Con suma delicadeza guió la pequeña mano de la joven hasta su propio hombro y los dedos de ella lo aferraron. Entonces él ahondó el beso deteniéndose en aquella apetecible boca. El sabor de Augusta le pareció increíble: dulce, incitante y femenino, despertó todos sus sentidos. Antes de comprender siquiera lo que hacía, deslizó la lengua en la intimidad de la boca de Augusta. Sus manos apretaron la breve cintura estrujando la seda rosada. Sentía las rosas diminutas prietas contra su camisa. Bajo la tela, percibió los pequeños pezones erectos.
Augusta enlazó los brazos al cuello del conde. La capa cayó de sus hombros exponiendo la curva superior de los pechos. Harry aspiró el intenso aroma de mujer y el perfume que usaba, y todo su cuerpo se tensó expectante.
Deslizó suavemente una de las mangas del vestido de Augusta por el hombro. El pecho izquierdo, pequeño aunque bien formado, emergió del casi inexistente corpiño y Harry ahuecó la palma en torno de aquella fruta de firmes contornos. No se había equivocado con respecto a los pezones: el que tocaba con la punta del dedo era tan incitante como una frutilla roja y madura.
– ¡Por Dios, Harry! ¡Milord!
– Harry.
El conde deslizó el pulgar por el pezón floreciente y sintió el inmediato temblor de Augusta. El resplandor del hogar jugueteó sobre las piedras rojas del collar. Harry contempló la espléndida imagen de Augusta iluminada por las piedras y la naciente sensualidad de su mirada, y en la mente del conde apareció la imagen de las legendarias reinas de la antigüedad.
– Cleopatra mía -murmuró con voz ronca.
Augusta se contrajo y trató de apartarse. Harry tocó otra vez el pezón con suavidad, incitándola y besó el hueco del cuello.
– ¡Harry! -jadeó Augusta, se estremeció y se apoyó con fuerza sobre el hombre. Los brazos de la joven se estrecharon con fuerza en el cuello del conde-. ¡Ah, Harry, me preguntaba…! -Lo besó en el cuello y se abrazó a él.
El súbito arrebato de pasión confirmó lo que le decía a Harry su instinto masculino. Sabía que Augusta le respondería así. Pero no había pensado en su propia reacción a esa respuesta. El deseo floreciente de Augusta dominó sus sentidos.
Sin apartar la mano del pecho de Augusta, la tendió sobre la alfombra. La muchacha se aferró a los hombros del conde mirándolo tras las pestañas. Los bellos ojos topacio desbordaban anhelo y maravilla, y también algo parecido al miedo. Harry gimió mientras se tendía junto a ella y buscaba el borde del vestido.
– Milord… -dijo en un tenue susurro.
– Harry -la corrigió otra vez, besando el pezón rosado que había estado acariciando con el pulgar. Con lentitud, alzó la seda rosada de la falda hasta las rodillas, exponiendo las piernas cubiertas por delicadas medias rayadas.
– Harry, debo decirte algo importante. No quisiera que te casases conmigo y te decepcionases.
Harry permaneció inmóvil, sintiendo una especie de fuego helado en su interior.
– ¿Qué quieres confesarme, Augusta? ¿Acaso te has acostado con otro hombre?
Por un instante, la joven parpadeó sin comprender. Luego, sus mejillas se tiñeron de rojo.
– Por Dios, no. No tiene nada que ver con lo que quería decir.
– Magnífico. -Harry esbozó una sonrisa de alivio.
Por supuesto que Augusta no había dormido con ningún hombre, el instinto se lo decía. Y sin embargo, lo satisfizo confirmarlo. «Un problema menos de qué preocuparme», pensó complacido. Ya que no existía un amante en el pasado de Augusta con el que competir, le pertenecería por completo.
– Harry, el problema es que -continuó Augusta con tono sincero- no sería una buena esposa para ti. Traté de explicártelo la noche que me descubriste en la biblioteca de Enfield. No me considero sujeta a reglas de sociedad. Debes recordar que soy una Ballinger de Northumberland. No soy tan angelical como mi prima. No me importa el decoro, y tú afirmaste con toda claridad que querías una esposa recatada.
Harry alzó un poco más la falda del vestido sobre las piernas y sus dedos dieron con la increíble suavidad del interior de los muslos.
– Creo que con un poco de instrucción serás una esposa perfecta.
– No estoy yo tan segura -dijo la muchacha con acento desesperado-. Es muy difícil cambiar el temperamento.
– No deseo que lo cambies.
– ¿No? -contempló ansiosa el rostro de Harry-. ¿Te gusta mi manera de ser?
– Mucho. -La besó en el hombro-. Quizás en ciertos aspectos podríamos hacer algunos cambios, mas estoy convencido de que todo saldrá bien y te convertirás en una perfecta condesa.
– Entiendo. -Augusta se mordió el labio inferior y juntó las piernas-. Harry, ¿me amas?
El conde suspiró y detuvo el movimiento de la mano entre los muslos de ella.
– Augusta, sé que muchas jóvenes modernas como tú creéis que el amor es algo místico, una sensación única que desciende como magia sin intervención de lógica o explicación alguna, pero yo tengo una opinión diferente.
– Claro. -Fue evidente la expresión de decepción en los ojos de la muchacha-. Supongo que no crees en el amor, ¿no es así? A fin de cuentas, eres un estudioso de Aristóteles, Platón y otros tipos igualmente lógicos. Debo advertirte que tanto pensamiento racional puede pudrir el cerebro.
– Lo tendré en cuenta.
Le besó el pecho, gozando de la textura de la piel. ¡Por Dios, qué bueno era! No podía recordar la última vez que había deseado a una mujer como deseaba a ésta. Y estaba impaciente. El cuerpo de Harry se estremecía de deseo, y el aroma difuso y punzante de la excitación de Augusta lo subyugaba. «¡Me desea!» Le separó las piernas y buscó con los dedos el húmedo calor de la mujer.
Augusta lanzó una exclamación y se aferró a él, abriendo los ojos atónita.
– ¡Harry!
– ¿Te gusta, Augusta? -Depositó una lluvia de besos sobre el pecho mientras sus dedos acariciaban los suaves y túmidos pétalos que custodiaban los secretos más íntimos de la muchacha.
– No sé… -jadeó Augusta-. Es una sensación extraña. No sé si…
El alto reloj situado en un rincón tocó la hora. Fue como si alguien hubiese arrojado un cubo de agua helada sobre Harry, que recuperó la cordura con un súbito sobresalto.
– ¡Buen Dios! ¿Qué demonios estoy haciendo? -Harry se incorporó de golpe y bajó el vestido de Augusta hasta los tobillos-. Mira qué hora es. Lady Arbuthnot y tu amigo Scruggs deben de estar esperándote. No quisiera imaginar lo que estarán pensando.
Augusta esbozó una sonrisa dubitativa mientras el conde la ayudaba a ponerse de pie y le alisaba el vestido.
– No hay motivo de alarma, milord. Lady Arbuthnot es una mujer tan moderna como yo y Scruggs, su mayordomo, no dirá nada.
– Sí dirá -murmuró Harry al tiempo que intentaba acomodar las pequeñas rosas y le colocaba la capa sobre los hombros-. ¡Maldito vestido! Te deja casi desnuda. Una de las primeras cosas que harás después que nos casemos será encargar un nuevo guardarropa.
– Harry…
– Date prisa, Augusta. -La cogió de la mano y la ayudó a pasar por la ventana. -Tengo que llevarte a casa de lady Arbuthnot sin pérdida de tiempo. No quisiera que hubiera lugar a murmuraciones.
– Caramba, milord. -En el tono de la joven había un matiz de reproche.
Harry no hizo caso de la irritación de Augusta. Cruzó la ventana y la ayudó a bajar. Gimió al sentirla suave y flexible entre sus brazos. Se le cruzó la idea de llevarla a su propio dormitorio en lugar de a la residencia de su amiga, pero aquella noche era imposible.
«Pronto», se prometió, mientras la cogía de la mano y la guiaba por el jardín hacia la puerta. El matrimonio se realizaría pronto. «No podré sobrevivir mucho tiempo a esta agonía. ¡Buen Dios!, ¿qué me ha hecho esta mujer?»
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