Cuando se acercó, le entregó el jarro y le dijo:
– Karl, pensé que estarías sediento, aquí al sol.
Levantó los ojos, tímida, y observó la frente transpirada de Karl y los húmedos mechones de pelo que la atravesaban.
– Gracias, Anna, tengo sed. -Tomó el recipiente y la miró por encima del borde, mientras levantaba la cabeza y bebía- ¿Cómo andan tus cortinas? -Le devolvió el jarro.
– Bien. -Colgó el jarro del dedo índice y lo balanceó como si fuera el péndulo de un reloj, con la otra mano apoyada sobre la cadera, provocativamente-. ¿Y cómo andan tus ventanas?
– Bien. -Hizo todo lo que pudo para ahogar una sonrisa.
Anna miró alrededor, con inocencia, y echó un vistazo a los leños, el hacha y el montón de astillas.
– ¿Qué estás preparando aquí?
– Estoy partiendo este álamo amarillo para hacer los marcos de las ventanas.
Anna paseó la mirada alrededor, vio un montón de piedras allí cerca, y preguntó:
– ¿Puedo quedarme un rato observando?
A Karl no se le ocurría pensar por qué Anna querría quedarse allí, pero asintió con la cabeza. Estaba usando dos cuñas y un pequeño martillo de madera. Anna se sentó sobre el montículo formado por las piedras que habían sobrado de la chimenea, mirando cómo Karl trabajaba. Era algo desconcertante tenerla allí sentada, con esa máscara de inocencia cubriéndole el rostro. Deseaba saber qué era lo que estaba tramando.
Levantó el hacha, la hundió en el borde de un leño e insertó la cuña, cuidando de que no hubiera nudos, que podrían desviar la ranura. Cuando cayó el primer pedazo, lo levantó, miró a Anna y le dijo:
– El álamo amarillo es muy fácil de partir. Lo único que hay que tener en cuenta es que no haya nudos donde antes crecían las ramas.
Anna estaba sentada displicentemente sobre las piedras, con las piernas cruzadas y balanceando un pie.
– No soy James, Karl -dijo en un tono dulce como la miel-. No necesito aprender el arte de hacer tablas. Sólo salí a mirar, es todo. Me gusta verte trabajar con la madera.
– ¿De verdad? -preguntó Karl, arqueando las cejas con asombro.
Anna siguió balanceando un pie y dejó vagar la mirada sobre su esposo de una manera muy sugestiva.
– Sí, me gusta. Parece que no hay nada que no puedas hacer con la madera. Me encanta observar tus manos trabajando con un trozo, como ahora. Me hace pensar que estás acariciándolo.
Karl dejó caer la mano de la plancha de madera recién cortada como si, de pronto, le hubieran crecido protuberancias. Anna soltó una risa ligera y se acomodó sobre su improvisado asiento, llevó los codos hacia atrás y levantó el pecho.
– ¿Nunca se te cansan los hombros, Karl?
– ¿Los hombros? -repitió como un loro.
– A veces te miro y no puedo creer que trabajes tanto tiempo con tu hacha y no te canses. -De a ratos, jugueteaba con el pelo, levantándolo sobre la nuca y dejándolo caer.
– Un hombre hace lo que debe hacerse -dijo Karl, tratando de concentrarse en su tarea.
– Pero nunca te quejas.
– ¿Qué ganaría con quejarme? Una tarea lleva determinadas horas de trabajo, la queja no acorta esas horas.
Siguió con los ojos cada movimiento sinuoso e incitante de los músculos, mientras su voz se arrastraba provocativamente.
– Creo que contigo no hay quejas porque te gusta demasiado lo que haces.
Karl mantuvo los ojos y las manos ocupadas con el álamo pero una sensación alarmante tensaba sus filamentos nerviosos. Sabía que Anna estaba jugando con él como si fuera el anzuelo de una caña larga y resistente. Había evitado hasta el momento ser atrapado por ella, pero era la primera vez que se había puesto a flirtear tan abiertamente.
Se inclinó hacia atrás y lo estudió por un momento con los ojos entrecerrados, antes de decir en un suave murmullo:
– Es como contemplar a un bailarín, cuando te veo con tu hacha. Lo pensé desde el primer día que te vi. Cada uno de tus movimientos es suave y grácil.
Lo único que Karl pudo decir fue:
– Así me lo enseñó mi padre; así se lo enseño al muchacho.
¿Su cara, estaría tan colorada como la sentía? Continuó trabajando mientras Anna seguía sentada, estirada al sol, sin hacer nada, mirándolo de arriba abajo, hasta que Karl pensó que perdería el dominio sobre su hacha.
Por último la muchacha suspiró. Luego apretó los puños y estiró los brazos a los costados en una insinuante pose final.
– ¡Ay! -exclamó con una risita, pues movió una de las piedras, que empezó a rodar, arrastrando otras con ella. Se puso de pie, apoyó las manos sobre las rodillas y empujó hacia afuera los pechos y las nalgas. Exhaló un suspiro.
– Bueno, va a ser mejor que me baje…
– ¡No te muevas, Anna! -murmuró, en un tono de advertencia.
De pronto, Karl desvió los ojos hacia la base del montículo y los clavó en el lugar, mientras tanteaba el suelo tratando de alcanzar el hacha.
La serpiente no había hecho ningún ruido, no había dado ningún indicio de que estuviera allí, tomando sol sobre las piedras. Pero cuando parte de la pila se desmoronó, la víbora quedó de inmediato al descubierto. Sobresaltado y a la defensiva, el reptil se enroscó en su propio cuerpo y levantó la cabeza en un arco oblicuo, anunciando el inminente ataque.
Anna miró hacia abajo, siguiendo los ojos de Karl justo cuando la maciza cola comenzó su zumbido de advertencia. Sintió un espasmo en el estómago y se le tensaron las piernas al confrontarse con esos ojos amarillo azufre y sus elípticas pupilas demoníacas.
Ocurrió todo tan rápido, que Anna apenas tuvo tiempo de que el miedo la paralizara. La mano de Karl encontró el hacha a ciegas y al segundo siguiente la serpiente de cascabel quedó partida en dos pedazos que seguían saltando y retorciéndose mientras Anna gritaba, incapaz de quitar los ojos de esas rayas marrones y amarillas que serpenteaban en el aire en grotescas contorsiones de muerte. Antes de que la destrozada serpiente cayera sin vida sobre la tierra, los brazos de Karl rodearon a Anna y una de sus enormes manos la tomó de la cabeza mientras la levantaba del montículo de piedras.
– Anna… Oh, Dios mío, Anna -exclamó, la boca pegada al pelo de la muchacha.
Anna fue presa de los sollozos y enseguida de horrendos temblores espasmódicos.
– Ya está todo bien, Anna. La maté.
– Tu hacha, Karl -se lamentaba ella, incoherente.
– Sí, la maté con mi hacha. No llores, Anna.
James venía corriendo por la loma, atraído por los gritos de Anna, que habían perforado el aire silencioso, a través del claro, como el chillido de una lechuza blanca.
– Karl, ¿qué pasó? -gritó.
– Había una serpiente. Pero todo está bien ahora. Ya la maté.
– ¿Anna está bien? -preguntó James, aterrado.
– Sí. Está a salvo. -Pero Karl seguía apretándola contra su cuerpo.
Anna continuaba nombrando el hacha incoherentemente, mientras Karl intentaba calmarla. Quiso llevarla hasta la pila y acomodarla allí pero el pánico la tenía paralizada.
– Tu hacha -volvió a gritar.
– Anna, la serpiente ya está muerta. Y tú estás bien.
– Pero, K… Karl… -sollozó-, tu hacha está… está en m… medio… de la suciedad.
Y así era. El afilado acero tan preciado, que nunca había tocado nada que no fuera madera, tenía el cotillo semienterrado en la tierra. Karl lo miró por sobre la cabeza de Anna, luego apretó los ojos con fuerza y sostuvo el tembloroso cuerpo de su esposa contra su pecho.
– Sh… Anna, no importa -susurró.
– Pero tú d… dijiste…
– Anna, por favor -le rogó-, no hables más y déjame abrazarte.
No cabía ninguna posibilidad de intentar un acercamiento íntimo con Anna esa noche. Estaba en tal estado de agitación cuando Karl la arropó en la cama, que él se hubiera sentido culpable hasta de tocarla con una mano.
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