—Pero ¡por qué tienen ellos que poder arruinar nuestras vidas! —exclamé apasionadamente.
—En el mundo hay fuertes y hay débiles; y quien ha nacido débil debe hallar fuerza. Te llegará si buscas.
—Yo encontraré fuerza, abuelita.
—Sí, niña, la encontrarás si quieres. A ti te toca decirlo.
—¡Oh, abuelita, cómo odio a los Saint Larston! —repetí.
—No, él murió hace mucho. No odies a los hijos por los pecados de los padres. Sería igual que odiarte a ti misma por lo que yo hice. Ah, pero fue una vida feliz. Y llegó el día de la congoja. Pedro había salido para su primer turno del día. Yo sabía que iban a hacer volar cargas abajo, en la mina, y él era uno de los carreteros, que debían entrar cuando se habían apagado las mechas para cargar el mineral en vagonetas. No sé qué pasó allá abajo… nadie puede saberlo realmente, pero todo ese día aguardé a que lo sacaran en lo alto del pozo. Doce largas horas aguardé y cuando lo sacaron… ya no era mi alegre y cariñoso Pedro. Sin embargo vivió… unos pocos minutos… tiempo apenas para decir adiós antes de expirar. "Bendita seas", me dijo. "Gracias por mi vida." ¿Y qué cosa mejor que eso habría podido decir? Me repito que, aunque no hubiese existido un Sir Justin, aunque yo le hubiese dado muchos hijos sanos, él no habría podido decirme nada mejor.
Bruscamente se incorporó y emprendimos el regreso a la cabaña.
Joe había salido con Pichón, y mi abuela me condujo al depósito. Estaba allí un viejo cajón de madera, siempre cerrado; lo abrió y me mostró lo que contenía. Eran dos peinetas y dos mantillas españolas. Se puso una peineta en el cabello y se lo tapó con la mantilla, diciendo:
—Mira, así le gustaba verme a Pedro. Decía que, cuando hiciera su fortuna, me llevaría a España, y que yo me abanicaría sentada en un balcón mientras el mundo pasaba frente a mí.
—Estás hermosa, abuelita.
—Uno de estos es para ti, cuando seas mayor —continuó—. Y cuando yo muera, serán todos para ti.
Después me puso en la cabeza la otra peineta y la otra mantilla, y estando una junto a la otra fue sorprendente lo mucho que nos parecíamos.
Me alegré de que me hubiese confiado algo que, yo lo sabía, no había revelado a ninguna otra persona viviente.
Jamás olvidaré ese momento en que nos pusimos una junto a la otra, con nuestras peinetas y mantillas, tan incongruentes entre las cazuelas y las hierbas. Y afuera, el estruendo de las escopetas.
* * *
Desperté con la luz de la luna, aunque no era mucho de ella lo que penetraba en nuestra cabaña. Me rodeaba un silencio que era inusitado. Sentada en el talfat, me pregunté qué pasaba. No se oía ruido alguno. Ni la respiración de Joe, ni la de abuelita. Recordé que abuelita había salido para ayudar en un parto. Lo hacía con frecuencia y nunca sabíamos cuándo iba a regresar, de modo que su ausencia no era sorprendente. Pero ¿dónde estaba Joe?
—¡Joe! ¡Joe!, ¿dónde estás? —exclamé. Luego miré su lado del talfat; no estaba allí—. ¡Pichón! —llamé; no hubo respuesta.
Bajé la escalerilla; no tardé más de uno o dos segundos en explorar la cabaña. Crucé hasta el depósito, pero Joe no estaba tampoco allí. De pronto pensé en la última vez que había estado allí, cuando abuelita me había engalanado el cabello, ataviándome con la mantilla y el peine españoles; recordé el fragor de las escopetas.
¿Era posible que Joe hubiese sido tan necio de ir al bosque en busca de pájaros heridos? ¿Estaba loco acaso? Si entraba en el bosque, sería un intruso, y si lo atrapaban… Esa era la época del año en que ser intruso se consideraba doblemente delictivo.
Me pregunté cuánto tiempo haría que estaba ausente. Abriendo la puerta de la cabaña me asomé, intuyendo que era poco más de la medianoche.
Regresé a la cabaña y me senté, sin saber qué hacer. Deseaba que entrase abuelita. Tendríamos que hablar con Joe, hacerle entender el peligro que corría al hacer algo tan temerario.
Era una noche tranquila y bella. Todo parecía levemente misterioso, pero cautivador, tocado por la luz de la luna. Pensando en las Siete Vírgenes, deseé estar yendo a ver las piedras, como me lo había prometido yo misma, en vez de salir en busca de Joe..
El aire estaba frío, pero eso me alegró y corrí hasta llegar al bosque. Me detuve al borde de él, pensando qué hacer luego. No me atrevía a llamar a Joe, porque si andaban por allí algunos guardabosques, eso atraería su atención. Con todo, si Joe había entrado en el bosque, no me sería fácil encontrarlo. " ¡Joe, grandísimo tonto!", pensé. "¿Por qué tienes que tener esta obsesión, cuando te lleva a hacer cosas como ésta, que podrían traer problemas… grandes problemas?"
Me detuve junto al cartel que, como sabía, decía "Privado" e indicaba a las personas que, si eran intrusas, serían enjuiciadas. Había de estos carteles por todo el bosque, como advertencia.
—¡Joe! —susurré; después me pregunté si había hablado demasiado alto.
Me interné un poco en el bosque, pensando lo tonta que era. Más valía irme a casa. Quizá, Joe ya estuviese allí.
Horribles cuadros me pasaban por la mente. ¿Y si encontraba un pájaro herido? Si lo atrapaban con el pájaro. Pero si él era un necio, no hacía falta que yo lo fuese. Debía regresar a la cabaña, trepar al talfat y dormirme. Nada podía yo hacer.
Pero me resultaba difícil salir del bosque, porque Joe estaba a mi cuidado y yo debía ocuparme de él. Yo misma jamás me perdonaría si le fallaba.
Recé, esa noche allí en el bosque, porque nada malo le ocurriese a mi hermano. La única vez que yo pensaba en rezar era cuando quería algo. Entonces recé con todo mi ser, desesperada y seriamente, y aguardé a que Dios contestase.
No sucedió nada, pero yo permanecí inmóvil, llena de esperanzas. Demoraba el regreso porque algo me decía que, si yo volvía, Joe no estaría allí en la cabaña, cuando oí un ruido. Me puse alerta, escuchando; era el plañir de un perro.
—¡Pichón! —susurré, y al parecer hablé más alto de lo que pensaba, pues mi voz repercutió en el bosque. Un crujir de malezas y luego apareció el perro, abalanzándose sobre mí, emitiendo sonidos bajos, lastimeros, mirándome como si quisiese decirme algo. Me arrodillé—. Pichón, ¿dónde está él, Pichón? ¿Dónde está Joe?
Cuando se apartó de mí, corriendo hasta cierta distancia, se detuvo y me miró, supe que trataba de indicarme que Joe se hallaba en alguna parte del bosque, y que él me llevaría a su lado. Seguí a Pichón.
Cuando vi a Joe, enmudecí de horror. No pude hacer otra cosa que permanecer inmóvil, mirándolo con fijeza a él y a ese espantoso artefacto en que estaba sujeto. No podía pensar en nada, tan grande era mi desesperación. Joe, atrapado en el bosque vedado… atrapado en una trampa para intrusos.
Procuré tirar del acero cruel, pero no cedió a mis escasas fuerzas.
—¡Joe! —susurré. Pichón gimoteaba y se frotaba contra mí, mirándome, implorándome ayuda, pero Joe no me contestaba.
Frenéticamente tiraba yo de esos horrendos dientes, pero no lograba apartarlos. Me dominó el pánico; tenía que liberar a mi hermano antes de que se lo encontrara en esa trampa. Si estaba vivo, lo llevarían ante los jueces. Sir Justin no tendría piedad. ¡Si acaso estaba vivo! Tenía que estar vivo… Que Joe estuviese muerto era algo que yo no podía soportar. Cualquier cosa menos eso, pues mientras él viviera, yo siempre podía hacer algo por salvarlo. Haría algo.
Siempre era posible hacer lo que una quería… con tal que se lo intentase lo suficiente, era una de las máximas de abuelita, y yo daba crédito a todo lo que ella me decía. Y ahora, cuando me veía frente a algo difícil… la tarea más importante que había tenido que efectuar en mi vida… no podía hacerlo. .
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