Me sangraban las manos. No sabía cómo abrir aquella cosa horrenda. Ponía en ello todas mis fuerzas y no lo conseguía. Debía de haber algún otro modo. Una sola persona no podía abrir una trampa para hombres; tenía que conseguir ayuda. Abuelita debía regresar allí conmigo. Pero abuelita, pese a toda su sabiduría, era una anciana. ¿Sería capaz de abrir la trampa? Me dije que ella podía hacer cualquier cosa. Sí; yo no debía perder más tiempo. Debía volver junto a abuelita.
Pichón me miraba con ojos anhelantes. Lo toqué y le dije:
—Quédate con él. Luego partí a la carrera.
Corrí más velozmente que nunca en mi vida, y sin embargo, ¡cuánto me pareció tardar en llegar al camino! Constantemente escuchaba por si oía voces. Si los guardabosques de Sir Justin descubrían a Joe antes de que yo pudiera salvarlo, sería desastroso. Imaginé a mi hermano cruelmente tratado, azotado, esclavizado.
Mi respiración sonaba como si sollozara cuando me lancé a través del camino; tal vez por eso no percibí el resonar de pasos hasta que llegaron casi junto a mí.
—Hola, ¿qué ocurre? —dijo una voz.
Yo conocía esa voz; era la de un enemigo, el que ellos habían llamado Kim.
Me dije que él no debía atraparme, no debía saber; pero él había echado a correr y sus piernas eran más largas que las mías. Me sujetó por el brazo y me obligó a volverme hacia él. Lanzando un silbido exclamó:
—¡Kerensa, la niña del muro!
—Suéltame.
—¿Por qué corres de noche por la campiña? ¿Eres una bruja? Sí, lo eres. Arrojaste lejos tu escoba cuando me oíste llegar.
Traté de zafar mi brazo, pero él no me soltaba. Acercando su rostro al mío, dijo:
—Tienes miedo. ¿De mí?
—No tengo miedo de ti —repuse, tratando de darle puntapiés.
Entonces pensé en Joe que yacía en esa trampa, y me sentí tan desdichada e indefensa que las lágrimas brotaron en mis ojos.
Cambiando repentinamente de actitud, dijo:
—Oye, no te haré daño.
Y yo sentí que algo debía haber de bondad en alguien que podía hablar con una voz como esa.
Era joven y fuerte, mucho más alto que yo… y en ese momento se me ocurrió algo: tal vez él supiese cómo abrir la trampa.
Vacilé. Sabía que debíamos actuar con rapidez. Más que ninguna otra cosa, quería que Joe viviese; para que viviera debía ser rescatado pronto.
Decidí correr el riesgo, y tan pronto como lo corrí lo lamenté; pero ya estaba hecho y no era posible echarse atrás.
—Se trata de mi hermanito —dije.
—¿Dónde está?
—En… una trampa —respondí, mirando hacia el bosque.
—¡Dios santo! —exclamó, y luego—: Muéstrame.
Cuando lo guié hasta allí, Pichón corrió a nuestro encuentro. Ahora Kim estaba muy serio, pero sabía cómo hacer para abrir la trampa.
—Aunque no sé si lo conseguiremos —me advirtió.
—Debemos hacerlo —repliqué con vehemencia, y la boca se le alzó levemente en las puntas.
—Lo haremos —me aseguró; y entonces yo supe que podríamos.
Me indicó qué hacer y trabajamos juntos, pero el cruel resorte se resistía a soltar a su víctima. Me alegré… me alegré tanto… de haberle pedido ayuda, porque comprendí que abuelita y yo jamás habríamos podido hacerlo.
—Oprime con todas tus fuerzas —me ordenó.
Eché todo mi peso encima del maligno acero mientras Kim, lentamente, soltaba el resorte. Luego lanzó un hondo suspiro de triunfo; habíamos puesto en libertad a Joe.
—Joe —susurré, tal como solía hacerlo cuando él era un crío—. No estás muerto. No debes estarlo.
Cuando sacamos a mi hermano de la trampa, un faisán muerto había caído al suelo. Vi que Kim le lanzaba una rápida mirada, pero sin hacer ningún comentario al respecto.
—Creo que tiene la pierna rota —dijo—. Tendremos que tener cuidado. Será más fácil si yo lo cargo..
Levantó suavemente a Joe en sus brazos. En ese momento amé a Kim, porque era tranquilo y dulce, y parecía importarle lo que nos ocurriera.
Pichón y yo caminábamos a su lado mientras él llevaba a Joe, y yo me sentía triunfante. Pero cuando llegamos al camino recordé que, además de pertenecer a la gente acomodada, Kim era también un amigo de los Saint Larston. Muy posiblemente hubiera sido miembro de la partida de caza de esa tarde; y para esas personas, la preservación de las aves era más importante que la vida de gente como nosotros. Ansiosamente pregunté:
—¿Adónde vas?
—A casa del doctor Hilliard. Tu hermano necesita atención inmediata.
—No —respondí con terror.
—¿A qué te refieres?
—¿No te das cuenta? Preguntará dónde lo encontramos. Ellos sabrán que hubo alguien en la trampa. Lo sabrán, ¿no te das cuenta?
—Robando faisanes —comentó Kim.
—No… no. Él jamás robó. Quería ayudar a las aves. Se interesa por las aves y los animales. No puedes llevarlo al médico. Por favor… por favor… —Lo tomé de la chaqueta, mirándolo.
—¿Adónde, entonces? —inquirió él.
—A nuestra cabaña. Mi abuelita sabe tanto como un médico. Así nadie sabrá…
Se detuvo y pensé que no haría caso de mi súplica. Luego dijo:
—Está bien. Pero creo que él necesita un médico. —Necesita estar en casa conmigo y con su abuelita. —Estás decidida a salirte con la tuya. ¡Pero te equivocas!
—Es mi hermano. Tú sabes lo que ellos le harían.
—Muéstrame el camino —dijo él, y yo lo conduje a la cabaña.
Abuelita estaba a la puerta, asustada, sin saber qué se había hecho de nosotros. Mientras yo, en jadeantes sacudidas, le contaba lo que había ocurrido, Kim, sin decir nada, llevó a Joe dentro de nuestra cabaña y lo tendió en el suelo, donde abuelita había extendido una manta. Joe parecía muy pequeño.
—Creo que se rompió una pierna —dijo Kim. Abuelita movió la cabeza afirmativamente.
Juntos le ataron la pierna a un palo; parecía un sueño ver a Kim allí, en nuestra cabaña; recibiendo órdenes de abuelita. Luego él aguardó mientras ella lavaba las heridas de Joe y las frotaba con ungüento. Cuando abuelita hubo terminado, Kim dijo:
—Sigo creyendo que debería verlo un médico.
—Es mejor de este modo —respondió abuelita con firmeza, porque yo le había dicho dónde lo habíamos encontrado.
Entonces Kim se encogió de hombros y se marchó. Abuelita y yo velamos junto a Joe toda esa noche, y por la mañana sabíamos que iba a vivir.
* * *
Estábamos asustadas. Joe yacía sobre sus mantas, tan enfermo que no le importaba nada; pero a nosotras nos importaba. Cada vez que oíamos un paso, nos sobresaltábamos de terror, temerosas de que fuera alguien que venía en busca de Joe. Hablábamos de eso en susurros.
—¿Hice mal, abuelita? —preguntaba yo, implorante—. Él estaba allí, era grande y fuerte, y pensé que sabría cómo abrir la trampa. Tenía miedo, abuelita, miedo de que tú y yo no lográramos sacar a Joe.
—Hiciste bien —me tranquilizó abuelita Be—. Una noche en la trampa habría matado a nuestro Joe.
Entonces nos quedamos calladas, observando a Joe, escuchando si se oían pasos.
—Abuelita, ¿crees que él…? —pregunté.
—No sé decirte.
—Él parecía bueno, abuelita. Diferente de algunos.
—Sí, parecía bueno —admitió ella.
—Pero es un amigo de los Saint Larston, abuelita. Aquel día en que estuve en la pared, él estaba allí. Y sé burló como los demás.
Abuelita asintió con la cabeza.
Pasos cerca de la cabaña. Alguien golpeó la puerta. Abuelita y yo llegamos a ella simultáneamente.
Allí estaba Mellyora Martin, sonriéndonos. Se la veía muy bonita con un vestido de guinga, de color malva y blanco, medias blancas y sus zapatos negros con hebilla. Al brazo llevaba una cesta de mimbre, tapada con una tela blanca.
Читать дальше