Amanda Quick - Cita De Amor

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Augusta Ballinger estaba segura de que se trataba de un terrible error. No era posible que el temible, pomposo y peligrosamente perturbador conde de Graystone quisiera casarse con ella… porque se rumoreaba que la elegida tenía que ser un dechado de virtudes. Y todos sabían que ella, la última descendiente de los desenfrenados Ballinger de Northumberland, no respetaba las normas sociales. Con el fin de convencer al conde de que no es la esposa apropiada, planea un encuentro a medianoche. Pero al entrar en la casa por una ventana sólo consigue fortalecer la resolución de él: arrancar a besos la risa de esos labios de miel y enseñar buen comportamiento a la indomable jovencita. Pero un viejo enemigo irrumpe para amenazar el amor de los dos, su honor e incluso su vida.

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– No pienso probar esa teoría personalmente. -Harry compuso una expresión sombría al contemplar cómo Lovejoy hacía girar a Augusta de modo desinhibido-. Si me disculpas, reclamaré una pieza con mi novia.

– Hazlo. Podrías entretenerla con un discurso acerca del pudor. -Peter se apartó de la pared-. Entretanto, importunaré la velada de Ángel pidiéndole que baile conmigo. Te apuesto cinco a uno a que me rechaza.

– Intenta hablarle del texto que está escribiendo -le sugirió Harry, distraído, dejando la copa sobre una bandeja.

– ¿De qué se trata?

– Si mal no recuerdo, sir Thomas dijo que se trataba de la Guía de conocimientos útiles para las jóvenes.

– ¡Buen Dios! -exclamó Peter, abatido-. ¿Acaso todas las mujeres de Londres están escribiendo un libro?

– Eso parece. Anímate -le aconsejó Harry-. Quizás aprendas algo provechoso.

Se aproximó a la pista abriéndose paso entre las personas de coloridos atuendos. Varias veces detuvo su avance al toparse con quienes lo felicitaban por su compromiso.

Desde que la noticia había sido publicada, hacía dos días, Harry advirtió intrigados a sus conocidos por el anuncio de una alianza tan inesperada.

Lady Willoughby, una matrona corpulenta vestida con tonos rosados, golpeó con el abanico la manga de la chaqueta negra de Harry al pasar.

– De modo que la señorita Augusta Ballinger ha quedado a la cabeza de la lista, ¿eh, milord? Jamás lo habría imaginado porque ha sido usted siempre un hombre profundo, ¿no es así, Graystone?

– Supongo que está felicitándome por mi compromiso -dijo Harry con tono frío.

– Por supuesto, la flor y nata de la sociedad se complace en ello. Esperamos que el asunto nos entretenga durante toda la temporada.

Harry entrecerró los ojos.

– No sé, no sé.

– Vamos, milord, admita que es divertido. Augusta Ballinger y usted forman una pareja muy singular. Será interesante observar si logra llevarla al altar sin tener que batirse en duelo o sin necesidad de rogarle a su tío que la envíe fuera del país. Es una Ballinger de Northumberland y esa rama de la familia es bastante tumultuosa.

– Mi novia es una dama -afirmó Harry con serenidad. Por unos instantes sostuvo la mirada de la mujer con calma helada sin que asomara a su rostro la más mínima emoción-. Espero que se tenga presente cuando se hable de ella.

Lady Willoughby parpadeó confundida y se puso encarnada.

– Desde luego, milord, no he querido ofender. Estaba bromeando. Augusta es una muchacha muy vivaz, pero la queremos y le deseamos lo mejor.

– Gracias. Se lo diré.

Harry inclinó la cabeza con helada cortesía y se alejó gimiendo para sus adentros. Era indudable que Augusta, a tenor de su forma de vida, se había ganado la reputación de rebelde. Tendría que domeñarla antes de que se metiera en problemas.

Por fin la divisó en el extremo opuesto del salón charlando y riendo con Lovejoy. Como si hubiese percibido su proximidad, se interrumpió en medio de una frase y se volvió para encontrar la mirada de Harry. Mientras desplegaba el abanico con lánguida gracia, un brillo de curiosidad asomó a sus ojos.

– Me preguntaba cuándo aparecería, milord -dijo Augusta-. ¿Conoce a lord Lovejoy?

– Sí, nos conocemos. -Harry hizo una brusca reverencia. No le agradó la expresión de malicia de Lovejoy. Tampoco le gustaba que estuviera tan cerca de Augusta.

– Desde luego. Pertenecemos a los mismos clubes, ¿verdad, Graystone? -Lovejoy se volvió hacia Augusta y tomó la mano enguantada en gesto galante-. Querida mía, supongo que debo entregarla a su futuro amo y señor -dijo, llevándose a los labios los dedos de Augusta-. Comprendo que todas mis esperanzas están perdidas. Sólo me resta desear que conserve cierta compasión en su corazón por el golpe devastador que me ha asestado al comprometerse con otro.

– Estoy segura de que se recobrará pronto. -Augusta retiró los dedos y despidió a Lovejoy con una sonrisa. Mientras el barón desaparecía entre la gente, se volvió hacia Harry.

Estaba encendida y cierto brillo desafiante matizaba su mirada. Harry reconoció aquel extraño rubor en las dos breves ocasiones que la había visto antes de que fuese anunciado el compromiso.

Creyó reconocer también el motivo, aquel encuentro a medianoche refugiada entre sus brazos sobre la alfombra de la biblioteca. Era evidente que la señorita Ballinger, pese a pertenecer a la rama Northumberland, se sentía en extremo incómoda ante aquel recuerdo. Harry se convenció de que era buena señal. Indicaba que, a pesar de todo, la dama tenía sentido del pudor.

– ¿Estás acalorada, Augusta? -preguntó con gentil preocupación.

La joven se apresuró a negar con la cabeza.

– Estoy bien, milord. ¿Acaso ha venido a invitarme a bailar, o a sermonearme acerca de alguna cuestión de buen comportamiento?

– Lo segundo. -Harry la cogió de la mano y la condujo al jardín cruzando las puertas del salón.

– Eso temía. -Augusta jugueteó con el abanico mientras cruzaban la terraza. Luego lo cerró de golpe-. He reflexionado mucho, milord.

– También yo. -Harry la detuvo junto a un banco de piedra-. Siéntate, querida. Tenemos que hablar.

– Ya sabía yo lo que sucedería. -Lo miró ceñuda mientras se sentaba con ademán gracioso-. Milord, nuestro compromiso no dará resultado. Será mejor que lo afrontemos y terminemos de una vez.

Harry apoyó el pie en el banco y un codo sobre la rodilla. Contempló el rostro sincero de Augusta, que lo miraba desde la sombra.

– ¿Estás segura?

– Desde luego. Lo he pensado una y otra vez y no puedo sino llegar a la conclusión de que está cometiendo un grave error. Quiero que sepa que me siento muy honrada con su proposición, pero sería más indicado que lo rechazara.

– Augusta, prefiero que no lo hagas -replicó Harry.

– Pero milord, sin duda ahora que ha tenido tiempo de pensarlo comprenderá que una unión entre nosotros no resultaría.

– Y yo estoy convencido de que sí.

Augusta apretó los labios y se levantó de un salto.

– Más bien creerá usted poder obligarme a comportarme de acuerdo con su idea acerca de la buena conducta femenina.

– Augusta, no pongas en mi boca cosas que no he dicho. -Harry la cogió del brazo y la obligó a sentarse otra vez-. Me refiero a que, con algunos ajustes, podríamos llevarnos bien.

– ¿Y quién de los dos cree usted que tendría que llevar a cabo esos ajustes, milord?

Harry suspiró y dirigió una mirada pensativa hacia el seto que tenían detrás.

– Sin duda, tendremos que atenernos los dos a los cambios que exige cualquier matrimonio.

– Sea más concreto, se lo ruego. ¿Qué cambios en particular espera usted de mí?

– Sería mejor que te abstuvieses de bailar el vals con Lovejoy. Hay algo que no me gusta en ese hombre. Y esta noche te prestaba demasiada atención.

– Pero, ¿cómo se atreve? -Augusta volvió a levantarse indignada-. Bailaré el vals con quien se me antoje y sepa que no permitiré que ni mi esposo ni otro hombre asigne mis compañeros de baile. Y si tal conducta resulta poco refinada para su gusto, es sólo un indicio de cómo soy capaz de comportarme.

– Entiendo. Y, por supuesto, me parece alarmante.

– Graystone, ¿se burla de mí? -Los ojos de Augusta chispeaban de furia.

– No, querida mía, no me burlo. Siéntate, te lo ruego.

– No me apetece, no quiero sentarme. Volveré inmediatamente al salón, buscaré a mi prima y me iré a casa. Y cuando llegue, pienso decirle a mi tío que el compromiso ha quedado roto en este mismo momento.

– Augusta, no puedes hacerlo.

– ¿Por qué no?

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