—Buenas tardes —dijo con su voz dulce, aguda.
Ni abuelita ni yo contestamos; ambas estábamos demasiado aliviadas para evidenciar otra cosa que nuestro alivio. Mellyora continuó:
—Me enteré, por eso traje esto para el inválido —y ofreció la cesta de mimbre.
Abuelita la recibió preguntando:
—¿Para Joe…?
Mellyora asintió con la cabeza.
—Esta mañana vi al señor Kimber. Él me contó que el muchacho había sufrido un accidente trepando a un árbol. Pensé que podrían gustarle estos…
Con una voz tan mansa como jamás le había oído antes, abuelita dijo:
—Gracias, señorita.
Mellyora sonrió al responder:
—Espero que se cure pronto. Buenas tardes.
Nos quedamos en la puerta, observándola alejarse; luego, sin hablar, llevamos adentro la cesta. Bajo la tela había huevos, mantequilla, medio pollo asado y una hogaza de pan casero.
Abuelita y yo nos miramos. Kim no diría nada; no teníamos nada que temer de la justicia.
Guardé silencio pensando en mi oración en el bosque, y en cómo, providencialmente al parecer, yo había recibido ayuda. Había aprovechado enseguida la oportunidad ofrecida; había corrido un gran riesgo, pero había ganado.
Pocas veces me había sentido tan feliz como en ese momento; y más tarde, cuando pensé en lo que debía a Kim, me dije que siempre lo recordaría.
* * *
Joe tardó mucho tiempo en recuperarse. Solía pasarse horas tendido en su manta, con Pichón a su lado, sin hacer nada, sin decir nada. No pudo caminar durante mucho tiempo, y cuando empezó a hacerlo, nos dimos cuenta de que había quedado tullido.
No recordaba gran cosa respecto de la trampa; solamente ese momento aterrador en que la había pisado y la había oído cerrarse, triturándole los huesos. Afortunadamente, el dolor le había quitado el sentido con rapidez. De nada valió regañarlo, de nada valió decirle que era culpa suya; lo habría vuelto a hacer, de haber podido.
Pero estuvo muchas semanas indiferente, y sólo empezó a animarse cuando le llevé un conejo con una patita lastimada; cuidando al conejo recobró parte de sus bríos, y durante ese período fue como tener de vuelta al antiguo Joe. Comprendí que debería ocuparme de que él siempre tuviera algún ser lisiado al que cuidar.
Llegó el invierno, y fue muy duro. Los inviernos eran más duros tierra adentro que antes en la costa, pero aun así, los inviernos de Cornualles solían ser benignos; ese año, sin embargo, el viento cambió del suroeste habitual y vino desde el norte y el este, trayendo consigo chubascos de nieve. La mina Fedder, donde trabajaban ahora muchos lugareños, no rendía tanto estaño como hasta entonces, y corrían rumores de que en pocos años podría quedar agotada.
Llegó la Navidad y hubo canastas con comida, enviadas desde el Abbas —una costumbre que ellos habían mantenido durante siglos— y se nos permitió juntar leña menuda en algunas partes del bosque. No fue como la Navidad anterior, porque Joe no podía correr de un lado a otro y debíamos hacer frente al hecho de que su pierna jamás iba a estar bien. Con todo, los acontecimientos de aquella noche eran demasiado recientes para que nos quejásemos; todos sabíamos que Joe se había salvado por poco y no éramos propensos a olvidar.
Las penas nunca vienen solas. Debe de haber sido en febrero que abuelita tuvo un enfriamiento; como casi nunca enfermaba, apenas si lo advertimos durante los primeros días; después, una noche, su tos me despertó y me precipité desde el talfat para llevarle un poco de su propio jarabe. La alivió temporalmente, pero no la curó; pocas noches más tarde la oí hablar y al acercarme a ella descubrí, horrorizada, que no me reconocía. Me llamaba Pedro sin cesar.
Quedé aterrada de que se fuera a morir, porque estaba muy enferma. Toda esa noche estuve sentada a su lado, y por la mañana dejó de tener delirios. Cuando pudo indicarme qué hierbas preparar para ella, me sentí mejor. La cuidé durante tres días, siguiendo sus instrucciones, hasta que gradualmente empezó a recobrarse. Podía andar por la cabaña, pero cuando salió, le empezó de nuevo la tos, así que la hice quedarse. Junté algunas hierbas para ella y preparé algunos brebajes, pero había muchos que requerían su habilidad especial. En todo caso, no eran tantas las personas que ahora venían a pedirle consejo. Se estaban empobreciendo, y nosotros igual. Además, había oído que algunos ponían en tela de juicio los poderes de abuelita Be. No podía curarse sola, ¿verdad? Ese muchacho suyo estaba lisiado, sí señor, ¡y tan sólo se había caído de un árbol! Después de todo, la abuelita Be no parecía tan maravillosa.
No nos llegaban aquellos sabrosos cuartos de cerdo. Ya no había clientes agradecidos que dejaran a nuestra puerta un costal de arvejas o patatas. Teníamos que comer frugalmente si queríamos hacerlo dos veces al día.
Como teníamos harina, yo preparaba en el viejo horno una especie de manshun, que tenía buen sabor. Conservábamos una cabra que nos daba leche, pero como no podíamos alimentarla adecuadamente, obteníamos menos leche.
Un día, durante el desayuno, hablé a abuelita de una idea que se me había ocurrido por la noche.
Estábamos los tres sentados a la mesa, frente a nuestras escudillas que contenían algo que se comía mucho aquel invierno. Lo componía agua con un chorrito de leche desnatada, que comprábamos barata al hacendado, quien nos vendía lo que no necesitaba para sus cerdos; esto lo hervíamos y echábamos adentro pedazos de pan.
—Abuelita —dije—, colijo que yo debería ganar algo.
Ella sacudió la cabeza, pero vi la expresión de su mirada. Yo tenía casi trece años. ¿Quién había oído hablar jamás de una muchacha de mi situación social, que no fuese la nieta de abuelita Be, viviendo en el ocio como una dama? Abuelita sabía que sería necesario hacer algo. Joe no podía ayudar, pero yo era fuerte y sana.
—Lo pensaremos —dijo.
—Ya pensé.
—¿Qué cosa?
—¿Qué posibilidades hay?
Esa era la cuestión. Podía ir a preguntar al hacendado Pengaster si quería alguien que lo ayudara en la vaquería, con los animales o en las cocinas. ¡Muchos ansiarían brindar sus servicios en caso afirmativo! ¿Adónde, si no? ¿En una casa de gente acomodada? Me repugnaba pensarlo. Todo mi orgullo se alzaba en rebelión; pero yo sabía que así debía ser.
—Es posible que sólo sea por un tiempo —dijo abuelita—. En verano me pondré de nuevo en pie.
No soportaba mirar a abuelita; si lo hacía, le habría dicho que yo prefería morir de hambre antes que trabajar como lo estaba sugiriendo..Pero no era yo la única persona a tener en cuenta. Estaba Joe, que había sufrido esa terrible desgracia; y estaba la misma abuelita. Si yo me ausentaba a trabajar, ellos podrían consumir mi parte de alimentos.
—Me ofreceré la semana que viene en la feria de Trelinket —anuncié con firmeza.
La feria de Trelinket tenía lugar dos veces por año en el poblado de Trelinket, situado por lo menos a tres kilómetros de Saint Larston. Antes, siempre íbamos allá, abuelita, Joe y yo; y ésos eran para nosotros días de fiesta. Abuelita Be solía arreglarse el cabello con especial cuidado, y andábamos orgullosamente por entre las multitudes; ella llevaba algunas de sus curas y las vendía a un puestero que le compraba todas las que ella podía proporcionarle. Entonces ella nos compraba pan de jengibre o algún obsequio. Pero este año no teníamos nada para vender; y como Joe no podía caminar esos tres kilómetros, todo era distinto.
Partí sola, con el corazón pesado como un trozo de plomo, mi orgullo humillado. Cuántas veces, andando por la feria con abuelita y Joe sano, había mirado a esos hombres y mujeres que estaban de pie en la plataforma de contratación, sintiéndome feliz porque yo no era como ellos. Me parecía el colmo de la degradación el hecho de que hombres y mujeres tuvieran que ofrecerse así para trabajar. Era como estar en un mercado de esclavos. Pero era lo que había que hacer si se necesitaba trabajar, pues los amos iban a la feria con el objeto de contratar sirvientes de aceptable aspecto. Ahora, hoy, yo iba a ser uno de ellos.
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