Danielle Steel - Un Puerto Seguro

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La tragedia que ha marcado las vidas de Pip MacKenzie, una niña de 11 años, y su madre, Ophelie, las mantiene hundidas en la tristeza. Sin embargo, un día de verano, en una playa cerca de San Francisco, Pip se hace amiga de Matt, un pintor que instala allí su caballete cada día.
Matt será la primera persona que llevará luz y color a la vida de la niña después de la muerte de su padre, pero él también aprenderá a vivir de nuevo y a superar la amargura causada por su divorcio.

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– ¿Has dormido bien? -preguntó Pip educadamente mientras se servía un vaso de zumo de naranja y deslizaba una rebanada de pan en la tostadora. No preparó ninguna para su madre porque sabía que no se la comería. Pip casi nunca la veía comer, y menos en el desayuno.

Ophélie no se molestó en contestar; ambas sabían que carecía de sentido.

– Siento haberme quedado dormida anoche. Tenía intención de levantarme… ¿Cenaste?

Parecía preocupada. Sabía que apenas se ocupaba de su hija, pero se sentía incapaz de cambiar la situación, demasiado paralizada para hacer algo por ella salvo sentirse culpable. Pip asintió. No le importaba prepararse la comida. Era algo que le tocaba hacer a menudo, de hecho casi siempre. Comer sola delante del televisor era mejor que estar sentada a la mesa con su madre y en silencio. Hacía meses que no les quedaba nada que decirse. En invierno había resultado más fácil, cuando tenía deberes que le proporcionaban la excusa perfecta para levantarse de la mesa en cuanto acababa.

La tostada salió despedida con un fuerte chasquido. Pip la cogió, la untó de mantequilla y se la comió sin molestarse en ponerla sobre un plato. No necesitaba plato y sabía que Mousse se encargaría de las migas que pudieran caer al suelo. Era una auténtica aspiradora canina. Al cabo de unos instantes, Pip salió a la terraza y se acomodó en una tumbona al sol. Ophélie la siguió al poco.

– Andrea dijo que vendría hoy con el bebé -comentó Pip.

Parecía encantada ante la perspectiva, pues adoraba al pequeño. William, el hijo de Andrea, tenía tres meses y constituía el símbolo de la independencia y el valor de su madre. A los cuarenta y cuatro años había decidido que no tenía demasiadas probabilidades de encontrar a su príncipe azul y casarse, de modo que concibió al bebé por inseminación artificial y con ayuda del semen de un donante, y en abril dio a luz a un rechoncho y vivaracho bebé de cabello oscuro, risueños ojos azules y una risa deliciosa. Ophélie era la madrina, al igual que Andrea era la madrina de Pip.

Las dos mujeres eran amigas desde que Ophélie se trasladara a California dieciocho años antes con su esposo. Antes habían vivido dos años en Cambridge, Massachusetts, donde Ted daba clases de física en Harvard. Nadie había albergado jamás ninguna duda de que Ted era un genio, un hombre brillante, callado, tímido, casi taciturno en ocasiones, pero también atable y al principio cariñoso. El tiempo y los avalares de la vida habían acabado por endurecerlo y convertirlo en una persona amargada. Hubo años muy duros cuando nada le salía como deseaba y apenas ingresaban dinero. De repente, en los últimos cinco años, la suerte le había sonreído. Dos de sus inventos le granjearon una auténtica fortuna, y la vida se había tornado mucho más fácil. Pero Ted ya no era un hombre de corazón ni espíritu abiertos.

Quería a Ophélie y a su familia, ellos lo sabían, o al menos afirmaban saberlo, pero ya no lo demostraba. Se había perdido en su incesante lucha por inventar nuevos diseños, artilugios y soluciones a diversos problemas. Por fin consiguió ganar millones vendiendo las licencias de sus patentes en el campo de la tecnología energética. No solo se había hecho famoso en el mundo entero, sino que además se había convertido en una persona altamente respetada, venerada incluso. Había acabado por encontrar la gallina de los huevos de oro, pero ya no sabía disfrutar. Su vida entera se centraba en el trabajo, mientras que su mujer y sus hijos quedaron relegados al olvido. Poseía todos los sellos distintivos del genio. Pese a todo, Ophélie jamás dudó de que lo amaba. Pese a todas sus dificultades y manías, no había otro hombre como él, y siempre había existido un vínculo muy poderoso entre ellos. Y tal como Ophélie había comentado un día a Andrea con infinita paciencia, «apuesto algo a que la señora Beethoven lo pasaba igual de mal que yo». Su mal genio y sus prontos formaban parte de su naturaleza. Ophélie jamás le había reprochado sus manías ni su carácter solitario, pero a menudo echaba de menos aquellos primeros años de afecto y cariño entre ambos. Y en cierto sentido, los dos sabían que Chad lo había cambiado todo. Los problemas del hijo habían cambiado al padre de forma irreversible. Y al apartarse del niño, también se apartó de la madre, como si le achacara la culpa a ella. Su hijo había sido difícil desde pequeño, y después de una agonía interminable, de un largo y tortuoso camino, a los catorce años le diagnosticaron un trastorno bipolar. Pero por entonces, para preservar su propia cordura, su tranquilidad de espíritu, Ted ya se había alejado de él por completo, y el muchacho se convirtió en problema exclusivo de su madre. Ted había buscado y encontrado refugio en la negación.

– ¿A qué hora vendrá Andrea? -preguntó Pip al terminarse la tostada.

– En cuanto se organice con el bebé, en algún momento de la mañana.

Ophélie se alegraba de que su amiga fuera a visitarlas. El pequeño constituía una distracción agradable, sobre todo para Pip, que lo quería con locura. Y pese a su edad e inexperiencia, Andrea era una madre bastante relajada, y nunca le importaba que Pip lo paseara por todas partes, lo cogiera en brazos, lo besara o le hiciera cosquillas en los dedos de los pies mientras su madre le daba de comer. El bebé también adoraba a Pip. Su carácter alegre era un rayo de sol en sus vidas que incluso daba calor a Ophélie cuando lo veía.

Para sorpresa de todo el mundo, Andrea se había tomado un año sabático de su concurrido bufete de abogados para cuidar del bebé. Le encantaba estar con él. Afirmaba que tener a William era lo mejor que había hecho en su vida y que no se arrepentía nunca de su decisión. Todos le habían advertido que tener un hijo le impediría encontrar pareja, pero a ella no parecía importarle en lo más mínimo. Era completamente feliz con su hijo desde el primer día. Ophélie había asistido al parto, durante el que ambas habían llorado de emoción. Había sido un parto rápido y fácil, el primero al que Ophélie asistía aparte de los propios. El médico le había entregado el bebé a ella para que se lo diera a Andrea a los pocos minutos de nacer, y las dos mujeres se sintieron unidas para siempre tras compartir el nacimiento de William. Había sido un acontecimiento extraordinario, profundamente conmovedor, un recuerdo que ambas guardaban como un tesoro, un momento decisivo en su amistad.

Madre e hija permanecieron un rato sentadas al sol sin sentir la obligación de hablarse. Al rato, Ophélie entró en casa para contestar al teléfono. Era Andrea, que llamaba para anunciar que ya había terminado de amamantar al bebé y que se dirigía a la playa. Ophélie fue a ducharse, Pip fue a ponerse el bañador y dijo a su madre que bajaba a la playa con Mousse . Seguía allí, chapoteando en la orilla, cuando Andrea llegó al cabo de tres cuartos de hora. Como siempre, irrumpió en la casa como un vendaval. Pocos minutos después de su llegada, el salón estaba abarrotado de bolsas de pañales, mantas, juguetes e incluso un columpio. Ophélie salió a la duna para llamar a Pip. La niña y el perro subieron enseguida, y al poco Pip jugaba con el pequeño mientras Mousse ladraba emocionado. Era una visita típica de Andrea. Al cabo de dos horas, amamantó de nuevo a William y por fin las cosas se calmaron un poco. Por entonces, Pip ya había dado cuenta de un bocadillo y regresado a la playa. Andrea estaba sentada cómodamente en el sofá, tomando un zumo de naranja, y Ophélie le sonreía.

– Es tan precioso… Eres muy afortunada al tenerlo -afirmó Ophélie con un suspiro de envidia.

La presencia del bebé proporcionaba paz y alegría, señalaba un comienzo, no un final, esperanza en lugar de decepción, pérdida y dolor. De la noche a la mañana, la vida de Andrea se había convertido en la antítesis de la suya. Ophélie se pasaba casi todo el tiempo convencida de que su vida había acabado.

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