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Juliette Benzoni: El Rubí­ De Juana La Loca

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Juliette Benzoni El Rubí­ De Juana La Loca

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—Les abre la puerta el diablo. Anoche usted habría entrado si yo no hubiese intervenido.

El jardín debió de ser delicioso. Las baldosas azules y amarillas que marcaban los caminos estaban rotas, descoloridas, algunas reducidas a polvo, pero aquella espléndida primavera la vegetación, más abundante que nunca, transformaba los antiguos macizos en una pequeña jungla delirante y perfumada. Una gran piedra desgastada, que había sido un banco cubierto de azulejos azules, acogió a los dos hombres bajo un obstinado naranjo cuyas flores blancas despedían una suave fragancia. Todo ese bonito batiburrillo ocultaba las heridas de la vieja casa.

—Yo no sé si el diablo vive aquí, pero esto presenta ciertas similitudes con un paraíso —observó Morosini.

—La pena es que no haya nada que beber —repuso el mendigo—. Estamos casi en tierras islámicas, y las huríes de Mahoma se mostraban más generosas.

—No hay más que pedir —dijo Morosini, sacando de una bolsa de viaje que llevaba consigo dos porrones de manzanilla envueltos en sendos paños húmedos para mantenerlos frescos y tendiendo uno a su compañero.

—¡Usted sí que sabe vivir! —dijo éste, echando la cabeza hacia atrás para enviar, con gesto experto, un largo chorro de vino al fondo de la garganta.

Aldo hizo lo mismo pero con más moderación.

—He pensado —dijo— que su memoria se sentiría más a gusto humedeciéndose un poco. Ahora, si le parece bien, hábleme de esa tal Catalina cuya belleza me impresionó.

—Siempre ha sido así. En el último cuarto del siglo XV era la muchacha más bonita de Sevilla y quizá de toda Andalucía. Y como su padre era muy rico, disponía de todos los medios para realzar esa belleza: se vestía como una princesa…

—Me dijo que su padre era un converso. Supongo que eso quiere decir convertido, ¿no?

—Sí, pero no uno cualquiera: un judío convertido. Desde que Tito saqueó Israel, nunca estuvieron los judíos tan a punto de construir una nueva Jerusalén como en la Edad Media y en este país. Su fracaso definitivo fue obra de Isabel la Católica. Para empezar, desempeñaron un papel importante en la venida de los sarracenos de África hacia el año 709 y fueron recompensados por ello. Durante el reinado de los califas, y pese a persecuciones intermitentes, alcanzaron su grado de prosperidad más elevado. Destacaban tanto en medicina como en astrología, y a través de sus correligionarios de África conseguían drogas, especias, todos los medios para practicar un comercio generador de riqueza… Pero debo de estar aburriéndole. Parece que le esté dando una clase de historia y…

—Una clase absolutamente necesaria y muy interesante. Continúe, por favor.

Animado por estas palabras, el mendigo le sonrió, bebió otro trago, se secó la boca con una manga y prosiguió:

—Cuando los cristianos volvieron a ocupar poco a poco la península, los judíos siguieron viviendo tranquilos. El rey Fernando III, llamado el Santo cuando reconquistó Sevilla en 1248, incluso les dio cuatro mezquitas para convertirlas en sinagogas y los barrios más ricos para que se instalaran en ellos. Pero con dos condiciones: no insultar la religión de Cristo y abstenerse de hacer proselitismo. Lamento decir que no respetaron su promesa.

—¿Lo lamenta? ¿Por qué?

—Yo también soy judío —dijo el mendigo con sencillez—. Diego Ramírez, para servirlo. Y nunca me ha gustado que mis correligionarios observen una conducta reprobable. Pero es un hecho patente que violaron la ley todo lo que quisieron. Se habían enriquecido tanto que prestaban dinero a los reyes. Alfonso VIII incluso nombró a uno de ellos su tesorero, y de forma progresiva el gobierno pasó en gran parte a sus manos. Hasta se dice que la reina María, amenazada de muerte por su esposo si no le daba un hijo varón, cambió al nacer a la heredera legítima por un niño judío, el futuro Pedro el Cruel, que pasó largas temporadas aquí. Su muerte fue la primera desgracia para los hijos de Israel, pero los acechaba una desgracia todavía peor: la gran epidemia de peste, la Muerte Negra que exterminó en dos años la mitad de Europa. Las multitudes enloquecidas los hicieron responsables de aquello, acusándolos de haber envenenado los pozos. Pese a las amenazas de excomunión del papa Clemente VI, comenzaron las matanzas. Aquí, cuatro mil habitantes de la judería fueron exterminados, y los demás, obligados a convertirse.

»Ése fue el origen de una nueva clase social, los conversos. Sin embargo, si bien hubo algunas conversiones sinceras, la mayoría había abandonado su culto ancestral con la boca pequeña. Enseguida se dieron cuenta de que era la única posibilidad de recuperar su fortuna y su poder. Fingiendo ser cristianos, podían acceder a todos los puestos, entrar en la Iglesia e incluso casarse con miembros de las familias nobles. Y ascendieron tan rápidamente en la escala social que volvieron a convertirse en un estado dentro del Estado. Algunos llevaban la hipocresía hasta el extremo de maltratar a sus hermanos pobres que habían permanecido fieles a la ley de Moisés, sin renunciar al mismo tiempo a celebrar las ceremonias judías.

»Esta situación habría podido prolongarse. Desgraciadamente, seguros de su poder y de sus fortunas, apoyados por una Iglesia en buena parte afecta a ellos, se escondieron cada vez menos, practicaron la blasfemia casi oficial, el escarnio, y mostraron una falta total de escrúpulos. El resto del pueblo los odiaba tanto como los temía, pero su mayor error fue no haber apreciado en su justo valor a la joven reina Isabel, que reunía todas las cualidades de un gran jefe de Estado.

—Ah, tengo la impresión de que no vamos a tardar en hablar de la Inquisición —dijo Morosini.

—Pues sí. Un día de septiembre de 1480, Isabel la Católica abrió uno de los cajones del mueble donde guardaba los papeles de Estado y sacó un documento que descansaba allí desde hacía aproximadamente un año. Era un pergamino provisto de un sello de plomo sujeto a unas cintas de seda de colores claros: la bula que autorizaba a los soberanos españoles a instaurar en su país un severo tribunal eclesiástico. El documento llevaba fecha de 1 de noviembre de 1478, pero la reina había tenido la prudencia de tomarse tiempo para reflexionar y diferir su promulgación. Esta vez, lanzó el arma terrible que guardaba en el secreto de sus aposentos.

Diego Ramírez había hecho otra pausa para saciar su sed y Morosini empezó a preguntarse si le quedaría la suficiente lucidez para contar la historia que a él le interesaba por encima de todo.

—Si he entendido bien —dijo—, ya tenemos el decorado montado, la atmósfera creada… Vayamos ya a la historia de Catalina, por favor.

—Estoy a punto de llegar, no tema. Entre la creación de la Inquisición y el drama que nos ocupa sólo transcurrieron tres meses. Los dos primeros inquisidores, fray Juan de San Martín y fray Miguel de Morillo, ordenaron detener a los conversos más sospechosos. Unos monjes dominicos constituyeron el tribunal y lo establecieron en la fortaleza de Triana, en la otra orilla del río, y allí, a unos calabozos situados la mayoría de ellos por debajo del nivel de las aguas del Guadalquivir, fueron a parar varios de los personajes más ricos e influyentes de Sevilla.

—¿Diego de Susan, el padre de Catalina, fue uno de ellos?

—Todavía no. Pero congregó en la iglesia de San Salvador, que era una antigua mezquita, a los conversos que seguían libres. El tiempo apremiaba, el peligro se acercaba. Diego predicó la sublevación ante esos hombres, algunos de los cuales eran los principales magistrados de la ciudad. Había que reunir tropas, podían pagarlas, y con su ayuda apoderarse de Sevilla y del peligroso tribunal. Se repartieron las tareas: reclutar hombres, comprar armas, preparar el plan de lo que debía ser una auténtica guerra contra la Iglesia e Isabel. Ahí es donde aparece Catalina.

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