LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– Karl dice que es tiempo de ver cómo está el lúpulo. Me dijo que te preguntara si tú vienes también.

El corazón de Anna cantaba y lloraba al mismo tiempo. Karl no tenía intención de dejarla, entonces, pero tampoco la había invitado él mismo. Dejó caer la pala en el cubo de madera y se detuvo sólo para cerrar la puerta detrás de ella.

Cuando llegó a la carreta, Karl ya estaba subido al pescante. Él dirigió los ojos a la casa por un momento, y las esperanzas de Anna pronto se desvanecieron: no estiró la mano para ayudarla a subir. Por el contrario, mientras Anna subía por un lado, Karl bajaba por el otro; se encaminó luego hacia el montón de leños y tomó uno macizo, que atravesó delante de la puerta.

– ¿Por qué no me lo recordaste, Karl? -preguntó, preocupada porque nunca sería la clase de esposa que Karl necesitaba. No podía recordar algo tan simple como trabar la puerta con un tronco.

– No importa -respondió él.

Con tristeza, Anna pensó: “No, no importa. Ya nada importa, ¿no, Karl?”

Los frutos del lúpulo silvestre ya estaban maduros. Los pesados tallos se aferraban con sus filamentos curvados a los árboles que los sostenían, y cada enredadera se enroscaba en el sentido de las agujas del reloj, como era propio del lúpulo; Karl les había explicado que ésa era una de las maneras de identificarlo. Las ramas rizadas y pegajosas, de un verde amarillento y con la textura del papel, estaban cargadas de frutos duros de color púrpura. Entre todos los recogieron y llenaron las canastas con más de lo que necesitaban.

– Por lo que se ve, vamos a comer un montón de pan este invierno -dijo Anna.

– Venderé la mayor parte del lúpulo. Con ello se hace buen dinero -explicó Karl.

– ¿En Long Prairie? -inquirió Anna.

– Sí, en Long Prairie -respondió Karl, sin darle ninguna pista acerca de cuándo haría el viaje.

Cuando los tres estaban listos para partir con las canastas desbordantes, Anna se agachó para tocar un nuevo vástago que asomaba al pie de la planta madre; Karl les había dado el nombre de “gajos” a esos pequeños retoños.

– Karl, ya que no tienes lúpulo en tus tierras, ¿por qué no llevamos estos gajos y probamos si prenden?

– Ya lo hice. Pero murieron.

– ¿Por qué no volvemos a probar?

– Si quieres… pero no traje nada con qué desenterrarlos.

– ¿Y tu hacha? ¿No podrías usarla para arrancar la raíz? La expresión de Karl era de horror.

– ¿Con mi hacha? -Se aterrorizó ante la idea de que su preciosa hacha se mezclara con los terrones de tierra-. A ningún hombre se le ocurre apoyar el hacha en la tierra. El hacha se usa sólo para la madera.

Sintiéndose tonta, Anna miró los gajos y exclamó, con un hilo de voz:

– ¡Oh! -Pero se arrodilló, decidida a obtener la planta de alguna manera. -Veré si la puedo desenterrar con las manos, entonces.

Para sorpresa de Anna, Karl se arrodilló a su lado y juntos excavaron, tratando de llegar a la base de la raíz. Hacía días que no trabajaban tan juntos y cada uno era consciente de las manos del otro, excavando y arañando para liberar la raíz del retoño de lúpulo. Anna buscaba con desesperación complacer a Karl, en alguna medida. Sabía que si la raíz se afirmara y creciera, sería como hacerle una ofrenda a Karl.

– La regaré todos los días -prometió.

Al volverse hacia ella, Karl la encontró arrodillada y pudo leer otras promesas en sus ojos. Apartó la mirada y dijo:

– Será mejor que la envolvamos en musgo para que no se seque antes de llegar.

Se alejó en busca del musgo, dejando a Anna con las promesas muriéndose en sus ojos y en su corazón.

En ese momento, apareció James, que venía de la carreta con una canasta.

– ¿Recogiste una planta?

– Sí. Karl me ayudó.

– Me parece que no va a crecer, si Karl no lo logró… -agregó James.

El comentario despreocupado de James casi hace llorar a Anna. “Tal vez tenga razón”, pensó. Sin embargo, la angustiaba ver que James estaba tan dedicado a Karl, que apenas si tenía tiempo de preocuparse por lo que ella sentía o por tratar de levantarle el ánimo, como siempre hacía en el pasado.

Karl regresó con el musgo y cubrió la raíz; luego se levantó y dijo:

– Es mejor que consigas dos, Anna.

– ¿Dos?

– Sí. -Se lo notó tímido de repente-. El lúpulo crece en dos plantas: la planta macho y la planta hembra; si consigues el macho, obtendrás mejores frutos, siempre que decida crecer.

– ¿Cómo sabes que ésta es hembra? -preguntó Anna.

Sus ojos se encontraron por un instante y se apartaron. Luego Karl se acercó para mostrarle las pocas espigas que colgaban de la planta madre.

– Por las espigas -explicó. Extendió un dedo y tocó una panícula-. Las de las hembras son más cortas, de apenas unos cinco centímetros. -Se acercó a otra planta, trepada a un árbol cercano, y pasó la mano por la panícula. Tenía unos quince centímetros de largo-. Las de los machos son más largas.

Luego se volvió con presteza, recogió una canasta y se fue, dejando que Anna desenterrara sola el brote macho, si quería.

Con determinación, la muchacha liberó el segundo brote y lo llevó a la carreta, evitando mirar a Karl. Envolvió la planta con el musgo, junto con la otra, mientras Karl esperaba pacientemente que ella subiera a la carreta. ¡Lloviera o tronara, Anna haría que esas dos plantas crecieran!

Cuando ya habían recorrido más de la mitad del camino hacia la casa, Karl detuvo los caballos.

– Decidí construir el techo con tejas de madera de cedro -anunció-. Aunque los árboles no son míos, no creo que sean propiedad de nadie; de modo que no le sacaré la madera a ningún dueño. No emplearé más que un solo árbol para las tejas de toda la casa, y lo derribaré en muy poco tiempo.

A Anna todas las coníferas le parecían iguales. Pero una vez que Karl empezó a trabajar con el hacha, pudo percibir que el aroma era diferente. La fragancia del cedro era tan fuerte, que se preguntó si no los embriagaría. Una vez más, pudo contemplar la belleza y la gracia del cuerpo de Karl mientras manejaba su hacha. No lo había visto derribar ningún árbol desde que se distanciaron. El espectáculo la conmovía como algo mágico; era como si se gestara, en la misma boca de su estómago, el anhelo de derribar esa barrera que existía entre ellos.

Repentinamente, se dio cuenta de que Karl había disminuido el ritmo de los hachazos, y eso era algo que nunca hacía.

Dio otros dos golpes y cada uno fue respondido por un eco. Pero cuando dejó de hachar, el eco siguió. Permaneció alerta como un gallo ante el cloqueo de una gallina. Giró la cabeza hacia todos lados, pensando que estaba imaginando cosas, pero los golpes continuaron en alguna parte, en dirección al norte.

Anna y James los oyeron también y permanecieron atentos.

– ¿Oyeron eso? -preguntó Karl.

– Es sólo un hacha -dijo James.

– ¿Sólo un hacha, muchacho? ¡Sólo un hacha! ¿Sabes lo que eso significa?

– ¿Vecinos? -se aventuró a preguntar James, con una sonrisa en sus labios.

– Vecinos -confirmó Karl-, si tenemos suerte.

Fue la primera sonrisa auténtica que Anna vio en el rostro de Karl en todos estos días. Volvió a levantar el hacha, esta vez obligándose a mantener su propio ritmo, tratando de no apurarse, pues esto a la larga agotaba a un hombre y reducía sus fuerzas.

El eco se detuvo por un momento. Los tres imaginaron a un hombre desconocido, que interrumpía sus hachazos para escuchar el eco del hacha de Karl, que le llegaba a través del bosque.

El lejano golpe se unió nuevamente al del Karl, pero esta vez como un eco que sonaba entre los hachazos de Karl; los dos leñadores se hablaban en un lenguaje que sólo un hombre del bosque podía entender. Regulaban la velocidad de tal manera que se producía una ida y vuelta de pregunta y respuesta.

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