En ese momento le dije:,
—Estoy recordando.
—¿Qué fue lo que te trajo hasta mí? —preguntó ella.
—¿El azar?
Ella sacudió negativamente la cabeza.
—Fue un largo trecho para que lo hicieran dos pequeñuelos, pero tú rio dudaste de que encontrarías a tu abuelita, ¿verdad? Sabías que, si seguían caminando lo bastante lejos, llegarías a ella, ¿no es cierto?
Asentí con la cabeza. Ella sonreía como si hubiese contestado a mi pregunta.
—Tengo sed, preciosa —dijo luego—. Ve a traerme un vasito de mi ginebra de endrina.
Entré en la cabaña. En la cabaña de abuelita Be había una sola pieza, aunque se había construido también un depósito y era allí donde ella preparaba sus menjunjes y con frecuencia recibía a sus clientes. La pieza era nuestro dormitorio y nuestro cuarto de estar. Se contaba algo a su respecto; la había construido Pedro Balencio, el marido de abuelita Be, a quien se llamaba Pedro Be porque la gente de Cornualles no podía pronunciar su nombre ni pensaba intentarlo. Abuelita me contó que se la había levantado en una sola noche de acuerdo con la costumbre, según la cual, si alguien podía construir una cabaña en una noche, también podía apropiarse del terreno en el que estaba construida. Por eso Pedro Be había encontrado su terreno —un claro en el monte—, había escondido entre los árboles la paja para el techo y los palos, junto con la arcilla que serían las paredes, y una noche de luna, con ayuda de sus amigos, había erigido la cabaña. Lo único que tenía que hacer esa primera noche era construir las cuatro paredes y el techo; gradualmente colocaría la ventana, la puerta y la chimenea, pero Pedro Be había erigido en una noche algo que podía llamar una cabaña, cumpliendo así la antigua costumbre.
Pedro había llegado de España. Tal vez hubiera oído decir que, de acuerdo con la leyenda, los de Cornualles tenían rasgos españoles porque muchos marinos españoles habían invadido la costa y violado a las mujeres, o habiendo naufragado en los peñascos, fueron bien acogidos y se establecieron allí. Es cierto que, si bien muchos tienen cabello del color del de Mellyora Martin, no menos lo tienen negro como el carbón y relampagueantes ojos oscuros… junto con el carácter que corresponde a ellos, que es distinto al natural bonachón que parece cuadrar con nuestro soñoliento clima.
Pedro amaba a abuelita, que se llamaba Kerensa igual que yo; amaba su negra cabellera y sus negros ojos que le recordaban a España; se casaron y vivieron en la cabaña que él había construido en una noche y tuvieron una sola hija, que fue mi madre.
En esa cabaña entré a buscar la ginebra de endrina. Tenía que cruzarla para llegar al depósito, donde se guardaban los brebajes que ella preparaba.
Aunque teníamos una sola pieza, teníamos también el talfat, que era una ancha repisa puesta más o menos a la mitad de la altura de la pared, sobresaliendo encima de la habitación. Se usaba como dormitorio, mío y de Joe, adonde llegábamos por medio de una escalera que se guardaba en un rincón del cuarto.
Allí arriba estaba entonces Joe.
—¿Qué estás haciendo? —le grité desde abajo.
No me contestó la primera vez, y cuando repetí la pregunta, me mostró un palomo diciéndome:
—Se rompió la pata. Pero se curará en un día o dos.
El palomo se quedaba quieto en sus manos, y vi que Joe había armado una especie de tablilla donde había atado la pata rota. Lo que me sorprendía tanto en Joe no era que pudiese hacer esas cosas por las aves y los animales, sino que ellos se quedaran tranquilos mientras él las hacía. Yo había visto a un gato montés acercársele y frotar el cuerpo contra la pierna suya, aun antes de saber que él lo iba a alimentar. Nunca comía todo su alimento, sino que guardaba una parte para llevarla consigo, porque estaba seguro de encontrar algún ser que lo necesitara más que él. Se pasaba todo el tiempo en el bosque. Yo lo había encontrado tendido boca abajo, observando insectos en la hierba. Además de sus dedos largos, finos, que eran asombrosamente hábiles para componer los miembros rotos de pájaros y animales. Solía curar sus enfermedades con las hierbas de abuelita, y si alguno de sus protegidos necesitaba algo, recurría a la provisión de ella, como si las necesidades de los animales fuesen más importantes que cualquier otra cosa.
Su don de curar era parte de mi sueño. Lo veía yo en una hermosa casa, como la del doctor Hilliard, pues en Saint Larston los médicos eran respetados, y si bien las personas tenían en mayor estima los remedios de abuelita Be, nunca le harían una reverencia ni se quitarían el sombrero ante ella, que pese a su sabiduría vivía en una cabaña de una sola pieza, mientras que el doctor Hilliard formaba parte de la gente acomodada. Yo estaba decidida a elevar a Joe junto conmigo, y ansiaba para él la categoría de médico casi tan apasionadamente como quería la de dama para mí.
—¿Y cuando la pata esté curada? —pregunté.
—Pues entonces se irá volando y se alimentará solo.
—¿Y qué obtendrás tú por tus molestias?
No me hizo el menor caso. Murmuraba algo a su palomo. De haberme oído habría arrugado el entrecejo, pensando qué debía obtener, fuera de la alegría de haber curado a un ser lisiado.
El depósito siempre me había estimulado, pues nunca antes había visto algo parecido. A cada lado había bancos, que estaban repletos de tiestos y botellas; una viga atravesaba el cielo raso, y adheridas a ella había distintas clases de hierba que se habían colgado allí a secar. Permanecí uno o dos segundos inmóvil, olfateando ese aroma que jamás había olido yo en ninguna otra parte. Había una chimenea y un enorme caldero ennegrecido; y debajo de los bancos había frascos que contenían los brebajes de abuelita. Yo conocía el que contenía ginebra de endrina; eché un poco en un vaso y, cruzando de vuelta la cabaña, se lo llevé a ella.
Me senté mientras abuelita bebía despacio. —Abuelita —pedí—, dime si alguna vez obtendré lo que quiero.
Se volvió hacia mí sonriendo.
—Vaya, preciosa —dijo—, hablas como una de esas muchachas que acuden a mí para preguntarme si sus enamorados serán fieles. No espero eso de ti, Kerensa.
—Es que quiero saber.
—Escúchame entonces. La respuesta es sencilla. Las personas listas no quieren que se les diga el futuro. Lo hacen.
* * *
Pudimos oír los disparos durante todo el día. Eso quería decir que había convite en el Abbas; habíamos visto llegar los carruajes y sabíamos lo que era porque tenía lugar todos los años en esa misma época. Cazaban faisanes en el bosque.
Joe estaba arriba, en el talfat, con un perro que había encontrado una semana antes, muñéndose de hambre. Estaba empezando apenas a estar lo bastante fuerte como para corretear; pero nunca se apartaba del lado de Joe. Este compartía con él su comida y el perro lo había tenido contento desde que lo hallara. Pero ahora Joe estaba intranquilo. Recordando cómo había sido el año anterior, supe que estaba pensando en las pobres aves asustadas, agitando las alas antes de caer muertas al suelo.
Al hablar de eso, Joe había golpeado la mesa con el puño, diciendo:
—En los faisanes heridos pienso. Si están muertos nada se puede hacer, pero son los heridos. No siempre los encuentran y…
—Joe, tienes que ser juicioso —le contesté yo—. De nada sirve preocuparse por aquello que no se puede evitar.
Estuvo de acuerdo, pero no salió; simplemente se quedó en el talfat con su perro, al que llamaba Pichón porque lo encontró el día en que se voló el palomo cuya pata él había curado, y reemplazó al ave.
Me causaba preocupación porque parecía muy enojado y yo empezaba a reconocer en Joe algo de mí misma. Por consiguiente, nunca sabía con certeza qué iba a hacer él. A menudo le había dicho que tenía suerte de poder vagabundear buscando animales enfermos; casi todos los niños de su edad trabajaban en la mina Fedder. La gente no lograba entender por qué no se le enviaba a trabajar allí; pero yo sabía que abuelita compartía mis ambiciones para él… para nosotros dos, y mientras hubiese comida suficiente para nosotros, teníamos libertad. Era el modo que ella tenía de indicarnos que había en nosotros algo especial.
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