Jillian Hunter - Perverso como el pecado

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El apuesto oficial de caballería sir Gabriel Boscastle, regresa de Waterloo siendo un héroe, sólo para retomar su búsqueda de placeres prohibidos en Londres. No hay apuesta que este cínico caballero no acepte, ni mujer que no pueda seducir. Pero cuando viaja a la mansión campestre que ganó a las cartas, descubre que existe un juego al que jamás ha jugado, y que podría haber encontrado la horma de su zapato. Su contrincante y vecina no es otra que Alethea Claridge, la única persona que le plantó cara durante sus años más alocados y la única mujer que ha logrado capturar su corazón.
La hermosa y solitaria lady Alethea sigue, aparentemente, de luto por su prometido, que murió en la batalla. Pero bajo su escudo de fingida aflicción, oculta un atroz secreto que podría destruir su reputación para siempre. De modo que, cuando una noche este apuesto jinete regresa como un trueno a su vida, comprensiblemente recela de él. Alethea defendió a Gabriel cuando era un muchacho travieso. Pero ahora que es un seductor, le revela sus deseos sensuales sin la menor duda, pese a que jura que se reformará. ¿Se redimirá este irresistible granuja y le devolverá a Alethea la confianza en el amor o la arruinará para siempre? Alethea no tardará en tener la respuesta mientras Gabriel pone en tela de juicio todo lo que ella cree acerca del amor, de sí misma, y de lo que se precisa para ser un héroe.

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– Lord Hazlett -dijo resueltamente-, ¿hay algo más que desees de mí? ¿El anillo de compromiso de tu hermano? Lamento decirte que lo perdí el día que me enteré de su muerte.

– No, querida. Además puedo comprarte otro. ¿Es eso lo que deseas? ¿Deseas joyas? ¿Vestidos bonitos?

Se forzó para mirarlo todo el tiempo a la cara. -No tengo nada de valor para darte a cambio, excepto asesoramiento sobre modales, que sospecho no tomarías en cuenta.

– Estás equivocada, Alethea.

Tomó su preocupación con reticencia cínica. Los ojos verdes parecían ofrecerle solo simpatía; sus instintos no confiaban en él. Pero ahora estaba más enojada que asustada. No sufriría más una violación.

– Me temo que no me entiendes -dijo él-. No poseo, digamos, el mal humor y la tendencia a la agresión de mi hermano.

Así que él sabía.

– Tu compostura es admirable -agregó-. No sé si podría perdonar si estuviese en tu lugar.

– Tal vez no hay nada que perdonar.

Sonrió conocedor.

– Otra mujer hubiese tenido un ataque de histeria. El tonto de mi hermano temía que le dijeras a media Inglaterra lo que te había hecho.

La boca se le puso tensa por la repulsión.

– Bien, dejemos al muerto descansar en paz. No tengo ninguna confesión que hacer.

– Pero soy digno de tu confidencia. Mantendré tu secreto. Y si me lo permites, haré tu vida mejor de lo que hubiese sido de otra manera. Sé el pequeño cerdo que era mi hermano. Malcriado, tomando todo lo que deseaba.

Tragó tensamente. No tenía que entrar en pánico. Si gritaba, los criados la escucharían.

– Mi preocupación primaria, es tu futuro, Alethea.

– Es mi preocupación, no la tuya.

– Esas son las opciones para una mujer caída, como tú.

Sintió que el estómago se le revolvía. Sin embargo se las arregló para decir: -Si me caí, ya estoy de pie.

– Entre tú y yo, no veo vergüenza en la pasión. Jeremy juró que lo alentaste, que lo buscaste para darle placer la noche antes de irse.

– ¿Lo hizo? -preguntó en voz baja, pues “placer” era la última palabra que describiría su experiencia.

– Si fue así, fue un regalo generoso, uno que…

– Yo digo que hubo vergüenza.

Se encogió de hombros, acercándose lentamente otra vez.

– Entonces ese mal recuerdo debe ser suplantado por una experiencia más deseable. Tal vez por el mismo deseo.

– ¿Es esta una proposición en nombre de tu hermano o de ti mismo? -preguntó disgustada.

– No estás disponible, Alethea, apartada en este lugar. Hay arreglos para mujeres como tú, que ya no caben en el mundo bien educado.

– Sé lo que soy, y lo que esos arreglos son -dijo con la voz temblando de rabia.

– Entonces sabrás lo que te estoy ofreciendo, y por qué es una solución sensata para una bella mujer joven como tú, que no fue hecha para ser una institutriz.

CAPÍTULO 12

Gabriel se había comenzado a sentir un poco idiota mientras se acercaba a la tranquila casa solariega. Había olvidado que en el campo todos los palurdos se iban a la cama a una hora impía. Ciertamente no ofendía sus reglas de comportamiento el visitar a una señorita sin anunciarse, usando la despensa desabastecida de su ama de llaves como excusa. Sin embargo, él no podía recordar cuándo, o si alguna vez, había visitado a una bella mujer para mendigar un tazón de harina para su cena.

Era una situación ridícula. Él no podría mantenerse serio cuando se presentara allí, y Alethea viera directamente a través de él, como sospechaba que ella siempre hacía. Era un pensamiento agradable, compartir una risa con ella a costa suya. Pero cuando alcanzó el final del camino, su diversión desapareció. Había un carruaje estacionado delante de los escalones de la entrada, aunque sólo una o dos trémulas luces resplandecían detrás de las ventanas. Alethea aparentemente todavía no se había retirado. Y, aparentemente, ella no estaba sola. Él no debería haber estado sorprendido, pero lo estaba.

Pero él no era ingenuo. Negar la implicación de una visita nocturna sería la ingenuidad extrema. Alethea era una mujer sola, invitadora, bella. No era difícil imaginar que otros hombres la desearan o quisieran atraerla con engaños mientras él estaba en su puerta.

Desmontó y ató a su caballo en el poste de la curva del camino. Los dos lacayos apoyados en contra del carruaje asintieron con la cabeza cuando pasó. Los ignoró.

Un caballero, por supuesto, no se entrometería en un amorío. Pero él era curioso. Era un jugador. Un mendigo sin principios con un tazón vacío.

Subió corriendo los escalones frontales. Golpeó suavemente, esperó algunos segundos, luego entró por sí mismo.

Voces moderadas llegaban desde el final del vestíbulo que conducía a la escalera principal. Él se aclaró la garganta.

– ¿Hay alguien en casa? ¿El mayordomo, el panadero… Alethea? Lady Alethea, ¿está aquí?

Él hizo una pausa. Oyó la profunda y refinada voz de ella. Por el sonido de ésta, ella no estaba en medio de una conversación agradable.

– Ese debe ser uno de tus lacayos llamándote, mi lord -ella estaba diciendo. -. Te daré las buenas noches.

– ¿Reconsiderarás mi oferta?

Los pelos del cuello de Gabriel se erizaron. Caminó hacia las dos figuras iluminadas por las velas. ¿Qué clase de oferta hacía un hombre a esta hora?

– Bueno, allí está -dijo él cordialmente-, he estado golpeando mucho tiempo.

– No oí a alguien golpear -dijo el otro hombre.

– Yo sí -dijo ella rápidamente.

Él estudió su evidentemente nervioso rostro en busca de señales de que él estaba siendo inoportuno y decidió que ella se sentía aliviada por la intrusión. El hecho avivó sus instintos agresivos. Su visita no había sido invitada. Miró más allá de ella evaluando abiertamente a un hombre alto con una chaqueta floreada de brocado que estaba parado a su lado. No era un hacendado local, por su mirada, pero no completamente desconocido, tampoco. ¿Era un pretendiente?

No uno cuya compañía ella había buscado, a juzgar por el entusiasmo con el cual ella se apresuró a adelantarse para conducirlo por el vestíbulo.

– Sir Gabriel -ella lo anunció con tal jocosidad forzada que él se preguntó rápidamente si ella se había convertido en una de esas amantes de la bebida de medianoche-. ¡Qué bueno que haya venido! Había perdido las esperanzas.

Él podría haber jurado que cuando se habían encontrado por última vez en el bosque, se habían separado en términos más inestables.

– Bien, realmente…

Ella lo asió por debajo del brazo y lo arrastró entre ella y el otro hombre. -Llega una hora tarde, señor.

– Así soy yo -dijo él suavemente, deliberadamente empujándola detrás de él.

– Más vale tarde que nunca, sin embargo -dijo con una risa nerviosa.

El otro hombre se enderezó.

– Entonces debe ser más tarde de lo que creí, y debería estar en camino si quiero tener una comida antes de irme a la cama.

Gabriel afirmó su cadera en contra del aparador como si no tuviera intención de ser el primero en salir. De hecho, él no se iría hasta que estuviera seguro de que ella estaba libre de su invitado no deseado. Alethea no se había movido, excepto por un involuntario pequeño temblor cuando la visita la recorrió con la mirada.

– Lo que te he propuso aún sigue en pie -el caballero le dijo a Alethea, al mismo tiempo que le volvía la espalda a Gabriel-. No me gusta pensar que estás soportando tu pena en soledad.

– He tenido un año para apenarme -Alethea le replicó.

Gabriel bufó ligeramente. A él le gustaría encontrar a este hombre solo en un callejón oscuro y proporcionarle alguna pena. No llegaría ese momento demasiado pronto por lo que parecía.

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