Barbara Dunlop - Secretos personales

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Un marido millonario y sexy, un precioso ático en Park Avenue y montones de dinero para dar y tirar. Elizabeth Wellington parecía tenerlo todo… ¿o no era así?
Reed, un hombre de negocios, estaba casado con su empresa y ella se pasaba muchas noches completamente sola. Todavía amaba y deseaba a su marido, pero Reed tenía secretos, algunos suficientemente importantes como para destruir su vida en común.
Entonces el destino les deparó una alegría inesperada: finalmente tenían la oportunidad de ser padres, pero, ¿sería demasiado tarde?

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Reed le besó el cuello en aquel momento, le acarició el cuerpo por encima del satén del camisón. Le besó el hombro, el lóbulo de la oreja…

Deseaba decirle que la amaba, pero había tanta tensión entre ellos… Él estaba creando un frágil espacio de paz, un refugio en medio de la dura conversación que tendría que tener lugar en los siguientes días.

Rodeó su cintura, y deslizó las manos hacia sus pechos.

El deseo se iba apoderando de él lentamente. Su respiración se volvía más agitada…

Le acarició el hombro. Luego le bajó un tirante del camisón.

Acarició su brazo y le buscó la mano para entrelazar sus dedos con los de ella.

Pero se encontró con que ella tenía la mano apretada en un puño.

Se giró para mirarla.

Estaba tensa.

– ¡Maldita sea! -juró Reed.

Y se levantó de la cama.

Ella abrió los ojos y Reed se horrorizó al ver la aversión en su mirada.

No iba a forzarla a hacer el amor, como si ella fuera una mártir, daba igual la causa.

– Esto es un matrimonio -afirmó él-. No una granja de sementales.

Agarró su bata y se dirigió a la habitación de invitados.

Sola en la cama, Elizabeth había llorado hasta dormirse.

Ella había querido hacer el amor. Había deseado desesperadamente concebir un bebé. Pero la discusión que habían tenido había vuelto una y otra vez a su mente, mientras Reed la acariciaba, hasta que se le había apagado el deseo por él y sus caricias le habían parecido vacías.

Ella sabía que se le pasaría. Estaba segura de que en un rato, tal vez horas, se le pasaría y se volvería a sentir segura en brazos de Reed. Pero había necesitado un poco de tiempo antes de hacer el amor.

Finalmente se había dormido de madrugada. Luego se había despertado con el ruido de la aspiradora, y había sabido que había llegado Rena, la asistenta, y que Reed se había ido a trabajar.

Parte de ella no había podido creer que él se hubiera ido sin despertarla para hacer el amor. Pero luego recordó su expresión cuando se había ido, enfadado, de la habitación. Ella lo había enfadado, y tal vez lo hubiera herido. Después de todo, Reed había intentado dejar atrás la pelea y hacer el amor.

Ella había sido la que había fallado.

Elizabeth se levantó, se duchó, se vistió y se marchó en su coche a las oficinas de la Quinta Avenida de Wellington International.

Tomó el ascensor hasta la planta de los ejecutivos y caminó, decidida, por los suelos de mármol, sin darse la oportunidad de dudar.

Le pediría disculpas a Reed. No por la discusión, sino por estar tan fría después. Ya se le había pasado. Y se lo diría.

Por si acaso, se había puesto ropa interior sexy. Frente al edificio había un hotel…

– Elizabeth -dijo la secretaria de Reed, Devon, poniéndose de pie-. ¿Te está esperando Reed? -miró un momento hacia la ventana que comunicaba con el despacho de Reed.

– Es una sorpresa -admitió ella.

Esperaba que fuera una sorpresa agradable.

Elizabeth miró por la ventana que comunicaba el despacho de Reed con la sala donde estaba su secretaria y vio el perfil de una mujer. Tenía el pelo negro y una chaqueta azul.

– Tu esposa está aquí -dijo Devon por el teléfono.

Hubo un momento de pausa y luego la mujer, con cara de culpabilidad, miró a Elizabeth por la ventana.

– ¿Quién es ésa? -le preguntó Elizabeth a Devon.

– Es una aspirante a un puesto de trabajo -contestó Devon, ocupada con unos papeles de su escritorio.

Algo en la atmósfera hizo sentir incómoda a Elizabeth.

– Espero no estar interrumpiendo nada -dijo Elizabeth.

– Estoy segura de que no hay problema -respondió Devon.

Se abrió la puerta del despacho de Reed y la mujer salió primero. Era una mujer con aspecto seguro, alta, de pelo corto, ropa clásica.

La mujer asintió al ver a Elizabeth cuando pasó por su lado, dejando un perfume de coco en el aire.

– No te esperaba -dijo Reed.

– Sorpresa -dijo Elizabeth con una sonrisa dirigida a Devon.

Él la hizo pasar.

– Siento molestarte -dijo ella cuando él cerró la puerta.

– No hay problema -le indicó un par de sillas de piel al lado de una mesa.

– ¿Quién era esa mujer?

– ¿Quién?

– La mujer que acaba de salir. Devon ha dicho…

– Es una cliente -se dio prisa en decir Reed.

Elizabeth se quedó petrificada, con una sensación terrible en el estómago.

¿Por qué le estaba mintiendo?

– ¿Qué clase de cliente?

– Es la dueña de una cadena de almacenes de muebles en la Costa Oeste.

Elizabeth asintió.

– ¿Necesitas algo? -preguntó Reed en tono formal.

«Que me devuelvan a mi marido», habría dicho ella.

Se sintió confusa. ¿Seguía con el plan de seducción? ¿Podría hacer el amor con él sabiendo que le estaba mintiendo?

– ¿Cariño? -dijo él en un tono más íntimo.

– Me siento mal por lo que pasó anoche -dijo ella, tomando la decisión deprisa.

– ¿Por lo del trabajo?

Ella agitó la cabeza.

– Lo… otro.

– Oh.

– He pensado que tal vez… -miró alrededor y se humedeció los labios-. Podríamos recuperar el tiempo perdido.

Él pestañeó.

Ella le mantuvo la mirada.

– No estarás sugiriendo que hagamos el amor aquí, ¿verdad?

– En El Castillo -ella nombró el hotel que había enfrente.

Él miró su reloj.

– ¿Debería haber pedido una cita contigo? -preguntó, tensa.

– Gage y Trent van a venir dentro de diez minutos.

– Cancélalo.

– Elizabeth…

– Es el momento, Reed.

– Puede esperar hasta esta noche.

– ¡Pero deberíamos haberlo hecho anoche! -exclamó ella sin pensar.

– Sí. Deberíamos…

Ella se puso de pie. Se sintió muy estúpida por haberse puesto la lencería fina negra para un marido adicto al trabajo. No sabía por qué había pensado que aquel día podía ser diferente. Reed era un hombre muy ocupado. La encajaba en su agenda cuando podía, y sería mejor que ella no pidiera más que eso.

Él también se puso de pie.

– Adiós, entonces -dijo Elizabeth girándose hacia la puerta, tratando de manejar su rechazo.

Pero en el último momento una vocecita en su interior la urgió a mostrarle lo que se acababa de perder.

Se desabrochó los primeros cuatro botones del vestido y se dio la vuelta.

Reed abrió los ojos e involuntariamente tomó aliento.

– Disfruta de tu reunión -le dijo ella, abrochándose otra vez los botones.

Salió antes de que él pudiera recuperar la voz.

En un impulso se detuvo frente al escritorio de Devon y le preguntó:

– ¿Qué tipo de trabajo era?

Devon pareció confundida.

– El de la mujer a la que estaba entrevistando Reed -añadió Elizabeth-. ¿Qué tipo de trabajo era?

– Oh… -Devon hizo una pausa-. Contable.

– Gracias.

– De nada.

Elizabeth se dirigió al ascensor y se encontró con Trent y con Gage, que venían del lado opuesto. Al menos lo de la reunión era verdad, pensó.

La verdad era que no sabía qué iba a hacer con aquella situación.

Capítulo Cuatro

El padre de Reed se sintió irritado.

– ¿Dices que Kendrick no llamó nunca, nunca sugirió ni dio a entender…?

– Nunca -lo interrumpió Reed-. Ni una sola vez.

– Cosas como éstas son las que pueden causar un impacto en la empresa.

– Lo sé, padre.

– Son estas cosas las que pueden causar una pérdida de millones de dólares.

– Eso también lo sé -insistió Reed.

Anton, su padre, dijo desde detrás de su escritorio:

– ¿Tienes un buen abogado? ¿Cooperarás totalmente?

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