Barbara Dunlop - Secretos personales

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Un marido millonario y sexy, un precioso ático en Park Avenue y montones de dinero para dar y tirar. Elizabeth Wellington parecía tenerlo todo… ¿o no era así?
Reed, un hombre de negocios, estaba casado con su empresa y ella se pasaba muchas noches completamente sola. Todavía amaba y deseaba a su marido, pero Reed tenía secretos, algunos suficientemente importantes como para destruir su vida en común.
Entonces el destino les deparó una alegría inesperada: finalmente tenían la oportunidad de ser padres, pero, ¿sería demasiado tarde?

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– Por supuesto que cooperaré totalmente. No tengo nada que ocultar.

Anton lo miró en silencio y Reed se estremeció ante su actitud.

– Sabes que no tengo nada que ocultar, ¿verdad? -preguntó Reed.

– No serías el primero en sucumbir a la tentación.

Reed se quedó helado al oír aquellas palabras de boca de su propio padre.

– ¿Crees que yo engañaría?

– Creo que tienes mucho orgullo. Pienso que tienes determinación suficiente como para tener éxito.

– Claro. Me pregunto de quién la habré sacado -murmuró Reed.

– Necesito saber de qué va todo esto -dijo Anton.

– Se trata de un hombre inocente acusado de tráfico de información confidencial, y un intento de chantaje de diez millones de dólares.

– ¿Puedes demostrar que te han chantajeado?

– Soy la tercera victima en mi edificio.

– Eso no es una prueba.

– No, pero la policía está trabajando en ello. Si encuentran a la persona que hizo el chantaje, el Organismo regulador del mercado de valores quitará los cargos casi seguro.

– ¿Necesitan más ayuda?

Reed agitó la cabeza.

– Yo he iniciado mi propia investigación, y Collin ha puesto un equipo legal para ello.

– Nunca me ha caído bien Collin.

– Se graduó con las mejores notas en la Facultad de Derecho de Harvard.

– Con una beca.

– Padre, la gente que consigue becas es tan capaz como aquélla que las da.

Anton respondió:

– La genética tiene algo que ver.

– No sigas…

– ¿Cómo está Elizabeth?

– Te juro que me voy a ir…

– Sólo te he hecho una pregunta.

– Sólo has relacionado a Elizabeth con la clase media. Por lo tanto, según tú, genética pobre. No intentes negarlo.

– De acuerdo. No lo negaré. ¿Cómo está Elizabeth?

«Terriblemente sexy. Terriblemente frustrada. Probablemente enfadada», pensó él, porque eran casi las ocho y todavía no había vuelto a casa.

– Está bien -contestó.

Anton se acercó al bar y abrió una botella de whisky.

– Tu madre y yo estamos esperando que nos digas que estás esperando un hijo.

– Lo sé.

Cuando sirvió dos vasos de whisky, Anton se dio la vuelta y se acercó.

– ¿Alguna razón en particular por la que no ha sucedido?

– Tendremos niños cuando estemos preparados.

– Tu madre está ansiosa.

– Madre ha estado ansiosa desde que he tenido dieciocho años.

– Y ahora tienes treinta y cuatro -le dio un vaso de whisky a Reed.

Reed no se podía imaginar a sí mismo contándoles las cuestiones de fertilidad a sus padres.

– Tengo que volver a casa -dijo Reed después de beber el whisky de un trago.

– Puedo enviarte a alguien de Preston Gautier para repasar la cuestión con Collin.

– Collin es un buen profesional -dijo Reed-. Está todo bajo control.

Al menos la investigación del Organismo regulador del mercado de valores estaba bajo control. No se podía decir lo mismo del chantaje. Ni de la situación con Elizabeth.

Reed todavía tenía en la memoria la imagen de su esposa con la ropa interior sexy que le había mostrado en su despacho.

Si no hubiera tenido una reunión con Gage y Trevor habría dejado todo y habría ido tras ella como un perrito.

Pero había tenido que volver al mundo real.

Elizabeth iba por el tercer Margarita en el loft de Hanna, tratando de ahuyentar la vida real y soportar la humillación.

– ¿Fuiste a la oficina a seducirlo? -se rió Hanna sin poder creerlo.

– Llevaba ropa interior sexy -señaló Elizabeth.

– ¿Has hecho alguna vez algo así?

Elizabeth negó con la cabeza.

– Se quedó sin habla -se rió Elizabeth al recordarlo.

– Estoy segura.

Elizabeth se puso seria. En realidad, nada de aquello era gracioso.

– Creo que yo estaba celosa.

– ¿De qué?

Elizabeth le contó la situación en la que lo había encontrado con la mujer del perfume de coco.

Hanna se quedó en silencio.

– ¿Crees que tiene una aventura? -preguntó Elizabeth.

– No, en absoluto -dijo Hanna, convencida.

– ¿Y por qué mintió?

– Estamos hablando de Reed. No va a engañar a su mujer…

– Reed también es humano -replicó Elizabeth.

– Sólo tienes como prueba una mentira, una pequeña mentira, que quizás no sea siquiera una mentira. ¿Y si Devon cometió un error?

– Devon es muy eficiente.

– Puede equivocarse también. Y además, la prueba es muy poco fiable como para pensar en infidelidad -dijo Hanna.

– ¿Qué me dices de esto? -Elizabeth se puso de pie-. Suponte que eres un hombre -se abrió uno de los botones de su vestido-. Eres un hombre, y no has tenido sexo durante tres semanas… -se desabrochó otro botón-. Tu esposa, una esposa que está ovulando, aparece en tu despacho… -se desabrochó dos botones más- y te muestra esto -Elizabeth le enseñó su lencería sexy.

– ¡Guau! -exclamó Hanna.

Elizabeth se cerró el vestido.

– ¿Cómo es que una reunión de rutina tiró más de él que yo?

– ¡Maldita sea! ¡Estás en buena forma! -exclamó Hanna.

– Es el spa, mi entrenador personal…

– Quiero ir a ese spa.

Ambas mujeres se quedaron en silencio mientras Elizabeth se abrochaba los botones.

– Sigo pensando que te equivocas -dijo Hanna.

Elizabeth quería creer desesperadamente a Hanna. Pero algo le advertía de que estaba pasando algo.

En aquel momento sonó su móvil y ella vio que era Reed.

No contestó.

– Debe de estar preguntándose dónde estás.

– Que se lo pregunte -contestó Elizabeth.

– Debe de estar preocupado.

– Le está bien empleado.

– ¿Me prometes algo? -Hanna se acercó a ella.

El teléfono siguió sonando.

– ¿Qué?

– Prométeme que creerás en él, que confiarás en él hasta que demuestre lo contrario. Reed es un buen hombre, Elizabeth. Y te quiere.

Elizabeth respiró profundamente y agarró el teléfono.

– Hola…

– ¿Dónde estás? -preguntó Reed tomando a Elizabeth por sorpresa.

– Le estoy enseñando mi ropa interior a alguien que le interesa.

Hubo un silencio.

Hanna le quitó el teléfono de la mano y se lo puso en la oreja.

– Reed, soy Hanna. Lo siento mucho. Creo que le he dado demasiados cócteles Margarita a Elizabeth -después de una pausa dijo-: No, no la dejaré conducir -le devolvió el teléfono a Elizabeth.

– Hola, cariño -dijo Elizabeth, luego empezó a tener hipo.

– ¿Estás borracha?

– Un poquito.

– Te enviaré un coche.

– ¿Estás borracho tú también?

– No, no estoy borracho.

– ¡Pero no vas a venir tú en persona!

– Estoy en Long Island. Acabo de estar con mis padres.

– ¿Y si los llamo? -lo desafió.

Tal vez estuviera en Long Island, o quizás estuviera en un hotel con alguien, desconfió ella.

– ¿Para qué vas a llamarlos?

– No lo sé. Para decirles hola. Lo que sea.

– Elizabeth, deja de beber.

– Claro…

Se sentía un poco mareada de todos modos. Y una resaca no la ayudaría a buscar trabajo. Porque con sexo o sin él aquella noche, a la mañana siguiente iba a buscar un trabajo, iba a empezar su propia vida.

Reed esperó en el vestíbulo que llegase el coche de Elizabeth. Henry, el conserje, estaba detrás de su escritorio.

Cuando llegó Elizabeth Reed y Henry la ayudaron a subir al ático.

Reed tiró su ropa en un sofá y luego la llevó directamente al dormitorio. Allí la dejó en la cama y le quitó los zapatos.

– ¿Sabes? No debería ser tan difícil para dos personas casadas tener sexo -dijo ella con los ojos cerrados.

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