Amanda Quick - Cita De Amor

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Augusta Ballinger estaba segura de que se trataba de un terrible error. No era posible que el temible, pomposo y peligrosamente perturbador conde de Graystone quisiera casarse con ella… porque se rumoreaba que la elegida tenía que ser un dechado de virtudes. Y todos sabían que ella, la última descendiente de los desenfrenados Ballinger de Northumberland, no respetaba las normas sociales. Con el fin de convencer al conde de que no es la esposa apropiada, planea un encuentro a medianoche. Pero al entrar en la casa por una ventana sólo consigue fortalecer la resolución de él: arrancar a besos la risa de esos labios de miel y enseñar buen comportamiento a la indomable jovencita. Pero un viejo enemigo irrumpe para amenazar el amor de los dos, su honor e incluso su vida.

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Y, a fin de cuentas, la identidad del hombre que Harry había llegado a considerar como un enemigo personal en el inmenso tablero de ajedrez de la guerra, permanecía en el misterio. «Es una desgracia que me resulte tan difícil dejar sin resolver los enigmas», pensó Harry. Habría dado cualquier cosa por conocer la identidad de Araña. Desde el principio, el instinto le decía que aquel hombre debía de ser inglés y no francés. Lo enfurecía que el traidor no fuese descubierto. Por culpa de Araña habían muerto buenos agentes y combatientes aguerridos.

– Graystone, ¿está leyendo su futuro en las llamas? No creo que encuentre ahí las respuestas.

Harry alzó la mirada cuando la voz perezosa de Lovejoy interrumpió sus meditaciones.

– Sabía que aparecería tarde o temprano, Lovejoy. Quería intercambiar unas palabras con usted.

– ¿En serio? -Lovejoy se sirvió coñac y se apoyó al descuido contra la repisa de la chimenea. Hizo girar el líquido dorado en la copa y sus ojos verdes adquirieron un brillo malévolo-. Primero me permitirá que lo felicite por su compromiso.

– Gracias. -Harry esperó.

– La señorita Ballinger no parece adecuada a su estilo. Me temo que ha heredado la tendencia familiar hacia la imprudencia y el comportamiento atolondrado. Será una unión peculiar, si no le importa que se lo diga.

– Sí me importa -Harry mostró una sonrisa fría-, y tampoco me gusta que baile usted con ella.

La expresión de Lovejoy fue de maliciosa expectativa.

– A la señorita Ballinger le encanta el vals. Me aseguró que le parecía un compañero muy diestro.

Harry volvió a contemplar el fuego.

– En favor de los involucrados, sería conveniente que encontrara otra mujer a la que impresionar con sus habilidades de danza.

– ¿Y si no lo hago? -lo provocó Lovejoy con suavidad.

Harry lanzó un hondo suspiro y se levantó.

– En ese caso, me obligará a adoptar otras medidas para proteger a mi prometida de sus atenciones.

– ¿Cree que puede hacerlo?

– Sí -respondió Harry-. Claro que puedo, y lo haré. -Levantó la copa y bebió lo que quedaba en ella. Luego, sin añadir palabra, dio media vuelta y salió.

«¿Qué quería decir con que no me batiría a duelo por una mujer?», pensó Harry con amargura. Comprendió que un momento antes había estado a punto de lanzar un desafío. Si Lovejoy hubiera entendido la insinuación, la situación podría haber terminado en algo tan irritante y melodramático como un duelo de pistolas al amanecer.

Harry sacudió la cabeza. Hacía sólo dos días que se había prometido y Augusta ejercía ya un efecto inquietante en la existencia tranquila y ordenada del conde. Todo aquello le hacía preguntarse cómo sería su vida cuando se casara con esa mujer.

Augusta, acurrucada en el sillón azul junto a la ventana de la biblioteca, miró ceñuda la novela que tenía sobre el regazo. Hacía cinco minutos que intentaba leer la página que tenía delante, y cada vez que llegaba a la mitad del primer párrafo, perdía la concentración y debía volver a comenzar.

No podía pensar en otra cosa que no fuese Harry.

Le resultaba imposible creer en la serie de precipitados acontecimientos que la habían llevado a la situación actual.

Sobre todo, no comprendía su propia reacción ante los hechos. Desde el instante en que se había encontrado entre los brazos de Harry en el suelo de la biblioteca, arrastrada por los primeros impulsos de la pasión, se sentía envuelta en una neblina.

Cada vez que cerraba los ojos, la inundaba la excitación de los besos de Harry, el calor de su boca la arrasaba y el recuerdo de sus íntimas caricias aún seguía debilitándola.

Y Harry seguía insistiendo en que se casaran.

Se abrió la puerta y la joven alzó la vista, aliviada.

– Augusta, estás aquí. Te estaba buscando. -Claudia entró sonriendo en la habitación-. ¿Qué estás leyendo? Otra novela, supongo.

– El anticuario. -Augusta cerró el libro-. Es muy entretenido. Hay muchas aventuras, una heredera perdida y peligrosas huidas.

– Ah, sí. La última novela de Waverly. Debí imaginarlo. ¿Todavía tratas de descubrir la identidad del autor?

– Debe de ser Walter Scott. Estoy segura.

– Como mucha otra gente. El misterio de la identidad del autor contribuye en gran medida a que se vendan los libros.

– No lo creo. Son historias muy agradables. Se venden por las mismas razones que los poemas épicos de Shelley: son entretenidos. No se puede resistir la tentación de volver la página para ver qué sucede a continuación.

Claudia le lanzó una suave mirada de reproche.

– Ahora que eres una mujer comprometida, ¿no crees que tendrías que dedicarte a lecturas más elevadas? Quizás alguno de los libros de mi madre fueran más apropiados para una dama a punto de convertirse en la esposa de un hombre serio y bien educado. No querrás avergonzar al conde por falta de información.

– A Graystone no le vendría nada mal un poco de conversación frívola -murmuró Augusta-. Es un individuo demasiado estricto. ¿Sabes que me prohibió bailar más con Lovejoy?

– ¿En serio? -Claudia se sentó frente a su prima y se sirvió una taza de té de la tetera que había sobre la mesa.

– Me ordenó que no lo hiciera.

Claudia lo pensó.

– Tal vez no sea mal consejo. Lovejoy es demasiado atrevido, te lo aseguro, y me inclino a pensar que sería capaz de aprovecharse de una dama que le permitiese demasiadas libertades.

Augusta elevó los ojos al cielo como pidiendo paciencia.

– Lovejoy es fácil de manejar y, además, un caballero. -Se mordió el labio-. Claudia, ¿te molestaría que te hiciera una pregunta delicada? Me gustaría que me aconsejaras con respecto al decoro y, para serte sincera, no se me ocurre nadie que pudiese hablarme con más conocimiento que tú acerca del tema.

Claudia irguió aún más la espalda y adoptó un aire grave y atento.

– Intentaré orientarte lo mejor que pueda, Augusta. ¿Qué es lo que te preocupa?

De pronto, Augusta deseó no haber comenzado, pero ya era tarde. Se sumergió en el tema que le quitaba el sueño desde la noche del baile.

– ¿Te parece razonable que un hombre se arrogue el derecho de pensar que una dama se comprometiera porque le permitiera besarla?

Reflexionando, Claudia frunció el entrecejo.

– Por supuesto que una dama no debería permitir a nadie, excepto al novio o al esposo, que se tomara semejantes libertades. Mamá lo expresó con suma claridad en Instrucciones sobre la conducta y el porte de las jóvenes.

– Sí, lo sé -dijo Augusta impacientándose-. Pero seamos realistas, estas cosas suceden. Las personas se roban besos en los jardines. Eso se sabe. Y mientras sean discretos, nadie tiene la obligación de anunciar el compromiso después de un beso.

– Supongo que hablamos de manera hipotética -dijo Claudia lanzándole una mirada suspicaz.

– Por supuesto. -Augusta agitó la mano en un gesto despreocupado-. El tema surgió de una discusión con unas amigas en Pompeya, y tratábamos de llegar a una conclusión acerca de lo que se espera de una mujer en esa situación.

– Augusta, sin duda sería preferible que no te enzarzaras en esas discusiones.

Augusta rechinó los dientes.

– Sin duda, pero, ¿podrías responderme la pregunta?

– Bueno, pienso que permitir a un hombre que la bese a una es ejemplo de un comportamiento deplorable, pero no sobrepasa los límites, ¿entiendes lo que quiero decir? Sería de desear que la dama en cuestión tuviese una noción más ajustada del decoro, pero no podría condenársela por un beso robado. Yo, al menos, no la condenaría.

– Sí, yo pienso lo mismo -dijo Augusta, ansiosa-. Y por cierto que el hombre en cuestión no tiene derecho a pensar que la dama le prometiera matrimonio porque le robara un beso.

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