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Danielle Steel: Un Puerto Seguro

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Danielle Steel Un Puerto Seguro

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La tragedia que ha marcado las vidas de Pip MacKenzie, una niña de 11 años, y su madre, Ophelie, las mantiene hundidas en la tristeza. Sin embargo, un día de verano, en una playa cerca de San Francisco, Pip se hace amiga de Matt, un pintor que instala allí su caballete cada día. Matt será la primera persona que llevará luz y color a la vida de la niña después de la muerte de su padre, pero él también aprenderá a vivir de nuevo y a superar la amargura causada por su divorcio.

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– ¡Hasta el jueves! -se despidió Amy antes de salir de la casa como una exhalación.

Ophélie se quitó las sandalias, salió a la terraza, paseó la mirada preocupada por la playa y por fin vio a su hija. Pip llegaba corriendo, sosteniendo en la mano algo que revoloteaba al viento; parecía una hoja de papel. Con profundo alivio, Ophélie caminó hasta la duna y luego bajó a la playa para salir a su encuentro. La habían asaltado las peores tragedias posibles en lugar de las explicaciones más sencillas. Eran casi las cinco y hacía cada vez más frío.

Ophélie saludó con la mano a su hija, que se detuvo ante ella sin resuello y con una sonrisa de oreja a oreja. Mousse corría a su alrededor en círculos sin dejar de ladrar. Pip advirtió que su madre estaba preocupada.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Ophélie con el ceño fruncido, pues aún estaba molesta con Amy.

Aquella chica no tenía remedio, pero Ophélie no había encontrado a ninguna otra canguro, y necesitaba que alguien se quedara con Pip cuando ella iba a la ciudad.

– He salido a dar un paseo con Mousse . Hemos llegado hasta allí -explicó, señalando la playa pública-, y hemos tardado más en volver de lo que pensaba. Mousse se ha pasado el rato persiguiendo gaviotas.

Ophélie le sonrió y por fin se tranquilizó. Era una niña tan encantadora… Al mirarla, Ophélie recordaba su propia juventud en París y sus veranos en la Bretaña, donde el clima no era tan distinto de aquel. Adoraba aquellos veranos, y había llevado allí a Pip cuando era pequeña para que lo viera.

– ¿Qué es esto? -preguntó, refiriéndose al papel que su hija llevaba en la mano y que a todas luces era un dibujo.

– He dibujado a Mousse. Ya sé hacer las patas traseras.

Pero no le contó cómo había aprendido. Sabía que su madre habría desaprobado que durante su solitario paseo por la playa entablara conversación con un desconocido, aunque este le enseñara a dibujar mejor y fuera inofensivo. Su madre se mostraba muy estricta con la regla de que Pip no hablara con desconocidos. Sabía bien lo guapa que era, aun cuando Pip no fuera en absoluto consciente de ello por el momento.

– No me lo puedo imaginar posando quieto para el retrato -comentó Ophélie con una sonrisa y expresión divertida.

Cuando sonreía se apreciaba con facilidad lo hermosa que era cuando era feliz. Era bellísima, con facciones delicadamente cinceladas, dentadura perfecta, sonrisa encantadora y ojos que chispeaban cuando reía. Pero desde octubre apenas reía. Por las noches, cada una absorta en su universo particular, apenas se hablaban. Pese al amor que profesaba a su hija, Ophélie se había quedado sin temas de conversación. Representaba demasiado esfuerzo y no podía afrontarlo. Todo le resultaba excesivo últimamente, a veces incluso respirar, por no mencionar sostener una conversación. Se limitaba a retirarse a su habitación noche tras noche para tumbarse sobre la cama en la oscuridad. Pip se encerraba en su propia habitación y si quería compañía se llevaba al perro, su compañero inseparable.

– Te he traído unas conchas -anunció Pip al tiempo que sacaba dos piezas muy bonitas del bolsillo del jersey y se las entregaba a su madre-. También he encontrado un erizo, pero estaba roto.

– Casi siempre están rotos -comentó Ophélie con las conchas en la mano.

Juntas se dirigieron hacia la casa. Había olvidado besar a Pip, pero la niña estaba acostumbrada. Era como si cualquier contacto humano y físico fuera demasiado doloroso para ella. Ophélie se había parapetado tras una coraza de protección, y la madre a la que Pip conocía desde hacía once años se había esfumado. La mujer que ocupaba su lugar, aunque de aspecto idéntico, era en realidad frágil, quebradiza. Alguien había raptado a Ophélie en plena noche para sustituirla por una autómata. Hablaba igual, olía igual, tenía el mismo aspecto, nada en ella era visiblemente distinto, pero todo había cambiado. Los engranajes y mecanismos internos eran inexorablemente otros, y ambas lo sabían. A Pip no le quedaba más remedio que aceptarlo, y lo cierto era que lo aceptaba con dignidad.

Para una niña de su edad, Pip había madurado mucho en los últimos nueve meses y era más adulta que la mayoría de sus coetáneas. Asimismo, había desarrollado una notable intuición respecto a las personas, sobre todo su madre.

– ¿Tienes hambre?-preguntó Ophélie con aire preocupado.

Preparar la cena se había convertido en una ordalía odiosa, un ritual que detestaba, y comer constituía un suplicio aún mayor. Nunca tenía hambre, hacía meses que había perdido el apetito. Las dos habían adelgazado tras pasar nueve meses viéndose incapaces de ingerir los platos que preparaba Ophélie.

– Todavía no. ¿Quieres que prepare una pizza? -se ofreció Pip.

Era uno de los platos que ambas se dedicaban a no comer, aunque Ophélie no parecía ser consciente de que Pip ya apenas probaba bocado.

– Quizá -repuso en tono vago-. Si quieres preparo algo yo.

Llevaban cuatro noches cenando pizza. Tenían montones de ellas en el congelador, pero, a decir verdad, cualquier otro plato representaba demasiado esfuerzo para tan escasos resultados. Si de todos modos no comían, al menos la pizza era fácil de preparar.

– La verdad es que no tengo hambre -musitó Pip en tono igual de vago.

Sostenían la misma conversación cada noche. A veces, a pesar de ello, Ophélie asaba un pollo y preparaba una ensalada, pero tampoco entonces comían porque representaba demasiado esfuerzo. Pip sobrevivía a base de mantequilla de cacahuete y pizza. Por su parte, Ophélie apenas comía y se le notaba.

Ophélie fue a echarse a su habitación. Pip fue a su cuarto y apoyó el retrato de Mousse contra el pie de la lámpara de la mesilla de noche. El papel era lo bastante rígido para sostenerse erguido, y mientras contemplaba el dibujo, Pip pensó en Matthew. Tenía muchas ganas de volver a verlo el jueves. Le caía bien, y el dibujo había mejorado mucho con los cambios que había hecho en las patas traseras. Mousse parecía un perro de verdad, no un cruce entre perro y conejo, como los retratos que Pip había dibujado de él hasta entonces. A todas luces, Matthew tenía talento.

Había anochecido cuando Pip entró por fin en la habitación de su madre. Tenía intención de ofrecerse para preparar la cena, pero Ophélie se había dormido. Estaba tan quieta que por un instante Pip se inquietó, pero al acercarse comprobó que respiraba. La cubrió con la manta doblada al pie de la cama. Su madre siempre tenía frío, ya fuera por el peso que había perdido o por la tristeza. En los últimos tiempos dormía mucho.

Pip volvió a la cocina y abrió el frigorífico. Aquella noche no le apetecía pizza, y de todos modos casi nunca comía más de una porción. Así pues, se preparó un bocadillo de mantequilla de cacahuete y se lo comió mientras encendía el televisor. Miró la tele en silencio un rato con Mousse dormido a sus pies. El perro estaba exhausto por la carrera en la playa y roncaba suavemente. No despertó hasta que Pip apagó el televisor y las luces del salón. Fue a su habitación, se cepilló los dientes, se puso el pijama, se acostó y apagó la luz. Permaneció un rato tumbada en la oscuridad, pensando de nuevo en Matthew Bowles e intentando no pensar en cómo había cambiado su vida desde octubre. Al cabo de unos minutos se durmió. Ophélie nunca despertaba hasta la mañana siguiente.

Capítulo 3

El miércoles amaneció caluroso y soleado, uno de esos días que apenas se dan en Safe Harbour y que impulsan a todo el mundo a buscar el sol y tumbarse agradecidos bajo él durante horas. El aire ya era cálido y quieto cuando Pip se levantó y fue a la cocina aún en pijama. Ophélie estaba sentada a la mesa de la cocina, ante una humeante taza de té, con aspecto fatigado. Ni siquiera cuando conseguía dormir bien se despertaba descansada. Al instante de abrir los ojos, la cruda realidad le asestaba de nuevo un terrible puñetazo en el pecho. En aquel brevísimo y misericordioso segundo previo, la memoria le fallaba, pero el sobrecogedor momento posterior del recuerdo siempre aparecía, inexorable. Y entre ambos puntos, el angustioso pasillo mental en el que percibía de forma instintiva que algo horrible había ocurrido. Cuando se levantaba, el golpe de tantas emociones extremas acumuladas ya la había dejado exhausta, vacía. Las mañanas nunca eran fáciles.

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