– ¿Cómo estás? ¿Qué tal te sienta estar aquí? -preguntó su amiga.
Andrea siempre estaba preocupada por Ophélie, lo estaba desde hacía nueve meses. Estiró las largas piernas mientras se reclinaba en el sofá con el bebé al pecho, sin intentar siquiera cubrirse. Se sentía orgullosa de su nuevo papel en la vida. Era una mujer atractiva, de penetrantes ojos oscuros y cabello largo y también oscuro que llevaba recogido en una trenza. Atrás habían quedado los trajes chaqueta y los modales profesionales. Ese día llevaba un top color rosa, bermudas blancas y los pies descalzos, pese a lo cual le sacaba una cabeza entera a Ophélie. Con zapatos de tacón sobrepasaba el metro ochenta; era una mujer espectacular, circunstancia que su estatura no mitigaba en absoluto.
– Mejor -repuso Ophélie.
Era una verdad a medias, si bien en algunos aspectos sí se sentía mejor. Al menos vivía en una casa sin recuerdos tangibles, salvo los que albergaba en la cabeza.
– A veces creo que la terapia de grupo me deprime y a veces que me ayuda. En realidad, lo que me pasa casi siempre es que no estoy segura.
– Seguro que hay un poco de las dos cosas, como casi todo en la vida. Al menos estás con otras personas que están pasando por lo mismo. Con toda probabilidad, los demás no entendemos del todo lo que sientes.
Resultaba reconfortante que Andrea lo reconociera. Ophélie detestaba oír a la gente asegurar que comprendían a la perfección lo que sentía, cuando no era cierto. ¿Cómo iban a comprenderlo? Al menos Andrea era consciente de ello.
– Puede que no, y espero que nunca tengas que entenderlo -deseó Ophélie con una sonrisa triste.
Andrea cambió al bebé de pecho. Seguía mamando con avidez, pero sabía que al cabo de unos minutos quedaría saciado y se dormiría.
– Lo siento tanto por Pip. No me veo capaz de conectar con ella. Me siento como si flotara en el espacio exterior.
Y por mucho que intentara volver a la tierra o lo deseara, no lo conseguía.
– Parece estar bien a pesar de todo. Debe de ser porque consigues acercarte a ella de vez en cuando. Es una niña fuerte. Lo ha pasado muy mal, las dos lo habéis pasado muy mal.
Chad había causado mucha tensión en la familia los últimos años, y, desde luego, Ted tenía sus manías. Pip era una niña muy equilibrada pese a todo, y hasta el mes de octubre anterior también Ophélie lo había sido, la cola que mantenía unida a la familia a despecho de los múltiples traumas y conatos de tragedia. Pero en octubre se había desmoronado. Andrea estaba convencida de que acabaría por superarlo y quería hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarla hasta entonces.
Las dos mujeres eran amigas desde hacía casi dos décadas. Se habían conocido a través de unos amigos comunes y trabado amistad casi de inmediato, aunque más distintas no podrían haber sido. Sin embargo, las diferencias eran en parte lo que las había atraído. Mientras que Ophélie era callada y de modales suaves, Andrea era extrovertida y directa, en ocasiones casi masculina en sus puntos de vista. Era absolutamente heterosexual, rayana a veces en la promiscuidad, y nunca había permitido que un hombre le dijera lo que tenía que hacer. Ophélie, por su parte, era femenina hasta la médula, muy europea en sus valores y opiniones, sumisa a su esposo a lo largo de todo el matrimonio, circunstancia que jamás la había hecho sentir denigrada. Andrea siempre la había animado a ser más independiente, a adoptar un comportamiento más americano. Compartían la pasión por el arte, la música y el buen teatro, y una o dos veces habían volado juntas a Nueva York para asistir al estreno de alguna obra. Andrea incluso la acompañó a Francia en una ocasión. Asimismo, Ted y ella se llevaban de maravilla; formaban uno de esos infrecuentes tríos en los que todos los integrantes se profesan el mismo afecto. Andrea había estudiado física en el MIT antes de ingresar en la facultad de derecho de Stanford, motivo que la había llevado hasta California y retenido allí. No soportaba la idea de volver a las nieves invernales de Boston, su ciudad natal y el lugar donde había estudiado. Había llegado a California solo tres años antes que Ophélie y Ted, y estaba tan resuelta como ellos a establecerse allí de forma permanente. A Ted le entusiasmaba su formación en física y hablaba con ella durante horas de sus últimos proyectos. Andrea entendía su trabajo mucho mejor que Ophélie, que estaba encantada de los conocimientos de su amiga. Incluso Ted, pese a ser un hombre tan difícil, tenía que reconocer que le impresionaban los conocimientos de Andrea en su campo.
Representaba a importantes corporaciones en litigios judiciales contra el gobierno federal y solo trabajaba para los demandados, lo cual casaba mejor con su personalidad algo beligerante, la misma que le permitía enfrentarse de vez en cuando con Ted, quien también la admiraba por ello. En ciertos aspectos, Andrea lo manejaba mucho mejor que su mujer. Por otro lado, Andrea podía permitírselo, ya que no tenía nada que perder. Ophélie nunca se habría atrevido a decirle la mitad de lo que le soltaba Andrea, pero también era cierto que Andrea no vivía con él. Ted se comportaba como el clásico genio e infundía un pronunciado respeto a cuantos lo rodeaban, excepción hecha de Chad, por supuesto, quien desde los diez años aseguraba odiar a su padre. Detestaba su actitud prepotente, sus aires de superioridad por el mero hecho de ser tan inteligente. Chad también era inteligente, pero sus circuitos no funcionaban por algún motivo, o al menos no funcionaban algunos muy importantes.
Ted nunca había sido capaz de aceptar que su hijo no fuera perfecto y, pese a los esfuerzos de Ophélie por suavizar la situación, a Ted lo avergonzaba el chico. Chad era muy consciente de la opinión de su padre, y ello había provocado escenas desagradables en extremo entre ambos, Andrea lo sabía. Solo Pip había conseguido mantenerse al margen, sin verse afectada por la pugna que había estado a punto de destruir a su familia. De muy pequeña se había convertido en el hada que lo sobrevolaba todo, rozándolos a todos con infinita suavidad en un intento de sellar la paz entre ellos. Andrea adoraba ese rasgo; era una niña mágica que parecía bendecir cuanto tocaba, al igual que hacía ahora con Ophélie. Por esa razón Pip se mostraba tan tolerante y comprensiva con el hecho de que su madre fuera incapaz de darle nada, ni siquiera un plato a la hora de la comida. Se lo perdonaba todo, mucho más de lo que habrían hecho Ted o Chad. Ninguno de ellos habría podido tolerar la debilidad de Ophélie, aun cuando ellos fueran los causantes, y la habrían culpado a ella, al menos Ted. Ophélie siempre lo había idolatrado hiciera lo que hiciese, siempre lo había justificado. Lo reconociera Ted o no, Ophélie era la esposa perfecta para él, devota, apasionada, paciente, comprensiva y tolerante en extremo. Había permanecido a su lado contra viento y marea, incluso en los años difíciles y angustiosos de la pobreza.
– ¿Qué haces para distraerte aquí? -preguntó Andrea con intención justo cuando el bebé empezaba a adormecerse.
– Poca cosa. Leer, dormir, pasear por la playa…
– En otras palabras, huir -la atajó Andrea, como siempre yendo al grano; era imposible engañarla.
– ¿Y qué? Puede que eso sea lo que necesito ahora mismo.
– Puede, pero pronto se cumplirá un año. En algún momento tendrás que volver al mundo real, Ophélie, no puedes esconderte toda la vida.
Incluso el nombre del pueblo donde había alquilado la casa de veraneo constituía un símbolo de sus deseos. Safe Harbour, un puerto seguro para resguardarse de las tempestades que la habían azotado desde el mes de octubre anterior e incluso antes.
– ¿Por qué no? -replicó Ophélie con expresión desesperada.
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