Amanda Quick - Cita De Amor

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Augusta Ballinger estaba segura de que se trataba de un terrible error. No era posible que el temible, pomposo y peligrosamente perturbador conde de Graystone quisiera casarse con ella… porque se rumoreaba que la elegida tenía que ser un dechado de virtudes. Y todos sabían que ella, la última descendiente de los desenfrenados Ballinger de Northumberland, no respetaba las normas sociales. Con el fin de convencer al conde de que no es la esposa apropiada, planea un encuentro a medianoche. Pero al entrar en la casa por una ventana sólo consigue fortalecer la resolución de él: arrancar a besos la risa de esos labios de miel y enseñar buen comportamiento a la indomable jovencita. Pero un viejo enemigo irrumpe para amenazar el amor de los dos, su honor e incluso su vida.

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Iba vestida con un vestido de seda azul pálido elegido por Augusta y tenía un aspecto angelical. El elegante corte se balanceaba con suavidad alrededor de las sandalias. El cabello rubio iba dividido en el centro al estilo de una madona y adornado con una pequeña peineta de diamantes.

– Pero Claudia, ¿y si fuera una equivocación?

– Por supuesto, haré lo que papá desee. Siempre he tratado de ser una buena hija. No obstante, tú misma comprobarás que no hubo tal error. Augusta, ya que durante toda la temporada me has dado excelentes consejos, deja ahora que te los dé yo a ti. Esfuérzate por agradar a Graystone. Intenta por todos los medios comportarte como una condesa y estoy segura de que el conde te tratará bien. Quizá te vendría bien volver a leer alguno de los libros de mi madre antes de casarte.

Augusta ahogó un juramento mientras su prima salía de la habitación cerrando la puerta tras ella. A veces, vivir en casa de los de Hampshire podía resultar enervante.

Era indudable que Claudia sería la perfecta condesa de Graystone. Augusta podía imaginarla sentada frente al conde a la mesa de desayuno comentando con él los planes del día. «Por supuesto, se hará como milord desee.» Era evidente que, al cabo de quince días, se aburrirían los dos a muerte.

«Pero eso es problema de ellos», se dijo Augusta al tiempo que se detenía ante el espejo. Se miró ceñuda y recordó que aún no había elegido las joyas con que acompañar el vestido rosa.

Abrió la cajita dorada que tenía sobre el tocador. Allí guardaba sus posesiones más valiosas: una hoja de papel cuidadosamente plegada y un collar. Aquel papel, sucio de lúgubres manchas, contenía un ácido poema que había escrito el hermano de Augusta poco antes de morir. El collar había sido propiedad de las mujeres de la rama Northumberland durante tres generaciones. La última había sido la madre de Augusta. Se componía de una hilera de rubíes de color rojo sanguina intercalados de diminutos diamantes. Del centro pendía un rubí grande.

Augusta sujetó con cuidado el collar en torno a su cuello. Lo usaba con frecuencia, era lo único que le quedaba de su madre. Todo lo demás lo había vendido Richard para pagar aquel bendito rango de oficial.

Una vez colocado el collar, el rubí central se acomodó en el valle de sus pechos. Augusta se volvió a la ventana y comenzó a trazar planes desesperados.

Poco después de la medianoche, Harry regresó a su casa del club, mandó a dormir a los criados y se dirigió a su santuario: la biblioteca. Sobre el escritorio había la última carta de su hija trabajosamente escrita hablándole de sus progresos en los estudios y del clima de Dorset.

Harry se sirvió una copa de coñac y se sentó a releerla sonriendo para sí. Meredith tenía nueve años y su padre estaba orgulloso de ella. Era una estudiante aplicada y anhelaba complacer a su padre y realizar sus tareas con éxito.

Él mismo había organizado los estudios de su hija y supervisaba con minuciosidad cada etapa. Cualquier elemento frívolo como podían ser las acuarelas y la lectura de novelas, que provocaban la ligereza y las inclinaciones románticas características de la mayoría de las mujeres, había sido expurgado del programa sin piedad. No quería que Meredith se viese expuesta a ello.

La institutriz Clarisa Fleming, una aristócrata por derecho propio, aunque tronada, compartía los puntos de vista del conde con respecto a la educación. Estaba plenamente capacitada para enseñar las materias que él quería que aprendiese Meredith y Harry estaba complacido de contar con ella.

Dejó la carta, bebió otro sorbo de licor y trató de imaginar lo que sucedería en aquella casa tan organizada cuando Augusta se hiciera cargo de ella.

«Tal vez haya perdido el juicio.»

Fuera, al otro lado de la ventana, algo se movió. Con el entrecejo fruncido, miró y no vio más que oscuridad. Luego oyó un débil arañazo. Suspirando, agarró el elegante bastón de ébano que procuraba tener siempre a mano. Si bien Londres no era el continente y la guerra había terminado, el mundo ya no era un lugar seguro. Su experiencia de la naturaleza humana le decía que quizá nunca lo sería.

Se levantó con el bastón en la mano, apagó la lámpara y se situó junto a la ventana. En cuanto la habitación quedó a oscuras, el ruido aumentó, ahora con un matiz frenético. Alguien corría entre los arbustos que bordeaban la casa. Instantes después se oyó un golpeteo en la ventana. Harry miró y vio una figura encapuchada que espiaba a través del cristal. A la luz de la luna apareció una pequeña mano disponiéndose de nuevo a golpear.

Aquella mano le resultó familiar.

«¡Demonios!» Harry se alejó de la pared y dejó el bastón sobre el escritorio. Abrió la ventana con un movimiento brusco y furioso, apoyó las manos en el alféizar y se inclinó hacia fuera.

– Gracias a Dios que está todavía aquí, milord. -Augusta se echó la capucha hacia atrás. La luz pálida de la luna mostró la expresión de alivio de su rostro-. Vi la luz encendida, pensé que estaba aquí y, de pronto, cuando se apagó, temí que hubiera dejado la biblioteca. Si no lo hubiese encontrado esta noche, habría sido un desastre. Permanecí durante más de una hora en casa de lady Arbuthnot esperando a que regresara.

– Si hubiera sabido que me esperaba una dama, me habría preocupado de volver antes.

Augusta frunció la nariz.

– ¡Ah, caramba! Está enfadado, ¿verdad?

– ¿De dónde saca esa impresión?

Harry se inclinó, la aferró por los brazos a través de la tela de la capa y la alzó haciéndola pasar por la ventana. En ese momento vio otra figura agazapada entre los arbustos.

– ¿Quién demonios la acompaña?

– Es Scruggs, milord, el mayordomo de lady Arbuthnot -exhaló Augusta sin aliento. Cuando el conde la soltó, la muchacha se irguió y se acomodó la capa-. Lady Arbuthnot insistió en que me acompañara.

– Conque Scruggs, ¿eh? Comprendo. Espere aquí, Augusta.

Harry atravesó una pierna por encima del alféizar y luego la otra. Se dejó caer sobre la tierra húmeda e hizo señas a la figura que se acuclillaba entre las matas.

– Acérquese, buen hombre.

– Señoría -Scruggs se adelantó con un extraño andar cojitranco. En las sombras, sus ojos brillaban divertidos-. ¿En qué puedo servirlo, señor?

– Scruggs, creo que por esta noche ya ha hecho suficiente -dijo Harry entre dientes. Sabiendo que Augusta escuchaba por la ventana abierta, bajó la voz-: Si vuelve a ayudar a esta dama en alguna otra aventura por el estilo, enderezaré con mis propias manos esa lamentable postura… para siempre. ¿Me ha entendido?

– Sí, señor. Con toda claridad, señoría. Perfectamente. -Scruggs inclinó la cabeza en una reverencia servil y retrocedió encogiéndose de manera patética-. Me limitaré a esperar a la señorita Ballinger aquí, a la intemperie, aunque el aire nocturno acentúe el reumatismo de estos viejos huesos. No se preocupe por mis articulaciones, milord.

– No pienso preocuparme por sus articulaciones hasta el momento en que sea necesario descoyuntarlas una por una. Vuelva con Sally. Yo cuidaré de la señorita Ballinger.

– Sally pensaba devolverla a casa en su propio coche en compañía de otras miembros del Pompeya -susurró Peter con su voz propia-. No te aflijas, Harry, los únicos que sabemos lo que está sucediendo aquí somos Sally y yo. Esperaré a Augusta en el jardín del club. Estará segura una vez allí.

– Sheldrake, no sabes cuánto me alivia saberlo.

Peter rió entre las falsas patillas.

– No fue idea mía. Se le ocurrió a la señorita Ballinger.

– Por desgracia, lo creo.

– No hubo forma de detenerla. Le pidió a Sally que le permitiera atravesar el jardín y el callejón hasta tu casa y ella, con toda prudencia, insistió en que la acompañase yo. No podíamos hacer más que asegurarnos de que no sufriese ningún daño hasta llegar a ti.

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