LaVyrle Spencer - Promesas

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Emily Walcott es una jovencita voluntariosa y temperamental, así como una hija obediente y dispuesta a acatar el futuro que sus padres han decidido para ella. Su vida en Sheridan transcurre plácidamente entre la herrería de su padre y los libros de veterinaria, carrera a la que dedica toda su pasión. Charles, amigo de la infancia y futuro esposo, no parece despertar en ella más que un sentimiento de afecto fraternal.
Tom Jeffcoat, un joven emprendedor y apuesto, llega a la población con el fin de instalar una herrería, convirtiéndose así en competidor del señor Walcott. Su sola presencia provoca en Emily verdadero fastidio.
Ambos librarán una feroz batalla en la que el rechazo acabará dando lugar a una pasión desenfrenada que les arrojará a un abismo insondable. Tan insondable como sus propios sentimientos.
La sociedad victoriana de finales del siglo pasado, con sus debilidades y defectos, es el escenario que la autora elige para sus personajes, describiendo la vida de la época en un pueblo del pujante oeste norteamericano.

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Emily, pobrecilla, ¿cuánto hace que estás aquí?

La observó sin moverse, sintiendo que lo aplastaba la depresión, preguntándose cómo iba a mantenerla, cuántos caballos habría perdido, si habrían salvado a la yegua, quién más estaba en la casa, si ya habían apresado a Charles, cómo iba a devolverle el dinero a su abuela, cuánto tiempo tendría que esperar ahora para casarse.

Cerró los ojos y se entregó a la desesperación. "Tengo tanta sed… estoy tan cansado… quebrado… quemado. Charles, maldito seas… ¿por qué tenías que hacer algo así? Y tú, Tarsy. Creí que erais mis amigos."

Abrió los ojos y quiso mantenerlos secos. ¡Pero dolía, maldición, dolía pensar que se hubiesen vuelto contra él de ese modo! Sintió la garganta como si se hubiese tragado un pedazo de su propio edificio incendiado. Mientras intentaba tragarlo, Emily suspiró en sueños, giró la cabeza y abrió los ojos. Vio cómo asomaba a su rostro la conciencia en rápida sucesión de emociones: miedo, alivio, compasión, tras lo cual se arrodillaba junto a la cama, le aferraba la mano y se la llevaba a los labios.

– Te amo -dijo de inmediato, dirigiéndole una mirada rebosante-. Y lamento haber creído a Tarsy.

En un gesto de perdón, le acarició los nudillos con el pulgar. Las miradas de ambos se encontraron y los pensamientos de Tom se tiñeron de emociones demasiado profundas para expresarlas con palabras. Giró un poco, la atrajo hacia él tomándola por la parte posterior de esa cabeza despeinada y apoyó la cara en ella. La retuvo así, aspirando el olor a humo de su pelo, sintiendo que se le acumulaban lágrimas en la garganta y fue separando los asuntos sin importancia de los que tenían peso real. La vida. La felicidad. El amor. Esos eran los que en realidad importaban. Mientras llegaba a esa conclusión, Emily habló con voz ahogada por las mantas:

– Tenía mucho miedo de que no te despertaras y no pudiese decírtelo. Pensé que tal vez morirías. -Estrechó la mano contra el hueco de su pecho con tal fuerza que le clavó las uñas-. Oh, Tom, estaba muy asustada.

– Estoy bien -logró decir, en un susurro ronco-. Y lo de Tarsy no tiene importancia.

– Sí importa. Debí confiar en ti. Tendría que haberte creído.

– Shhh.

– Pero…

– Olvidémonos de Tarsy.

– Te amo. -Alzó el rostro, con los ojos desbordantes de lágrimas-. Te amo -repitió, como temerosa de que no le creyese.

– Yo también te amo, Emily. -Le tocó la cara sucia con los nudillos lastimados y compuso una sonrisa débil-. ¿Podrías conseguirme un poco de agua? Siento la garganta como debe verse mi cobertizo.

– Oh, Tom, discúlpame… -Se levantó de un salto, corrió a la cocina y volvió con un vaso grande lleno de agua de maravilloso aspecto-. Toma.

Se incorporó con esfuerzo, mientras Emily hacía inútiles intentos por ayudarlo y, apoyado en una mano, bebió todo el vaso bajo la mirada de la muchacha.

– Otro, por favor.

Bebió otro del mismo modo y se recostó sobre las almohadas, que Emily le colocó tras la espalda.

– ¿Cómo te sientes? ¿Te duele cuando respiras?

En vez de contestar, le hizo otra pregunta:

– ¿Sacaron a la yegua?

La expresión pesarosa de Emily le respondió antes que las palabras.

– Lo siento, Tom.

– ¿Cuántos perdí?

– Sólo dos: Patty y Liza.

– Liza también -repitió, pensando que era una de los dos animales que había traído consigo desde Rock Springs, su primera yunta-. ¿Queda algo?

– No -respondió, casi en un susurro-, se quemó hasta los cimientos.

Tom cerró los ojos, dejó caer la cabeza atrás y tragó saliva.

Viéndolo luchar contra la desesperación, repentinamente, para Emily el cuarto soleado se tornó lúgubre y le tocó a ella desear que no se le cayeran las lágrimas mientras buscaba palabras de consuelo. Pero no existían y se limitó a quedarse allí, tomándolo de la mano.

– ¿Y qué hay de Charles? -preguntó, aún con los ojos cerrados.

– Charles está en mi casa. Tiene quemado el dorso de las manos, pero nada más.

Tom se quedó inmóvil, sin dar el menor indicio de su reacción, pero Emily sabía lo que estaba pensando.

– Charles no prendió fuego a tu cobertizo, Tom.

Tom levantó la cabeza y fijó en ella una expresión condenatoria.

– Ah, ¿no?

– No.

– Entonces, ¿quién fue?

– No lo sé. Tal vez fuese un rayo.

– ¿En febrero?

Por supuesto, tenía razón y los dos lo sabían. Odiaba sugerirlo, pero dijo:

– ¿No podría haber sido Tarsy?

– No, yo estaba de pie en uno de los escalones del porche de su casa intercambiando insultos con ella cuando oímos las campanadas de incendio.

– ¿Quién puede asegurar, pues, que alguien lo haya empezado? ¿No pudo ser accidental?

Pero él era cuidadoso, apagaba las lámparas antes de cerrar. Y, contra la creencia popular, una fragua era una de las construcciones anti incendio más seguras, porque si no estuviese hecha y aislada con sumo cuidado, resultaría una amenaza permanente.

Tom exhaló un hondo suspiro:

– Dios, no lo sé.

Echó la cabeza atrás y Emily se sintió inútil, compadecida por él. Tenía un aspecto derrotado, fatigado y afligido.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó, pensando que era un ofrecimiento mezquino, pero el único que podía hacerle.

– No.

– Tienes los labios resecos. ¿Quieres que te ponga un poco de vaselina?

Tom levantó la cabeza, la observó largo rato en silencio y respondió en tono suave:

– Sí.

Sacó un frasco ancho y bajo de ungüento, y se sentó en el borde de la cama para aplicárselo. El contacto sobre la boca sanaba mucho más que los labios cuarteados. Empezó a aliviar el dolor infinito de su corazón.

– Te has quedado toda la noche.

Lo dijo en voz queda.

– Sí.

Tapó el frasco y fijó la vista en el regazo.

– Vendrá tu padre y me arrancará el resto del pellejo -especuló.

– No. Mi padre y yo llegamos a un acuerdo.

– ¿Acerca de qué?

Dejó el frasco y dijo, mirando hacia la pared soleada:

– Le dije que pensaba quedarme aquí a cuidarte hasta que estuvieses en condiciones de levantarte otra vez. -Miró sobre el hombro y se encontró con su mirada directa-. También le dije que, cuando eso ocurriese, pensaba convertirme en tu esposa.

Tom se quedó imperturbable, contemplándola largo rato, hasta que Emily vio cómo lo ganaba de nuevo la desesperanza. Lanzó un suspiro y resopló, como reservándose el pesimismo para sí.

– ¿Qué sucede? -preguntó Emily.

– Todo.

– ¿Qué?

– Escúchame, Emily. -Le tomó la mano y le frotó los nudillos con el pulgar-. Tengo dos costillas fracturadas. ¿Quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que pueda trabajar otra vez? Mi establo ha ardido hasta los cimientos y no tengo dinero para pagar, siquiera, lo que quedó reducido a cenizas y mucho menos para reconstruir. Acabas de decirme que perdí los coches ¿y quieres casarte conmigo?

– Sanarás y reconstruiremos todo -afirmó, terca, levantándose de la cama y colocando la mecedora en un rincón del cuarto.

Se sentó, con gesto decidido.

– ¿Con qué? -dijo Tom, a la espalda de Emily-. No tengo seguro contra incendios, ni heno, nada.

– ¿Nada? -Se dio la vuelta y lo atacó con las armas del sentido común-: Por supuesto que tienes algo. Tienes esta casa y un gran solar con una ubicación inmejorable en un pueblo que crece todos los años, un yunque que perteneció a tu bisabuelo, ocho caballos sanos en el corral de mi padre. -Obstinada, juntó las manos sobre el estómago-. Y me tienes a mí: la mejor veterinaria y moza de establo del condado de Johnson. ¿Cómo puedes decir que no tienes nada?

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