James se puso los pantalones aprisa y salió. Cruzó el claro hacia el establo, pero una vez adentro, se acordó de que los caballos estaban afuera, donde él mismo los había dejado esa tarde. Estaba seguro de que Karl estaba con los caballos.
Tenía razón. Aun desde allí, pudo distinguir el perfil de Karl, al lado de uno de los animales. Cuando se acercó sigilosamente, vio que se trataba de Bill. La luz de la Luna destacaba las marcas en la frente de Bill y la blancura del pelo de Karl en la noche. James pudo ver cómo Karl tenía la cara enterrada en el cuello del caballo y los dos puños aferrados a las ásperas crines.
Antes de que Karl notara su presencia, James oyó los sollozos ahogados contra el caballo, en medio de la noche. Nunca había visto llorar a un hombre. No sabía que los hombres lloraban. Pensó que él era el único niño en el mundo que había llorado alguna vez. Pero ahora allí estaba Karl delante de él; este hombre al que amaba tanto como a su hermana, o más, este hombre lloraba desconsolada, patéticamente, aferrado a las crines de Bill.
El sonido de su llanto destrozó la burbuja de seguridad que protegía a James cada vez más desde que vino a vivir al único hogar que había conocido. Temeroso, sin saber qué hacer, se volvió y corrió hacia la casa, hacia su jergón en el piso; se tiró allí con el corazón martillándole en el pecho, tragándose las lágrimas que también él quería derramar, esperando oír los pasos tranquilizadores de Karl, que volvía a la cama con Anna. Pero James no lloró. No lloró. Alguien, en ese lugar, no debía llorar.
Anna y James comenzaron a rellenar las paredes. Hacían un viaje tras otro hasta el depósito de arcilla para traer material que luego mezclaban con pasto seco de la pradera. Con esto tapaban los espacios entre los troncos. El “mal de la pradera” que afectaba a los hermanos había empeorado. Karl, mientras tanto, seguía trabajando en el techo, empleando ramas de sauce más pequeñas para la primera capa. Estas se unían a la cumbrera mediante agujeros practicados con un taladro y se las fijaba con trozos de árboles jóvenes.
Desde que Karl había hecho las primeras preguntas acerca de Saul, ya no había bromas a la hora de acostarse para romper la monotonía y aligerar la carga de esos días de duro trabajo. James, consciente del distanciamiento entre su hermana y su cuñado, sufría las consecuencias tanto como ellos. Yacía en el jergón, esperando oír el sonido de sus cuchicheos, su risa suave y hasta el crujido de las chalas, temblando en secreto.
Desde su lugar al lado de Karl, Anna lo sentía darse vuelta mientras simulaba estar dormida. Se quedaba esperando las lágrimas, que venían todas las noches a hacerle compañía junto con los sollozos; pero las tragaba y las sofocaba hasta que la respiración de Karl se hacía profunda y pareja. Sólo entonces las lágrimas rodaban por su rostro y se le acumulaban en las orejas antes de mojar la funda, hasta que, en medio de la desesperación, se volvía y enterraba la cara en la almohada, dejando escapar los sollozos contenidos.
Al lado de ella, Karl estaba totalmente despierto, con los brazos vacíos y deseosos de rodear a la Anna de antes. Pero el tonto orgullo sueco lo mantenía apartado y agresivo.
El día en que Karl practicó la abertura para la puerta distaba mucho de ser como él se lo había imaginado. “Ése será un momento para celebrar: el día en que Anna, James y yo entremos en la casa por primera vez”, había pensado. Pero Anna estaba demacrada y cansada, con manchas color púrpura debajo de los ojos. James, silencioso y con el andar pesado, no sabía cómo actuar en medio de los dos. Karl, por su parte, se mostraba eficiente y amable.
Se abrió la arcada mirando al este, como Karl había prometido. Pero cuando entraron por primera vez, no fue entre barras de luz y sombra como antes. Las vigas del techo estaban en su lugar ahora y gran parte de los huecos habían sido rellenados. La única luz penetraba por la arcada. A Anna la cabaña le pareció sombría. Cuidadosamente, evitó acercarse al rincón donde los dos se habían besado, o al sitio donde, según le había dicho Karl, estaría la cama.
James simuló estar interesado y se puso a caminar por ese espacio encerrado, exclamando:
– ¡Guau! ¡Es tres veces más grande que la casa de adobe!
– Más de tres veces, incluyendo el desván.
– Nunca tuve antes un lugar para mí solo -dijo James.
– Ya es hora de que nos pongamos a trabajar y dejemos de soñar con desvanes. Hay mucho por hacer antes de construir la buhardilla. ¿Estás dispuesto a entrar esas piedras, muchacho?
– Sí… señor.
– ¡Bien! Engancha a Belle y a Bill, entonces. Yo saldré contigo y te mostraré dónde está la pila.
Con una sensación de fatalismo, Anna partió con los dos hombres para ayudar a James a cargar las piedras en una especie de carreta que, según explicó Karl, era el asiento y los patines del trineo que usaba para acarrear en el invierno. Karl les mostró dónde estaba el montón de piedras, al este de las plantaciones, y regresó a la cabaña; los dos hermanos quedaron luchando con la fatigosa tarea de esa mañana. Sí, eso era lo que le parecía a Anna hoy: una fatigosa tarea. Toda la hermosa motivación había desaparecido.
Cuando James iba conduciendo el trineo de regreso al claro, con Anna a su lado, los dos estaban tristes y cansados.
Anna casi se arrastró hasta el claro, luego hasta la puerta de la cabaña. Estaba más iluminada ahora, pues Karl estaba usando su hacha para hacer el agujero de la chimenea.
Presintiendo que ella estaba atrás, se volvió y la encontró observando su trabajo.
– ¿Estás construyendo la chimenea, ahora, Karl? -preguntó.
– Sí. Una casa debe tener chimenea.
“Y una novia debe ser virgen, ¿no es así, Karl?”, pensó Anna. Estaba destinada a cocinar, calentar agua, hacer jabón y hervir ropa usando sólo la chimenea por el resto de su vida. De modo que Karl, a quien Anna consideraba incapaz de ser vengativo, se estaba tomando la revancha. Deseaba gritar: “¡No hagas esto, Karl! ¡No tuve opción, y lo siento… lo siento tanto!”
Karl, con el corazón destrozado, retornó a su trabajo. Recordaba lo contento que estaba cuando había planeado la construcción de esta chimenea. Había soñado tanto con traer a Anna a ese lugar, acostarla delante del flameante fuego, en el crudo invierno, jugar con ella, apretarla contra su cuerpo, envolverse ambos en la piel de búfalo y quedarse dormidos sin preocupaciones, allí, en el piso.
Las piedras de la chimenea iban subiendo una a una, solitariamente.
Llegó el día en que Karl anunció que debían ir a ver si el lúpulo estaba maduro. Se lo dijo a James. Le hablaba muy poco a Anna, aunque cuando lo hacía, siempre se mostraba amable. Pero no era amabilidad lo que Anna quería. Quería al Karl que bromeaba, la adulaba y parloteaba tanto acerca de los desastres que ella hacía cuando cocinaba. Ahora, a pesar de que sus comidas no habían mejorado, Karl no hacía ningún comentario; simplemente comía, imperturbable; se levantaba de la mesa y se iba con su hacha o su rifle al hombro. Continuaba enseñándole a Anna las cosas que ella necesitaba saber, pero las lecciones estaban desprovistas del goce y la alegría que las habían caracterizado.
De modo que fue a James a quien Karl anunció:
– Creo que debemos ir a ver cómo está el lúpulo. Si queremos pan el próximo invierno, sería conveniente ir ahora.
– ¿Engancho a Belle y a Bill? -preguntó James, ansioso.
Durante todos esos días, trató de hacer lo imposible para que Karl sonriera pero no lo logró.
– Sí. Nos iremos apenas termines de ordeñar a Nanna.
Cuando llegó la hora de partir, Anna se dio cuenta de que no iban simplemente a traer una carga de materiales para la construcción. Los caballos miraban en dirección al camino por primera vez desde que ella y su hermano llegaron. Se acercó a la puerta y se quedó entre las sombras, para que Karl no la viera. Se preguntó adonde irían. De repente, temió que la dejaran allí sola, pues nadie le había dicho nada. Karl trajo unas canastas de mimbre y las ubicó en la carreta. Anna lo vio volverse hacia James y luego el muchacho vino trotando hasta la casa de adobe. Anna se apartó de la puerta.
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