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LaVyrle Spencer: Promesas

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LaVyrle Spencer Promesas

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Emily Walcott es una jovencita voluntariosa y temperamental, así como una hija obediente y dispuesta a acatar el futuro que sus padres han decidido para ella. Su vida en Sheridan transcurre plácidamente entre la herrería de su padre y los libros de veterinaria, carrera a la que dedica toda su pasión. Charles, amigo de la infancia y futuro esposo, no parece despertar en ella más que un sentimiento de afecto fraternal. Tom Jeffcoat, un joven emprendedor y apuesto, llega a la población con el fin de instalar una herrería, convirtiéndose así en competidor del señor Walcott. Su sola presencia provoca en Emily verdadero fastidio. Ambos librarán una feroz batalla en la que el rechazo acabará dando lugar a una pasión desenfrenada que les arrojará a un abismo insondable. Tan insondable como sus propios sentimientos. La sociedad victoriana de finales del siglo pasado, con sus debilidades y defectos, es el escenario que la autora elige para sus personajes, describiendo la vida de la época en un pueblo del pujante oeste norteamericano.

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Al mediodía, la transformación estaba en pleno curso, y cuando rompieron a sonar las campanas de la Iglesia Episcopal de Sheridan, convocaron a una congregación que empezaba a dejar de lado el ánimo de invierno.

Llegaron en coches abiertos, aspirando profundamente el aire tibio, con las caras elevadas hacia el sol. Llegaron sonriendo felices, ataviados con ropa ligera y holgazaneando al aire libre para bañarse en ese día milagroso todo el tiempo posible.

Allí estaban todos, disfrutando del viento primaveral y el sol, cuando apareció el landó Studebaker más elegante de Edwin Walcott, abandonando, sin excusas, el luto Victoriano en honor de la gloriosa ocasión. El landó mismo resplandecía de pintura amarilla con bordes negros y Edwin eligió su caballo negro más negro, Jet, para hacer los honores nupciales. Sobre los brillantes flancos de Jet, los arneses estaban sembrados de escarapelas de cintas blancas con colas colgando que ondulaban, graciosas, mientras el caballo, reanimado también por la primavera inminente, caracoleaba brioso. En la crin tenía más cinta trenzada, y en cada una de las anteojeras y entre las orejas, asomaban rosetas de papel crepé. Las guarniciones del coche parecían postes adornados para las fiestas, entrelazados con cintas, rosetas y varillas de sauce. El landó mismo parecía un moño. Escarapelas, cintas y más varillas de sauce circundaban los asientos, cubiertos con redes de banderitas de color verde claro, sujetas a la capota, que iba bajada.

En el asiento de adelante, Fannie Cooper, vestida de marfil, llevaba un enorme sombrero con redecilla y, junto a ella, Edwin Walcott se erguía orgulloso, sacando el pecho, resplandeciente, con sombrero de copa de castor, chaqué de color canela y sujetaba un látigo de coche de paseo adornado con otra roseta de papel con cintas.

Tras ellos iban Emily Walcott, con el elegante vestido de bodas gris plateado de su madre, un ramillete de florecillas en el pelo y, a su lado, Thomas Jeffcoat, deslumbrante con su atuendo gris paloma: sombrero de copa, guantes, levita de doble abotonadura y pantalones a rayas. Acuclillado entre las rodillas de ellos, luciendo un traje marrón nuevo y su primer cuello de puntas vueltas, corbata a la inglesa, radiante de alegría, Frankie se puso de pie mucho antes de que su padre tirase de las riendas y vociferó a todo pulmón:

– ¡Eh, Earl, mira esto! ¡Qué te parece!

Cuando Edwin frenó a Jet frente a la Iglesia Episcopal, los invitados estaban riendo. Frankie se encaramó a las piernas de Tom y bajó de un salto para mostrarle a Earl el nuevo traje e instarlo a admirar el decorado landó. Edwin metió el látigo en su soporte, saltó del vehículo como si tuviese veinte años, incapaz de atenuar la sonrisa mientras ayudaba a Fannie a apearse. Tom bajó con menos agilidad, pues bajo las elegantes prendas de boda ocultaba el vendaje de yeso, pero cuando levantó la mano para ayudar a su futura esposa, la ansiedad de su expresión era inconfundible. Tomó la mano desnuda de Emily con la suya, enguantada de gris, y la oprimió con mucha más fuerza de la necesaria, transmitiéndole un mensaje de regocijo.

– Están sonriendo -murmuró, de espaldas a la iglesia.

– Ya lo veo -respondió con disimulo mientras bajaba-. ¿No es maravilloso?

En efecto, sonreían: todos los presentes, contagiados por la felicidad inocultable que resplandecía en los rostros de los contrayentes que bajaban del carruaje, sin una sola prenda de luto a la vista.

Emily y Tom dieron la cara a la muchedumbre y vieron cómo Edwin, que aferraba con gesto posesivo el codo de la mujer, y Fannie avanzaban delante sobre las planchas de madera que hizo colocar el reverendo Vasseler para cruzar la zanja desbordante. Tom también sujetó a Emily del codo y siguieron a la pareja mayor, que recibía felicitaciones de izquierda y derecha, antes aún de que se pronunciaran los votos.

El reverendo Vasseler los esperaba en la escalinata de la iglesia, Biblia en mano, sonriendo a los recién llegados; cuando se detuvieron en el peldaño inferior, estrechó la mano de cada uno.

– Buenos días Edwin, Fannie, Thomas, Emily… y señorito Frank.

– Es un hermoso día, ¿verdad? -dijo Edwin, en nombre de todos ellos.

– Sí, lo es. -El sacerdote escudriñó el cielo sin nubes, y el viento le levantó el cabello que comenzaba a escasear y luego se lo aplastó de nuevo-. Se podría pensar que el Señor envía un mensaje, ¿no?

Tras el benévolo comentario del religioso, entraron en la iglesia en procesión, Vasseler a la cabeza, seguido por las dos resplandecientes parejas, Frankie, y después, toda la multitud.

Sonó el órgano y sopló el viento por las ventanas abiertas. La iglesia estaba decorada con más varillas de sauce y había escarapelas blancas en cada banco. Frankie se sentó adelante entre Earl y los padres de este, y cuando acabó el barullo de las personas acomodándose, el reverendo Vasseler levantó la barbilla y alzó la voz, clara y fuerte.

– Mis bienamados… hoy estamos aquí reunidos, a la vista de Dios, para unir a este hombre y a esta mujer… -Hizo una pausa y posó la mirada sobre una pareja y sobre la otra-…y a este hombre y a esta mujer… en sagrado matrimonio.

Las sonrisas brotaron por todos lados, hasta en el hombre que oficiaba.

Pero desaparecieron cuando se pronunciaron los votos, pues cuando Edwin tomó las manos de Fannie y la miró a los ojos, el amor que irradiaba entre los dos brilló con tanta claridad como la plata que les veteaba el cabello.

– Yo, Edwin, te tomo a ti, Fannie…

– Yo, Fannie, te tomo a ti, Edwin…

La pareja mayor emitía una luz especial que hacía brillar lágrimas en los ojos de muchos de los presentes y los mantuvo embelesados mientras Edwin, tras las últimas palabras, ponía la mano derecha de Fannie sobre su propio corazón y la cubría con la suya, para que todos lo vieran.

Después, Tom y Emily se pusieron cara a cara y los corazones volaron otra vez hacia ellos cuando unieron las manos e intercambiaron promesas con los ojos, antes aún de hacerlo con los labios. Ante Dios y ante los hombres, sólo conscientes el uno del otro, emanaba de ellos una serenidad superior a la de sus años cuando pronunciaron los votos en voces que se oyeron hasta en el último banco.

– Yo, Thomas, te tomo a ti, Emily…

– Yo, Emily, te tomo a ti, Thomas…

Pronunciadas las últimas palabras y las bendiciones, el reverendo Vasseler abrió los brazos como impartiendo una bendición personal y dijo:

– Ahora, pueden besar a las novias.

Cuando los contrayentes se dieron sus primeros besos de casados, las mujeres presentes sacaron pañuelos de las mangas, y los hombres se pusieron rígidos y miraron hacia adelante, para disimular que ellos también tenían un brillo húmedo en los ojos. Y cuando los recién casados, tras los primeros besos, se separaron e intercambiaron compañeros, las emociones se hicieron más intensas todavía. Edwin besó a su hija y Tom a su flamante suegra, a continuación de lo cual las dos mujeres se dieron un sentido abrazo y los dos hombres un sincero apretón de manos. El órgano arrancó con la música final del servicio y cuatro caras sonrientes se volvieron hacia las puertas abiertas, deteniéndose un momento todos del brazo, como para decirle al mundo que, entre ellos, el amor, el honor y el respeto se manifestaba de cuatro modos.

Tomados del brazo, Emily y Tom encabezaron la marcha hacia la salida, seguidos por Edwin y Fannie que, al pasar por el primer banco, recogieron a un Frankie sonriente y salieron de la iglesia tomados de la mano.

Afuera, llovió el arroz y las novias corrieron por la tambaleante pasarela de madera, abordaron el landó cubierto de cintas y apartaron las faldas para que dos esposos felices subieran tras ellas. Frankie se agachó en el asiento de adelante y pidió las riendas, resplandeciente como una luna llena cuando Edwin accedió y le entregó el látigo con cintas colgando del mango.

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