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Barbara Dunlop: Secretos personales

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Barbara Dunlop Secretos personales

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Un marido millonario y sexy, un precioso ático en Park Avenue y montones de dinero para dar y tirar. Elizabeth Wellington parecía tenerlo todo… ¿o no era así? Reed, un hombre de negocios, estaba casado con su empresa y ella se pasaba muchas noches completamente sola. Todavía amaba y deseaba a su marido, pero Reed tenía secretos, algunos suficientemente importantes como para destruir su vida en común. Entonces el destino les deparó una alegría inesperada: finalmente tenían la oportunidad de ser padres, pero, ¿sería demasiado tarde?

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¿Cómo era posible que Reed la hubiera puesto en esa posición?

– ¿Se ha acabado mi matrimonio ya? -preguntó Elizabeth con un nudo en la garganta.

– Creo que esa pregunta vas a tener que hacérsela a Reed -dijo Hanna, tratando de elegir las palabras con cuidado.

Elizabeth tomó un sorbo de la fuerte bebida. Sintió que la determinación reemplazaba a la desesperación.

– Esa no es la única pregunta que le haré.

Estaban en su ático. Los ojos verdes de Elizabeth brillaban como esmeraldas cuando se dirigió a Reed.

– ¿Cómo no me has dicho que el Organismo regulador del mercado de valores te ha abierto una investigación?

Ah, de eso se trataba, pensó Reed.

Elizabeth había estado extrañamente callada en la limusina, así que él sabía que pasaba algo. Al menos, ahora podía argüir una defensa.

Reed encendió una lámpara que estaba detrás de ellos.

– No se trata de un problema serio -dijo.

– ¿Que no es un problema serio? Están echando veinte años de cárcel por delitos de cuello blanco en estos tiempos…

– Yo no lo hice -se defendió él.

Ella sonrió.

– ¿Ya me has imaginado en un juicio, con una condena y en la cárcel? Eso sí que es un voto de confianza… -se quejó él.

– No te he condenado. Tengo miedo por ti.

– Pareces enojada.

– Estoy asustada y enojada.

– No tienes por qué estarlo.

– Oh, bueno. Gracias. Eso lo arregla todo.

– ¿Crees que el sarcasmo es la solución? -preguntó él.

Reed no tenía ningún problema en hablar del tema. Pero quería tener una conversación razonable. Sobre todo, quería ahuyentar los temores de Elizabeth de que él podía ir a la cárcel.

– Creo que la solución es la comunicación -respondió ella-. Ya sabes, la parte en que tú me cuentas lo que sucede en tu vida. Tus esperanzas, tus miedos, tus aspiraciones, tus cargos delictivos pendientes.

– ¿Y de qué habría servido que te lo contase? -preguntó Reed.

– Podríamos haber compartido la carga.

– Tú tienes tu propia carga.

– Somos marido y mujer, Reed.

– Y los maridos no se descargan de su peso preocupando a sus esposas.

– No es verdad. Lo hacen siempre.

– Bueno, este marido no lo hace. Tú tienes demasiado en qué pensar ahora mismo.

– ¿Te refieres al menú de la fiesta?

– Entre otras cosas. No tenía sentido que nos preocupásemos los dos, y no quería disgustarte.

– Bueno, ahora estoy muy disgustada.

– Deberías dejar de estarlo.

Él se iba a ocupar de ello.

Sólo era cuestión de tiempo. Pronto la vida volvería a su curso normal.

– Bromeas, ¿no?

– No es nada -Reed se acercó a ella-. Pronto se esfumará.

Elizabeth levantó la barbilla y preguntó:

– ¿Qué hiciste?

– Nada.

– Quiero decir, para que ellos desconfiaran de ti.

– Nada -repitió él con convicción.

– ¿O sea que el Organismo regulador del mercado de valores está investigando sobre un ciudadano inocente del que no se sospecha nada?

Reed dejó escapar un profundo suspiro.

Realmente no tenía la energía suficiente como para hablar del tema aquella noche. Era tarde, y aunque al día siguiente era domingo, tenía que hacer una llamada internacional a primera hora de la mañana. Quería dormir. Quería que Elizabeth durmiera también.

Ella movió la cabeza hacia un lado y preguntó:

– ¿Qué me dices de Tecnologías Ellias?

– Compré algunas acciones -dijo él, reacio-. Gage también. Su valor aumentó drásticamente, e hizo que sonara una alarma. Collin se ocupará de ello. Y ahora, vayamos a la cama.

– ¿Esa es toda la información que me vas a dar?

– Es toda la información que necesitas.

– Quiero más.

– ¿Por qué esto tiene que ser un problema?

¿Por qué Elizabeth no podía confiar en que él se ocuparía de ello? Era su problema, no el de ella. La inquietud de su mujer no iba a ayudar a mejorar la situación.

– Reed -le advirtió ella dando golpecitos con el pie en el suelo.

– Bien -Reed se quitó la chaqueta del traje y se aflojó la corbata-. Al parecer, el senador Kendrick estaba en un comité que dio a Tecnologías Ellias un contrato gubernamental muy lucrativo.

Ella achicó los ojos.

– Y creen que el senador te advirtió sobre ello… -dijo ella.

– Exactamente -dijo Reed-. ¿Estás contenta ahora?

– No, no lo estoy.

– Por eso mismo no te lo conté. Quiero que estés contenta. No quiero que te preocupes por nada.

¿Era tan difícil que ella comprendiera eso?, se preguntó Reed.

– No necesito que me protejas -replicó Elizabeth apretando los labios.

Reed se acercó y comentó:

– El médico dijo que tenías que estar tranquila.

– ¿Cómo puedo estar tranquila si mi esposo me miente?

Él no le había mentido.

Sólo había omitido una pequeña información innecesaria para que no se estresara sin motivo alguno.

– Eso que dices es ridículo -señaló él.

– ¿Es eso lo que piensas?

Notó que ella quería seguir discutiendo.

Bueno, él no estaba dispuesto a entrar en otra discusión a la una de la madrugada.

– Lo que pienso es que Collin se está ocupando del asunto -afirmó con convicción-. La semana que viene esto ya no representará nada en mi vida. Y tú tienes cosas mucho más importantes en que pensar ahora mismo.

– ¿Cómo el menú para la fiesta? -repitió Elizabeth.

– Exactamente. Y la temperatura basal de tu cuerpo -él intentó quitar peso a la conversación-. Y esa bata roja tan insinuante…

– Yo también tengo cerebro, Reed, por si no lo sabías.

¿Por qué le había dicho eso?

– ¿Te he dicho alguna vez que no lo tuvieras?

– Yo puedo ayudarte a resolver tus problemas.

– Ya les pago mucho dinero a profesionales para que me ayuden a resolver los problemas.

De ese modo, Elizabeth y él podían llevar una vida tranquila.

– ¿Esa es tu respuesta?

– Esa es mi respuesta.

Elizabeth esperó que él dijera algo más, pero Reed se sintió satisfecho de terminar ahí la conversación.

Reed fue el último en llegar al almuerzo de negocios que se celebraba en la sala de juntas de Wellington International. Gage, Collin, el magnate de los medios de comunicación Tren Tanford y la detective privada Selina Marin ya estaban sentados alrededor de la lustrosa mesa cuando él entró.

– ¿Ya has conseguido hablar con Kendrick? -preguntó Gage sin preámbulos.

Reed agitó la cabeza y cerró la puerta por detrás de él antes de ocupar su lugar a la cabeza de la mesa.

Había café recién hecho en una mesa contigua, y por las ventanas se veían los colores del otoño en el parque de abajo.

– Su secretaria dice que está en reuniones en Washington toda la semana.

– ¿No tiene teléfono móvil? -preguntó Collin.

– No pueden interrumpirlo -dijo Reed, repitiendo las palabras que le habían dicho a él.

Su expresión dio a entender a los presentes que le parecía una excusa poco válida.

Nunca había tenido problema en ponerse en contacto con Kendrick hasta entonces. De hecho, generalmente era Kendrick quien se ponía en contacto con él.

– Necesitamos que Kendrick lo niegue -dijo Trent-. Al menos, necesitamos que niegue públicamente que te ha dado información confidencial. Y yo preferiría tenerlo en video.

– Lo tendrás -dijo Reed, esperando que fuera pronto.

Era algo que interesaba a todo el mundo, incluso al senador, tenerlo grabado. Como no podían identificar a la persona que los había chantajeado, el respaldo de Kendrick era la mejor forma de parar la investigación.

– ¿Llegaste a algo con la policía? -preguntó Reed a Selina.

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