Danielle Steel - Un Puerto Seguro

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La tragedia que ha marcado las vidas de Pip MacKenzie, una niña de 11 años, y su madre, Ophelie, las mantiene hundidas en la tristeza. Sin embargo, un día de verano, en una playa cerca de San Francisco, Pip se hace amiga de Matt, un pintor que instala allí su caballete cada día.
Matt será la primera persona que llevará luz y color a la vida de la niña después de la muerte de su padre, pero él también aprenderá a vivir de nuevo y a superar la amargura causada por su divorcio.

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– Me las imagino. ¿Te gustaría probar? -propuso al tiempo que le alargaba un cuaderno pequeño y un lápiz, consciente de que la niña no se iría.

La pequeña vaciló un instante, pero por fin se levantó de la arena, se acercó a él y cogió ambas cosas.

– ¿Puedo dibujar a mi perro? -preguntó con una expresión muy seria en su delicada carita, halagada por el hecho de que el pintor le hubiera ofrecido el cuaderno.

– Por supuesto; puedes dibujar lo que quieras.

No se presentaron, sino que se limitaron a permanecer sentados uno junto al otro durante un rato, cada uno trabajando en su obra. La niña dibujaba con gran concentración.

– ¿Cómo se llama tu perro?

Mousse - repuso ella sin apartar la vista de su dibujo.

– Pues no tiene aspecto de alce, [1]pero es un buen nombre -declaró el artista antes de proceder a corregir un detalle en su cuadro con el ceño fruncido.

– Es un postre francés de chocolate.

– Eso está mejor -murmuró el artista, de nuevo satisfecho.

Estaba a punto de dejarlo por aquel día. Eran más de las cuatro, y llevaba en la playa desde la hora de comer.

– ¿Hablas francés? -preguntó, más por preguntar algo que por interés, y se sorprendió al ver que la niña asentía.

Hacía años que no hablaba con un niño de su edad, y no sabía qué decirle. Pero la pequeña se había mostrado muy tenaz en su silenciosa presencia. Además, el artista reparó en que, aparte del cabello rojo, se parecía un poco a su hija. Vanessa llevaba la melena rubia y lisa muy larga a su edad, pero se advertía cierta semejanza en la actitud y la pose. Con los ojos entornados casi le parecía ver a su propia hija.

– Mi madre es francesa -añadió la niña mientras contemplaba su obra.

Había topado con el problema que siempre se le presentaba cuando dibujaba a Mousse, las patas traseras.

– Echemos un vistazo -propuso el hombre mientras alargaba la mano hacia el cuaderno, consciente de su consternación.

– La parte de atrás nunca me sale -se quejó la pequeña al tiempo que se lo daba.

Eran como un maestro y su alumna, y el dibujo creó un vínculo instantáneo entre ellos. La niña parecía hallarse muy a gusto con él.

– Te enseñaré… ¿Puedo?

Le pedía permiso antes de intervenir en su trabajo, y la niña asintió. Con unos trazos cuidadosos de pincel, el artista corrigió el problema. A decir verdad, el dibujo era un retrato bastante fiel del perro, aun antes de la mejora.

– Está muy bien -alabó, devolviéndole la hoja antes de guardar el cuaderno y el lápiz.

– Gracias por arreglarlo. Esa parte nunca me sale.

– La próxima vez te saldrá -aseguró él mientras empezaba a guardar las pinturas.

Empezaba a refrescar, pero ninguno de los dos parecía darse cuenta.

– ¿Se va a casa?

Parecía decepcionada, y al contemplar aquellos ojos color coñac se le ocurrió que estaba muy sola, lo cual le conmovió. Algo en ella lo atormentaba.

– Se está haciendo tarde.

Y la niebla se tornaba cada vez más espesa.

– ¿Vives aquí o estás de visita?

Ninguno de los dos sabía el nombre del otro, pero no parecía tener importancia.

– He venido a pasar el verano.

Pronunció aquellas palabras sin emoción alguna, y era evidente que casi nunca sonreía. Aquella niña lo intrigaba; se había colado en su tarde solitaria, y ahora parecía haberse forjado un lazo extraño e inefable entre ellos.

– ¿En la urbanización? -le preguntó, suponiendo que procedía de la parte norte de la playa.

La niña asintió.

– ¿Vive usted aquí? -inquirió ella a su vez.

El pintor señaló con la cabeza una de las casitas que se alzaban a sus espaldas.

– ¿Es usted artista?

– Supongo que sí, como tú -repuso él con una sonrisa, mirando el retrato de Mousse que la niña aferraba con fuerza.

Ninguno de los dos parecía tener ganas de marcharse, pero sabían que no les quedaba otro remedio. La niña debía regresar a casa antes de que llegara su madre, ya que de lo contrario se metería en un lío. Se había escapado de la canguro, que llevaba horas hablando por el móvil con su novio. La niña sabía que a la canguro no le importaba que se escabullera. Lo cierto es que casi nunca se enteraba siquiera, hasta que la madre de la niña volvía y preguntaba por ella.

– Mi padre también dibujaba.

El artista reparó en el tiempo pasado. No sabía si significaba que ya no dibujaba o que las había dejado, aunque sospechaba que se trataba de lo segundo. Con toda probabilidad, la niña vivía en un hogar roto y ansiaba algo de atención masculina, lo cual le resultaba muy familiar.

– ¿Es artista?

– No, ingeniero, y ha inventado algunas cosas. -Lanzó un suspiro y lo miró con ojos tristes-. Será mejor que me vaya.

– Puede que volvamos a vernos algún día.

Estaban a principios de julio y quedaba mucho verano por delante. Sin embargo, era la primera vez que la veía y suponía que no bajaba hasta allí demasiado a menudo; era un trayecto muy largo para ella.

– Gracias por dejarme dibujar con usted -dijo la niña en tono cortés.

En sus ojos bailaba una sonrisa, y la melancolía que detectó en ellos lo conmovió profundamente.

– Lo he pasado muy bien -repuso sinceramente antes de tenderle la mano con cierta timidez-. Por cierto, me llamo Matthew Bowles.

La niña le estrechó la mano con aire solemne, y el pintor quedó impresionado ante sus buenos modales. Era un personaje notable, y se alegraba de haberla conocido.

– Yo me llamo Pip Mackenzie.

– Qué nombre tan interesante. ¿Es abreviatura de algo?

– Sí, por desgracia -exclamó ella con una risita que le confirió un aspecto mucho más acorde con su edad-. De Phillippa. Me lo pusieron por mi abuelo. ¿No le parece espantoso?

Al decir aquello hizo una mueca desdeñosa que arrancó una sonrisa a Matthew. Era irresistible, sobre todo con aquellos rizos cobrizos y las encantadoras pecas. Ya ni siquiera sabía a ciencia cierta si le gustaban los niños; a decir verdad, por lo general los rehuía. Sin embargo, aquella niña era diferente, poseía algo mágico.

– Pues lo cierto es que me gusta. Phillippa… Puede que algún día a ti también llegue a gustarte.

– No lo creo, es un nombre estúpido. Prefiero Pip.

– Lo recordaré la próxima vez que nos veamos -aseguró él con una sonrisa.

Ambos parecían reacios a separarse.

– Vendré otra vez cuando mi madre vaya a la ciudad. Puede que el jueves.

De sus palabras dedujo que o bien se había escapado o bien se había escabullido inadvertida, pero al menos contaba con la compañía del perro. De pronto y sin razón aparente, Matthew se sentía responsable de ella.

Plegó el taburete y recogió la caja de pinturas vieja y gastada. Se puso el caballete también plegado bajo el brazo, y ambos se miraron durante un largo instante.

– Gracias otra vez, señor Bowles.

– Llámame Matt. Gracias a ti. Hasta luego, Pip -se despidió casi con tristeza.

– Adiós -repuso ella agitando la mano a modo de saludo.

Acto seguido se alejó danzando como una hoja al viento, lo saludó de nuevo y corrió playa arriba seguida de Mousse .

Matt la siguió con la mirada durante largo rato, preguntándose si volvería a verla y si importaba. A fin de cuentas, no era más que una niña. Bajó la cabeza para resguardarse del viento y subió la duna en dirección a su casita curtida por la intemperie. Nunca cerraba con llave, y cuando entró y dejó los utensilios en la cocina, se sintió embargado por una desazón que llevaba años sin sentir y que no le resultaba nada grata. Ese era el problema de los niños, se dijo antes de servirse un vaso de vino, que se te clavan en el alma como una astilla bajo la uña, de esas que duele tanto arrancar. Pero quizá mereciera la pena. Aquella chiquilla tenía algo excepcional, y mientras pensaba en ella su mirada se vio atraída por el retrato que años atrás había pintado de otra niña que se parecía mucho a su nueva amiga. Mostraba a su hija Vanessa a la misma edad. Al poco entró en el salón y se dejó caer en un viejo y raído sillón de cuero para contemplar la niebla procedente del mar. Pero mientras la miraba, lo único que veía era a la niña de rizos rojos y pecas, y aquellos inquietantes ojos color coñac.

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