– Tal vez Edna sueña con algo más modesto -dijo Claudia-. Un hombre al que le gusten los libros y la ayude a llevar su librería.
– Eso sería tonto -dijo Flora-. ¿Por qué no aspirar a las estrellas si uno está soñando? ¿Y usted, milord? ¿Cuál es su sueño?
– Sí -dijo Edna, mirándolo con ojos ilusionados-. Pero ¿no lo tiene todo ya?
Entonces se ruborizó y se mordió el labio.
– Nadie lo tiene todo jamás -dijo él-, ni siquiera aquellos que tienen tanto dinero que no saben en qué gastarlo. Hay otras cosas de valor, no sólo las posesiones que puede comprar el dinero. A ver… ¿cuál es mi sueño más importante?
Se cruzó de brazos y estuvo un momento pensando. Y entonces Claudia, al mirarlo, vio la sonrisa en sus ojos.
– Ah, amor -dijo él-. Sueño con el amor, el amor de una familia, con una esposa e hijos que estén tan cerca de mí y me sean tan queridos como los latidos de mi corazón.
Eso encantó a las niñas. Edna suspiró ilusionada y Flora juntó las manos en el pecho. Claudia consideró esa respuesta con escepticismo; era evidente que la había formulado en honor a ellas. En realidad era una absoluta tontería y no un verdadero sueño.
– ¿Y usted, señorita Martin? -preguntó él, volviendo hacia ella sus ojos risueños.
La pilló desprevenida pensando en cómo sería estar tan cerca de él y serle tan querida como los latidos de su corazón.
– ¿Yo? -dijo, tocándose el pecho-. Ah, yo no tengo sueños. Y los que he tenido los he hecho realidad. Tengo mi escuela, mis alumnas y mis profesoras y profesores. Esos son sueños hechos realidad.
– Ah, pero no valen los sueños hechos realidad -dijo él-. ¿Verdad, señoritas?
– No -dijo Flora.
– No, señorita -dijo Edna al mismo tiempo-. Continúe.
– Este juego ha de jugarse según las reglas -añadió el marqués, reacomodando los hombros para poder mirarla de frente.
A esa distancia sus ojos se veían muy, muy azules.
¿Qué juego? , pensó Claudia. ¿Qué reglas? Pero no podía negar que le interesó oír los de los otros tres, concedió. Era el momento de ser buena persona.
Pero se sentía muy molesta.
– Ah, déjenme ver -dijo.
Se obligó a no ruborizarse ni a ponerse nerviosa. Eso le resultaba tremendamente embarazoso delante de dos de sus alumnas y un caballero aristócrata.
– Esperaremos -dijo el marqués-. ¿Verdad, señoritas?
– Sí -dijeron Edna y Flora al unísono.
– Tenemos todo el tiempo del mundo -añadió él.
– Ah -dijo Claudia al fin-. Mi sueño. Sí. Es vivir en el campo otra vez, en una casita con un techo de paja y malva loca, jacintos y rosas en el jardín. Cada cosa en su temporada, por supuesto.
– ¿Sola, señorita Martin?
A regañadientes ella lo miró a los ojos y vio que él estaba disfrutando inmensamente a costa de ella. Incluso estaba sonriendo de oreja a oreja, enseñando unos dientes blancos y perfectos. Si existía otro caballero más molesto, de ninguna manera deseaba conocerlo.
– Bueno, tal vez tendría un perrito -añadió.
Entonces arqueó las cejas y se permitió mirarlo con ojos risueños retándolo al mismo tiempo a insistirle en que se explayara más acerca del tema.
Él le sostuvo la mirada y se rió en voz baja, mientras Edna daba una palmada.
– Nosotros teníamos un perro -exclamó-. Yo lo quería sobremanera. Creo que debo incluir un perro en mi librería.
– Yo deseo tener caballos -dijo Flora-. Un establo lleno de caballos. Uno para cada día de la semana. Con bridas rojas que tintineen.
– Ah -dijo el marqués, desviando por fin los ojos para mirar por la ventanilla del lado de Claudia-. Veo que ha dejado de llover. Incluso hay un trozo de cielo azul ahí, pero será mejor que lo miren inmediatamente porque si no se lo van a perder. -Medio se levantó para golpear el panel delantero, y el coche se detuvo-. Volveré a mi caballo, para dejarlas, señoras, con algo de intimidad otra vez.
– Oh -dijo Edna, con visible pesar, y al instante se ruborizó, cohibida.
– Lo mismo que siento yo -dijo él-. Esta ha sido una hora muy agradable.
Una vez que bajó del coche y cerró la puerta, quedó el olor de su colonia, pero desapareció la animación que las había alentado a las tres cuando él estaba dentro, y pareció que el coche estaba húmedo y medio vacío. ¿Sería siempre así eso de estar en compañía masculina?, pensó Claudia, fastidiada. ¿Acaso la mujer llega casi a necesitar a los hombres, a echarlos de menos cuando no están cerca?
Pero afortunadamente recordó al señor Upton y al señor Huckerby, dos de sus profesores. No le bajaba el ánimo, ni notaba que a nadie le bajara, cuando ellos se marchaban a sus casas por la tarde. Y tampoco necesitaba al señor Keeble, a no ser para que fuera el portero de su escuela.
Resentida observó con qué facilidad el marqués de Attingsborough se instalaba en su silla, tan increíblemente apuesto como siempre. La verdad, le estaba tomando una intensa aversión. Los caballeros no tienen ningún derecho a hechizar a las damas que no tienen el menor deseo de ser hechizadas.
– Qué caballero más encantador y guapo -dijo Flora, suspirando y mirándolo también-. Si sólo tuviera diez o más años menos.
Edna también suspiró.
– Pronto llegaremos a Londres -dijo Claudia alegremente-, y volveremos a ver a la vizcondesa Whitleaf.
Susanna y Peter habían insistido en que las chicas se alojaran también en su casa de Grosvenor Square hasta que comenzaran su trabajo docente.
– Y al bebé -dijo Edna, animándose-. ¿Cree que nos permitirá verlo, señorita?
– Seguro que va a estar feliz de lucirlo -dijo Claudia, sintiendo una punzada de algo que se parecía desagradablemente a la envidia.
Susanna había dado a luz a Harry hacía sólo un mes.
– Espero que nos permita cogerlo en brazos -dijo Flora-. En el orfanato yo cogía en brazos a los bebés. Era mi actividad favorita.
El coche se puso en marcha y durante un rato corto el marqués cabalgó al lado. Bajó la cabeza para mirar el interior y sus ojos se encontraron con los de Claudia. Entonces sonrió y se tocó el ala del sombrero.
Ella deseó, deseó de verdad, de verdad, que él no fuera tan masculino. No todos los hombres lo eran. Eso no significaba necesariamente que fueran afeminados. Pero ese hombre poseía masculinidad en una injusta abundancia. Y él lo sabía, claro. Deseó ardientemente no volver a verlo después que llegaran a Londres. Su vida era tranquila, apacible. Le había llevado años conseguir ese estado de tranquilidad. No tenía el menor deseo de volver a sentir todas las perturbaciones y necesidades con las que había lidiado tan arduamente cuando era una veinteañera hasta por fin suprimirlas.
De verdad le molestaba el marqués de Attingsborough.
En cierto modo le recordaba que aparte de todo lo que había logrado durante los últimos quince años, también era mujer.
El coche del marqués de Attingsborough dejó a Claudia y a las niñas ante la puerta de la mansión del vizconde Whitleaf en Grosvenor Square, de Mayfair, a última hora de la tarde. Susanna y Peter estaban en la puerta abierta para recibirlas sonriendo ya antes que el cochero bajara los peldaños.
La casa era realmente espléndida, pero Claudia casi no se fijó a causa del bullicio y el cariño de los saludos que las aguardaban. Susanna la abrazó, radiante de salud para ser una mujer que había dado a luz sólo un mes antes. Después abrazó a Edna, que chilló y se rió al volver a ver a su ex profesora, y luego a Flora, que también chilló y habló al doble de velocidad, mientras Peter saludaba a Claudia con una cálida sonrisa y un apretón de manos, para luego dar la bienvenida a las chicas.
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