LaVyrle Spencer - Promesas

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Emily Walcott es una jovencita voluntariosa y temperamental, así como una hija obediente y dispuesta a acatar el futuro que sus padres han decidido para ella. Su vida en Sheridan transcurre plácidamente entre la herrería de su padre y los libros de veterinaria, carrera a la que dedica toda su pasión. Charles, amigo de la infancia y futuro esposo, no parece despertar en ella más que un sentimiento de afecto fraternal.
Tom Jeffcoat, un joven emprendedor y apuesto, llega a la población con el fin de instalar una herrería, convirtiéndose así en competidor del señor Walcott. Su sola presencia provoca en Emily verdadero fastidio.
Ambos librarán una feroz batalla en la que el rechazo acabará dando lugar a una pasión desenfrenada que les arrojará a un abismo insondable. Tan insondable como sus propios sentimientos.
La sociedad victoriana de finales del siglo pasado, con sus debilidades y defectos, es el escenario que la autora elige para sus personajes, describiendo la vida de la época en un pueblo del pujante oeste norteamericano.

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Lavó las manos callosas, laxas, de dedos largos, que la conocerían de todas las maneras, que le rozarían la piel a impulsos de la pasión y le frotarían la espalda cuando estuviese fatigada, algún día cargarían a sus hijos y que, con el yunque de los antepasados y los ocho caballos que le quedaban, los proveería en los años futuros.

Le lavó los brazos y el pecho… pecho ancho, brazos vigorosos, sobre el borde del sucio yeso, y detuvo la mano sobre el corazón que latía lento y regular, y lo besó ahí por primera vez.

Le lavó las largas piernas, los pies, que lo llevarían por un corredor hacia ella, a trasponer un umbral, y al interior de ese mismo dormitorio, un día cercano, el venturoso día de la boda.

Lo lograrán, oh, lo lograrán.

Cuando estuvo limpio, lo tapó hasta el cuello, luego arrastró la enorme mecedora de la cocina hasta el cuarto, se dejó caer pesadamente en ella y se desplomó hacia adelante, a la altura de la cadera de Tom.

Así la encontró Edwin cuando volvió con ropa limpia: exhausta, demacrada y sucia, y no tuvo ánimo para despertarla. Le dejó la ropa cerca y salió de puntillas de la casa, con el corazón pesado, rezando por que Tom saliera de su inconsciencia.

Más tarde, Emily se despertó al notar que Tom se removía. Se levantó de un salto y se inclinó sobre él, mirando los ojos desenfocados:

– Te vas a poner bien, Tom -murmuró, tomándole la mano.

– ¿Emily? -pronunció con dificultad.

Movió los talones sobre las sábanas y buscó la fuente de la que provenía la voz.

– Sí, Tom, estoy aquí.

Los ojos inyectados en sangre la miraron. Dejó el dedo índice de la mano izquierda enganchado en el borde del yeso, como si tratara de convencer al resto de la mano de que se levantase. Sólo logró pronunciar dos palabras, en el mismo susurro ronco:

– Ella mintió.

– Tom -dijo Emily, ansiosa, acercándose más aún-. ¿Tom?

Pero ya se había deslizado otra vez en la inconsciencia, sin darle oportunidad de pedirle perdón ni tranquilizarlo. Desilusionada y preocupada, se encaramó en la silla, sujetándole la mano inerte. Había pasado por el infierno. Luchó contra un incendio que creía provocado por su mejor amigo. Había perdido el cobertizo, parte del ganado y su medio de vida. Sufrió un shock y el daño físico suficiente para quedar desmayado. Y pese a todo, su principal preocupación fue la posibilidad de perderla a ella a causa de las mentiras de Tarsy.

Sin querer, Emily comenzó a llorar de nuevo y las lágrimas le ardieron como si le arrojaran queroseno en los ojos maltratados.

Lamento haberle creído, Tom. Debí saber que Tarsy emplearía cualquier medio que tuviese a su alcance para lograr una satisfacción… fuese honesto o no. Por favor, cúrate, así podremos casarnos y dejar atrás todo este conflicto.

En la casa de Edwin Walcott, el herido fue metido en cama, el más pequeño dormía y reinaba una bienaventurada quietud. Vestido con un camisón, Edwin salió del dormitorio, cruzó el pasillo y golpeó con suavidad la puerta del dormitorio de la hija.

– Pasa -respondió Fannie en voz queda.

Edwin abrió la puerta y se quedó quieto en el marco. Fannie estaba sentada a la mesa del tocador y lo miraba sobre el hombro. Llevaba una bata azul claro, salpicada de violetas, atada en la cintura. El cabello húmedo le caía por la espalda y en la mano suspendida en el aire tenía un peine de carey.

– Entra, Edwin -repitió, girando para mirarlo y dejando caer la mano sobre el regazo.

– He venido a darte las buenas noches y a agradecerte que hayas mantenido caliente el agua del baño. Ha sido maravilloso.

– Sí, ¿no es cierto? Pero no hace falta que me lo agradezcas.

Sonrió con serenidad, demorando la mirada en el pelo húmedo, todavía surcado por las huellas del peine, la frente luminosa y la barba cepillada que seguía resultándole tan atractiva que la sorprendía cada vez que la veía. Era el marco perfecto para los labios, pues realzaba el color y la suavidad en contraste con esa barba negra e hirsuta. También armonizaba con esos queridos ojos oscuros.

– Debes de estar muy cansado.

– Sí. -Sonrió con ternura-. ¿Y tú?

– No. Estaba pensando.

– ¿En qué?

– En los chicos: Tom y Emily. Le diste a Emily permiso para quedarse allí, ¿no?

Por discreción, Edwin dejó la puerta abierta y entró. Mientras hablaba, tocaba los objetos que veía: un cuadro colgado, el respaldo de una silla, el pomo de la cómoda.

– Me pareció ridículo no dárselo. De todos modos se habría quedado.

– Está muy enamorada de él, Edwin.

– Sí, lo sé. Dice que se casará en cuanto él pueda tenerse en pie.

– ¿También le diste tu consentimiento para eso?

– No me lo pidió. Ya es una mujer. Supongo que ya es hora de que la trate como tal.

– Sí, por supuesto que tienes razón. Y después de lo que han tenido que pasar, ¿quién en Sheridan osaría señalarlos con el dedo?

Edwin dejó de lado las distracciones y contempló a Fannie desde cierta distancia, esperando que lo mismo pasara con respecto a ellos dos. A la luz de la lámpara, el cabello húmedo resplandecía como cobre líquido. Le pareció que podía olerlo desde el otro extremo de la habitación, como también el perfume del jabón de lilas con que se había bañado. El escote de la bata mostraba una estrecha franja de cuello desnudo y cuando la mujer echó atrás un mechón, la manga se subió, descubriendo un brazo esbelto y blanco, salpicado de pecas. Era adorable, tibia, y todo lo que siempre había deseado. Pero aunque contuvo el ansia de acercarse, no pudo resistirse a seguir conversando, a quedarse… sólo un poco más.

– También estabas pensando en nosotros dos, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Qué piensas acerca de nosotros?

Lo pensó un momento, bajando la vista mientras dejaba el peine en el tocador que estaba detrás de ella, alzaba la vista hacia él y metía las manos entre las rodillas.

– Pensé qué haría si te perdía.

– Pero no me perdiste. Todavía estoy bien vivo e ileso.

– Sí -respondió, en el más dulce de los tonos, dejando flotar la palabra antes de añadir-. Ya veo.

Contempló sin vacilar a ese hombre que amaba: limpio, brillante, masculino y bastante poco decente con esa camisa de dormir y descalzo. Si había ido a tentarla, tenía éxito con muy poco esfuerzo. Ya no podría rechazarlo más de lo que hubiese podido impedir el incendio.

– ¿Siempre duermes así?

– No. No siempre. -La prenda de rayas le llegaba a mitad de la pantorrilla-. Pero mi ropa interior se ensució y se mojó. La dejé en la bañera, abajo.

– No recuerdo haberla lavado nunca hasta ahora.

Recorrió con la mirada hasta los pies desnudos y luego otra vez hacia arriba. Aun desde lejos, le pareció ver que las mejillas se ruborizaban sobre el borde oscuro e hirsuto de la barba.

Cuando volvió a hablar, en la voz serena no había rastros de coquetería, sólo la certeza de que lo iba a sugerir estaba bien y era merecido.

– ¿Por qué no cierras la puerta, Edwin?

Vio cómo ocultaba con cuidado la sorpresa. Las miradas se tocaron y el mundo se vació de toda criatura, excepto ellos dos. Cerró la puerta sin prisa, sin ruido… y se dio la vuelta, alzando sus ojos hacia ella mientras atravesaba la habitación. Fannie lo siguió con la mirada, elevando el rostro cuando Edwin se acercó y se detuvo ante ella. Por unos momentos se quedó quieto, hundiendo su mirada en la de ella. Por fin, extendió la mano para apartarle de la cara el cabello húmedo, que levantó en un ángulo agudo.

– Entonces, ¿será esta noche? -preguntó con sencillez.

– Sí, querido, esta noche.

Se inclinó y besó la boca amada, con un beso fugaz; del mismo modo, el párpado izquierdo, el derecho, cada mejilla. El corazón de Edwin repetía una cadencia que conocía desde hacía años, cuando los dos eran jóvenes e impacientes, pero contuvieron sus ansias como se les enseñaba a hacer a todos los niños bien educados. Tantos años atrás. Tantos errores atrás. Se irguió y preguntó con suavidad:

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