Mary Balogh - Simplemente Perfecto

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Alto, moreno y exquisitamente sensual, él es la personificación de la perfección masculina. No es que Claudia Martin esté buscando un amante. Ni un esposo. Como propietaria y directora de la academia de la señorita Martin en Bath, hace mucho que se resignó a vivir sin amor. Hasta que Joseph, marqués de Attingsborough, llega sin previo aviso y la tienta a arrojar por la borda toda una vida de decencia por una aventura que sólo puede conducirle a la ruina.
Joseph tiene sus propias razones para buscar a Claudia. Inmediata e irresistiblemente atraído por la delicada profesora, se embarca en un plan de seducción que los llevará a ambos a anhelar algo más. Pero, como heredero de un prestigioso ducado, se espera que Joseph continúe con el legado de la familia. Y Claudia sabe que no hay lugar para ella en su mundo.
Ahora, dicho mundo está a punto de verse sacudido por el escándalo. Un matrimonio concertado, un secreto que conmocionará a la sociedad y un hombre proveniente del pasado de Claudia, conspiran para separar a los amantes. Pero Joseph está decidido a hacer suya a Claudia a toda costa. Aunque ello signifique desafiar toda convención y romper toda regla por un amor que representa todo cuanto siempre ha deseado; un amor que es perfecto tal como es…

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Ya estaba oscureciendo, pero esa no sería una noche oscura, calculó. Ahora que era demasiado tarde para que brillara el sol, se habían alejado las nubes y la luna ya estaba brillando arriba.

– Tal vez mañana sea un día más luminoso -dijo.

– Es de esperar -convino ella-. El sol siempre es preferible a las nubes.

Él no sabía por qué la invitó a caminar con él, aparte de que le interesaba su escuela. No había visto en ella la menor señal de que él le cayera bien.

– Espero que sus habitaciones hayan recibido su aprobación -dijo.

– Sí, pero también la habrían recibido las otras, las que reservé, las que dan al patio del establo.

– Puede que sean ruidosas.

– Son ruidosas. Siempre me he hospedado en ellas.

Él giró la cabeza para mirarla. Ella iba mirando al frente, con el mentón alzado, la nariz apuntando hacia arriba, en gesto altivo. Buen Dios, estaba enfadada. ¿Con él? ¿Por haber insistido en que la trataran con cortesía y respeto en la posada?

– ¿Le gusta el ruido?

– No. Tampoco me gusta la luz de un montón de linternas iluminando mi habitación toda la noche ni el olor a establo. Pero son habitaciones y sólo para una noche. Y son las que yo reservé.

– ¿Quiere pelearse conmigo, señorita Martin?

Eso la impulsó a girar la cara hacia él. Lo miró con los ojos muy serios y las cejas arqueadas, y enlenteció un poco el paso.

– Su coche es muchísimo más cómodo de lo que habría sido el alquilado. Las habitaciones en que nos han colocado a las niñas y a mí son muy superiores a las que nos habían asignado. El comedor privado es muchísimo mejor que el comedor público. Pero estas cosas son detalles de la vida que no son estrictamente necesarios. Son lo que usted y los de su clase dan por descontado, sin duda. Yo no soy de su clase, lord Attingsborough, y no tengo el menor deseo de serlo. Además, soy una mujer que se ha forjado su camino en la vida. No necesito que un hombre me proteja o que un aristócrata me consiga favores especiales.

¡Bueno! No había recibido un rapapolvo tan duro desde que era niño. La miró con renovado interés.

– ¿Debo pedir disculpas, entonces, por desear su comodidad?

– No, no debe hacer nada de eso. Si lo hace me veré obligada a reconocer que mi conducta ha sido muy descortés. Debería estarle agradecida. Y lo estoy.

– No, no lo está -dijo él, sonriendo.

– No.

Él vio que ella casi sonrió; algo parecido a una sonrisa se le quedó atrapado en la comisura de la boca. Pero estaba claro que no deseaba mostrar ningún signo de debilidad; en lugar de sonreír apretó los labios en una delgada línea, volvió la vista al frente y alargó los pasos.

Sería mejor cambiar del tema, decidió. Y debía tener mucho cuidado en el futuro de no hacerle ningún favor a la señorita Martin.

– Todas las niñas de la clase que vi esta mañana estaban tristes por la marcha de la señorita Bains y la señorita Wood -dijo-. ¿Nunca hay conflictos entre las alumnas que pagan y las que no?

– Ah, sí que los hay -contestó ella con voz enérgica-, en especial al principio; las chicas de régimen gratuito suelen llegar con mala dicción, modales toscos y, en muchos casos, con resentimiento contra el mundo. Y claro, siempre hay una brecha social infranqueable entre los dos grupos cuando salen de la escuela y toman caminos divergentes hacia el futuro. Pero es una lección interesante en la vida, y una que mis profesoras y yo nos esforzamos en enseñar que todos somos humanos y no muy diferentes cuando nos despojamos de los accidentes del nacimiento y las circunstancias. Tratamos de inculcar a nuestras alumnas un respeto por todas las clases de seres humanos, que esperamos conserven el resto de sus vidas.

A él le gustó la respuesta. Sensata y a la vez realista.

– ¿Qué le inspiró la idea de acoger a alumnas desamparadas?

– Mi falta de fortuna. La propiedad de mi padre estaba vinculada, y a su muerte pasó a un primo mío, cuando yo tenía veinte años. Mi dote era modesta, por decirlo suave. No podía distribuir dádivas generosas como habría podido hacer si hubiera tenido fondos ilimitados. Por lo tanto tuve que encontrar una manera de darme a los demás que entrañara servicio, no dinero.

O podría haber optado por no dar nada, pensó él.

– Sin embargo -dijo-, debe de resultarle muy caro educar a estas niñas. Tiene que albergarlas, vestirlas y alimentarlas. Y supongo que su presencia en la escuela excluye la de otras niñas cuyos padres podrían pagar.

Las cuotas mensuales son elevadas, y no pido disculpas por eso. Creo firmemente que damos una buena educación por ese dinero, y los padres que no lo consideren así tienen toda la libertad para enviar a sus hijas a otra escuela. Además, la escuela tiene un benefactor muy generoso, que por desgracia desea conservar el anonimato. Siempre he lamentado muchísimo no poder darle las gracias personalmente.

Ya habían salido de la ciudad e iban por un sendero bordeado de setos bajos entre campos y prados. Una leve brisa les soplaba en las caras y le levantaba a ella el ala de la papalina.

– Así pues, tiene alumnas de pago y alumnas acogidas por caridad. ¿Se le ha ocurrido aspirar a ampliar su campo de acción? Por ejemplo, ¿ha tenido alumnas con algún tipo de minusvalía o discapacidad?

– ¿Cojera, quiere decir? ¿O sordera? ¿O retardo mental? Confieso que nunca lo he pensado. Se presentarían todo tipo de retos, ¿verdad?

– ¿Y no se siente a la altura de esos retos?

Ella lo pensó, mientras continuaban caminando.

– No lo sé. Nunca me he encontrado ante ese dilema. Supongo que la mayoría de los padres de niños discapacitados, sobre todo si son niñas, los consideran incapaces de aprender de una manera normal y por lo tanto ni siquiera intentan enviarlos a un colegio. Si alguno lo intentara y acudiera a mí… bueno, no sé qué contestaría. Supongo que dependería del tipo de discapacidad. Sería fácil educar a una chica coja, aunque no podría bailar ni participar en juegos vigorosos. Una chica sorda o retardada mental podría no ser educable. Pero es una pregunta interesante. -Giró la cabeza y lo miró con ojos serios pero tal vez aprobadores-. Es una pregunta cuya respuesta debo pensar con más profundidad.

– Entonces procuraré volver a hacérsela si vuelvo a verla después que lleguemos a Londres -dijo él, sonriéndole-. ¿Siempre deseó ser profesora?

Ella volvió a pensar la respuesta. Estaba claro que no era una mujer dada a la conversación frívola.

– No -dijo pasado un momento-, no siempre. De niña tenía otros sueños. Pero cuando se me hizo evidente que no se iban a hacer realidad, comprendí que había otras opciones. Como dama e hija de un caballero con propiedades, podría haberme quedado en casa para ser mantenida por mi padre. Y después de su prematura muerte supongo que mi primo se habría sentido obligado a continuar manteniéndome. O bien podía forjarme una vida. Opté por esto último, lógicamente. Y eso me llevó a otras opciones: convertirme en una dama de compañía o ser profesora. Para mí sólo había una opción; no soportaría estar totalmente a disposición de una vieja tonta y malhumorada las veinticuatro horas de cada día. Acepté un puesto de institutriz.

Se oyeron ladridos en la distancia. Estaban rodeados por la oscuridad.

O sea, que ella había tenido sueños. No siempre había sido tan severa como parecía ser. Tal vez había soñado con el matrimonio, tal vez con el amor también. ¿Por qué abandonó esos sueños ya antes de los veinte años? Había sido guapa, incluso lo sería ahora, si se permitiera relajarse y sonreír de vez en cuando. Podría haber sido bonita cuando era niña. Acababa de reconocer que su dote era modesta, seguro que había hombres que habrían respondido a un poco de aliento. O tal vez había tenido un sueño concreto, soñado con un hombre concreto…

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