– Bueno…
– Dios sabe que he paseado por los jardines en el transcurso de un baile y he visto a numerosos caballeros y damas abrazándose. Y no se precipitan luego al salón a anunciar sus respectivos compromisos.
Claudia hizo un gesto afirmativo.
– No, creo que no sería justo que un caballero creyera que una dama establece un compromiso en firme basándose sólo en un beso.
Complacida y aliviada, Augusta sonrió.
– No es justo en absoluto, Claudia. Yo he llegado a la misma conclusión. Me alegra que pienses así.
– Claro que -continuó Claúdia, pensativa- si mediara algo más que un beso, cambiarían las cosas.
Augusta se desesperó.
– ¿Te parece?
– Sí, sin duda. -Claudia bebió un sorbo de té mientras pensaba en la hipotética situación-. Estoy convencida. Si la dama respondiera a semejante conducta por parte de un caballero con el más mínimo ardor… es decir, si permitiera otras intimidades o lo alentara de algún modo…
– ¿Sí? -exclamó Augusta, alarmada por el sesgo que tomaba la conversación.
– En ese caso me parecería justo que el hombre supusiera que la mujer le retribuye sus atenciones. Tendría motivos para creer que la dama se ha comprometido por medio de esas acciones.
– Comprendo. -Augusta contempló con aire abatido la novela que tenía sobre el regazo. De pronto, su imaginación se colmó de imágenes de sí misma en lamentable abandono en brazos de Graystone en la biblioteca. Le ardieron las mejillas y rogó que su prima no lo advirtiese y le hiciera preguntas-. ¿Y si el caballero fuera demasiado audaz en sus avances? -arriesgó con cautela-. ¿Y si, de algún modo, la instara a que le permitiera ciertas intimidades que al comienzo la mujer no pensaba permitirle?
– Una dama es responsable de su propia reputación -afirmó Claudia con tan altiva certidumbre que le recordó a la tía Prudence-,En primer lugar, cuidará de comportarse con tan perfecto decoro que no se presenten semejantes situaciones.
Augusta hizo un mohín, pero no dijo nada.
– Y desde luego -continuó Claudia con gravedad si el caballero al que nos referimos fuera un hombre de excelente crianza y gozara de una reputación impecable en cuanto al honor y el decoro, el caso resultaría más claro aún.
– ¿Sí?
– Oh, sí. En ese caso se comprendería por qué estaba convencido de que se le hubieran formulado ciertas promesas. Un individuo de tal dignidad y de tan refinada sensibilidad desde luego esperaría que la dama cumpliera esas promesas implícitas: lo exigiría el honor de la mujer.
– Claudia, ése es uno de los rasgos que siempre he admirado en ti. Aunque eres cuatro años menor que yo, tienes una clara noción de lo que es apropiado. -Augusta abrió la novela y dirigió a su prima una sonrisa tensa-. Dime, ¿no sientes a veces que una vida absolutamente decorosa sería un poco aburrida?
Claudia sonrió con calidez.
– Augusta, desde que vives con nosotros, la vida no tiene nada de aburrida. A tu alrededor siempre sucede algo interesante. Y ahora tengo yo otra pregunta que formularte.
– ¿De qué se trata?
– Quisiera que me dieras tu opinión acerca de Peter Sheldrake.
Augusta la miró sorprendida.
– Ya conoces mi opinión acerca de él, yo hice que te lo presentaran. Me gusta mucho. Me recuerda a mi hermano Richard.
– Esa es una de las cosas que me preocupan -confesó Claudia-. Tiene cierta tendencia a la inquietud y a la imprudencia. No sé si debería alentarlo.
– Sheldrake no tiene nada de malo. Heredará el título de vizconde y una bonita fortuna. Más aún, tiene sentido del humor, que es más de lo que puedo decir de su amigo Graystone.
– Señorita Ballinger, creo que no le he mencionado el hecho de que tuve el privilegio de conocer a su hermano unos meses antes de que muriera. -Desde el otro lado de la mesa de juego, Lovejoy sonrió mientras daba otra mano de naipes.
– ¿A Richard? ¿Conoció a mi hermano? -Augusta había pensado que ya era hora de dejar la sala de juego y unirse a los que bailaban en casa de lady Leebrook, pero en ese momento lo miró perpleja. Al instante, olvidó lo que se refiriera a la estrategia del juego.
Mientras esperaba que Lovejoy continuara hablando, se le hizo un nudo en el estómago. Cuando se mencionaba a su hermano, se ponía a la defensiva dispuesta a pelear contra cualquiera que osara poner en entredicho la reputación de Richard. Era la última Ballinger y defendería su recuerdo con pasión.
Hacía ya media hora que jugaba con Lovejoy, no porque le entusiasmara sino porque esperaba que quizá Graystone la buscara en el salón de baile. Sabía que se irritaría, tal vez hasta se horrorizara, pues consideraría dudoso que una mujer comprometida jugara con otro hombre en un ambiente tan formal.
Con todo, no era impropio, pues en la sala se desarrollaban varias partidas. Algunas señoras perdían sumas similares a las que perdían sus maridos en los clubes masculinos. Sin embargo, los individuos más estrictos de la sociedad, entre los cuales se contaba Graystone, no aprobaban tal entretenimiento. Y Augusta estaba segura de que, si la hallaba jugando y precisamente con Lovejoy, el conde se pondría furioso.
Su actitud constituía una módica venganza frente a la altivez con que la había tratado la otra noche en el jardín insistiendo en que el honor le exigía el compromiso, pero era la única que obtendría. Tenía preparados los argumentos de su defensa. Precisamente se había aprestado a usarlos. Si Graystone se enfadaba porque estuviera jugando a cartas con Lovejoy, Augusta le diría que no podía quejarse, pues sólo le había prohibido bailar el vals con el barón. Nada había dicho de naipes. Graystone se ufanaba de ser un hombre lógico; en esta ocasión, se ahogaría en su propia lógica. Y si el juego le parecía una ofensa demasiado grave podía liberarla de sus promesas implícitas y dejar que rechazara el compromiso.
No obstante, al parecer Graystone había decidido no asistir al aristocrático evento en casa de los Leebrook y su intento de desafiarlo era en vano. Augusta se había cansado del juego, aunque estaba ganando, y si bien Lovejoy era una compañía agradable, no podía dejar de pensar en Graystone. Sin embargo, a la mención de Richard, la idea de abandonar el juego y volver al salón de baile se alejó de la mente de Augusta.
– Comprenderá que, si bien no lo conocí a fondo -prosiguió Lovejoy mientras daba cartas con aire indiferente-, me pareció agradable. Recuerdo que lo conocí en las carreras. Apostó a un caballo y ganó una buena suma, aunque yo no participaba de la apuesta.
Augusta sonrió con tristeza.
– A Richard le gustaban los encuentros deportivos. -Levantó las cartas y las miró sin verlas. No podía concentrarse, su atención la acaparaba Richard. «Mi hermano era inocente.»
– Eso tengo entendido.¿Lo heredó de su padre?
– Sí. Mi madre solía afirmar que estaban cortados por la misma tijera: auténticos Ballinger de Northumberland, ansiosos de aventuras y de excitación. -Ojalá Lovejoy no tuviese idea de los rumores que habían circulado tras la muerte de su hermano. Pero no era probable, el barón había pasado los últimos años en el continente con su regimiento.
– Sentí inmensamente la muerte de su hermano -continuó Lovejoy concentrándose en su juego-. Le presento mis condolencias aunque sea con retraso, señorita Ballinger.
– Gracias.
Augusta fingió observar sus naipes mientras aguardaba a que Lovejoy agregara algo más. Volvieron en tropel los recuerdos de la risa y la calidez de Richard borrando el rumor de conversaciones que llenaba el salón. Tenía que habérselo conocido para convencerse de que era imposible que hubiese traicionado a su patria.
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