió para hacerle lugar. Karl tomó un paquete de detrás del asiento, volvió hacia la parte abierta de la carreta y se quedó mirando desde arriba ese pelo color de whisky.

– Aquí -dijo, y esperó que ella lo mirara para alcanzarle el paquete-. Estas son algunas cosas que pensé que necesitarías.

Finalmente, Anna levantó los ojos y Karl dejó caer el paquete.

– ¿Qué es? -preguntó Anna mientras lo atajaba.

– Cosas necesarias -fue todo lo que dijo.

Los ojos de Anna se abrieron grandes de asombro, mientras Karl se apartaba, reteniendo en su mente la imagen de la inocultable alegría de la muchacha.

Anna trató, con esfuerzo, de no mostrarse aturdida. Nadie le había hecho un regalo antes. “Pero Karl no ha dicho que fuera un regalo”, pensó. “Tal vez sean sólo especias o cosas para la nueva cocina. Pero es suave. Se dobla y hay como un nudo en el medio.” Un ruido a hierro interrumpió sus pensamientos: Karl arrastraba algo negro y pesado desde el frente de la carreta. Se oyó otro sonido metálico al chocar con otras cosas que había adentro. Una a una arrastró todas las partes de hierro de la cocina hacia el extremo de la carreta, antes de saltar con agilidad y levantar la más grande. Anna quedó boquiabierta.

James salió en ese momento del granero, lustrando la culata de su fusil con la manga de la camisa. Alcanzó a ver que Karl desaparecía dentro de la cabaña con un bulto.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

Karl se volvió lentamente, su cara asomada por detrás de la pieza de hierro.

– Es la nueva cocina de Anna -contestó. Luego, sin decir palabra, desapareció dentro de la cabaña.

“¿La nueva cocina de Anna?”, pensó la muchacha.

“¡La nueva cocina de Anna!”

“¡La nueva cocina de Anna!”

En caso de haber respondido: “Es la nueva tiara de brillantes de Anna”, Karl no hubiera podido sorprender más a su esposa. Ella siguió con los ojos cada movimiento de Karl, mientras él llevaba las partes de la cocina a la nueva casa. La alegría se le acumuló en el pecho hasta que creyó que se le reventaría la camisa en las costuras. Sofocó las ganas que tenía de seguirle los pasos a Karl y ver dónde ubicaba la cocina y cómo conectaba las piezas. En cambio se quedó allí parada, en tanto Karl iba y venía, ocupándose con cuidado de su trabajo y manteniendo la mirada apartada de su esposa. Por último, apareció el tubo desde abajo del asiento de la carreta. Era de un negro plateado, brilloso, limpio. Anna no pudo aguantar más.

– ¿Puedo llevar esos paquetes, Karl? -preguntó. “¿Puedo tocar mi cocina? ¿Puedo tocar este regalo? Aunque sea una parte… para estar segura de que mis ojos no me engañan.”

– No hace falta que me ayudes. Quería que llevaras sólo aquel pequeño paquete.

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