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Juliette Benzoni: El Rubí­ De Juana La Loca

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Juliette Benzoni El Rubí­ De Juana La Loca

El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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Cuando Luis XVIII sucedió al emperador, podría haber considerado que el tesoro, reunido en Francia por uno de sus antepasados, debía permanecer allí, pero decidió devolverlo a Madrid para tratar de restablecer unas relaciones deterioradas por la tormenta corsa.

Desgraciadamente no se cuidó mucho el embalaje y varias piezas se rompieron o resultaron dañadas en el traslado. Peor aún: una docena desapareció, entre ellas la copa de ágata decorada con veinticinco rubíes y diecinueve esmeraldas.

Una vez identificada su adquisición, Aldo pensó que sería conveniente ofrecerla a la Corona española a fin de que se reuniera en el palacio del Prado con sus hermanas supervivientes. Escribió, pues, al rey Alfonso XIII y a modo de respuesta recibió una invitación.

No fue una buena operación financiera, desde luego. Los reyes suelen hacerse de rogar para abrir la cartera, sobre todo si se trata de comprar lo que consideran que les pertenece, y el español no constituía una excepción: fingió creer que era un presente, besó al veneciano en las dos mejillas, le concedió la orden de Isabel II con una emoción que incluso hizo correr una lágrima a lo largo de su imponente nariz borbónica y lo admitió definitivamente «en su intimidad». En otras palabras, Morosini fue tratado como amigo, acompañó al rey en algunas de las locas carreras que le gustaba realizar con los potentes coches que le chiflaban y, sobre todo, fue con él a cazar, lo que le permitió constatar que Alfonso XIII tenía una vista de lince y era increíblemente rápido disparando. Cazando al vuelo con tres escopetas y dos «cargadores», Su Católica Majestad conseguía con frecuencia dar en cinco blancos de cinco: dos delante, dos detrás y el quinto en cualquier dirección. ¡Asombroso! Era sin lugar a dudas el mejor tirador de Europa. Después de una semana disfrutando de tales privilegios, no podía presentar una factura como si fuese un simple tendero. En consecuencia, Aldo dio la copa por perdida y se fue a Sevilla con Victoria Eugenia, dichoso de volver a ver a los Medinaceli y la Casa de Pilatos, una de las residencias más bonitas erigidas bajo el cielo de España.

Construida en estilo mudéjar pese a haberse empezado a fines del siglo XV, la Casa encerraba entre sus severos muros dos exuberantes jardines con fuentes, diversos edificios, un patio principal y otro más pequeño, magnífico —donde estaba el cantante—, galerías caladas y una decoración mudéjar en la que los azulejos ocupaban un amplio lugar. Un poco excesivo para el gusto de Morosini, que no apreciaba sobremanera semejante derroche de esas placas de cerámica con dibujos y colores variados. No obstante, el conjunto poseía un encanto indiscutible.

En cuanto al nombre, si ese palacio de sultán llevaba el del famosísimo procurador de Judea, se lo debía a don Fadrique Enríquez de Ribeira, primer marqués de Tarifa, que después de efectuar un viaje a Tierra Santa quiso que su casa se pareciera a la de Pilatos. Una leyenda tal vez, pero que había persistido, y durante la Semana Santa el palacio se convertía todos los años en el punto de partida de una especie de «vía dolorosa» que serpenteaba a través de Sevilla, cuya parte medieval hay que reconocer que se asemeja a Jerusalén, con sus casas blancas cerradas sobre sí mismas, sus jardines secretos y sus patios inundados de sombra.

Entre frenéticos aplausos, cantante y guitarrista se habían retirado tras haber tenido el honor de ser presentados a su reina. Morosini aprovechó la circunstancia para retroceder discretamente entre los asistentes, pues le pareció un momento propicio para ir a contemplar más de cerca un cuadro colgado en un saloncito de las estancias de invierno que sólo había entrevisto.

Con el sigilo que permitían las finas suelas de sus zapatos de charol, subió la escalera, que se elevaba en anchos tramos por un hueco revestido de azulejos de color en un estilo mudéjar adaptado al gusto del Renacimiento, y llegó a la habitación que buscaba, pero se detuvo en el umbral haciendo un mohín de decepción: alguien había tenido la misma idea que él y estaba ante el retrato, el de esa reina de España que llamaban Juana la Loca y que era la madre de Carlos V.

Obra del maestro de La leyenda de la Magdalena , era un encantador retrato pintado cuando la hija de los Reyes Católicos era muy joven y una de las princesas más bellas de Europa. El terrible amor que la conduciría a las puertas de la locura aún no se había apoderado de ella. En cuanto a la mujer que estaba allí y cuyas manos acariciaban el marco, su silueta ofrecía una curiosa similitud con la del cuadro, seguramente porque iba peinada y vestida de la misma forma, la que se estilaba en el siglo XV.

Morosini pensó que se trataba de una excéntrica, puesto que esa noche el tema escogido era Goya. Con todo, llevaba ropa suntuosa: tanto el vestido como el tocado, de terciopelo púrpura bordado en oro, eran prendas dignas de una princesa. La propia mujer parecía joven y bonita.

Acercándose sin hacer ruido, Aldo vio que sus largas manos, de una extraordinaria blancura, abandonaban el marco para tocar la joya que Juana llevaba en el cuello, un ancho medallón de oro cincelado alrededor de un gran rubí cabujón. Lo acariciaban, y al observador le pareció oír un gemido. Esa alhaja era lo que el príncipe anticuario quería examinar más de cerca, pues por su forma y su tamaño le recordaba otras piedras.

Intrigadísimo, decidió abordar a la desconocida, pero esta vez ella lo oyó y volvió hacia él uno de los rostros más bellos que Morosini hubiera visto jamás: un óvalo blanco, perfecto, y unos ojos de una profundidad insondable, enormes y oscuros, tan grandes que casi parecía que la mujer llevara una máscara. Y esos ojos estaban anegados de lágrimas.

—Señora… —dijo Aldo.

No pudo seguir: con un gesto de sobresalto, la mujer escapó hacia las sombras acumuladas al fondo de la estancia poco iluminada. Fue tan rápida que pareció fundirse en ellas, pero Morosini salió enseguida tras ella. Al llegar a la escalera, la vio parada hacia la mitad, como si lo esperara.

—¡No se vaya! —le rogó—. Sólo quiero hablar con usted.

Ella, sin contestar, continuó bajando los peldaños, cruzó el patio principal y se detuvo de nuevo junto a la portalada. Aldo se dirigió a uno de los sirvientes que se dirigía hacia el otro patio con una bandeja cargada de copas de champán.

—¿Conoce a esa dama? —le preguntó.

—¿Qué dama, señor?

—La que está allí, junto a la entrada, con ese espléndido vestido rojo y oro.

El hombre miró al príncipe como compadeciéndolo.

—Perdone, señor, pero yo no veo a nadie.

Instintivamente, apartaba un poco la bandeja, convencido de que ese elegante personaje con frac (Morosini no se disfrazaba nunca) ya no se hallaba en su estado normal.

—¿No la ve? —dijo Aldo, desconcertado—. Es una mujer preciosa, vestida de terciopelo púrpura… Y mire, hace un gesto con la mano…

—Le aseguro que no hay nadie —repuso el criado, súbitamente asustado—, pero, si le hace señas, debe seguirla… Le ruego que me disculpe…

Tras estas palabras, se marchó como una exhalación haciendo equilibrios con la bandeja, cuyas copas entrechocaban como dientes castañeteando. Morosini se encogió de hombros y volvió la cabeza: la mujer seguía allí y le hacía señas de nuevo. Aldo no lo dudó ni un segundo: si había misterio, era demasiado atrayente para desentenderse de él. Se dirigió hacia el porche en el momento mismo en que la desconocida lo cruzaba. Por un instante creyó que la había perdido, pero se había limitado a doblar una esquina y de pronto la vio parada junto a una fuente, desde donde repitió su gesto de invitación antes de adentrarse en un dédalo de calles y plazas. Sevilla no obedecía a ningún plan; sus palacios, sus casas y sus jardines, cuyo verde intenso contrastaba con el blanco puro, el ocre de las construcciones y el rosa claro de los tejados, se hallaban distribuidos sin orden ni concierto. Salvo en las horas más calurosas, la ciudad rebosaba de una vida exuberante que la noche no apagaba. Su terciopelo azul salpicado de estrellas devolvía aquí o allá el eco de una guitarra, una canción tarareada, risas o el chasquido alegre de las castañuelas en alguna posada.

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