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Stephanie Laurens: La Prometida Perfecta

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Stephanie Laurens La Prometida Perfecta

La Prometida Perfecta: краткое содержание, описание и аннотация

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente. Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio. Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y… marido.

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Él se sentó a su lado y esbozó una sonrisa irónica.

– No tiene nada que ver con la puntualidad.

Leonora lo contempló.

– Ah. Es uno de esos extraños juegos a los que los hombres jugáis.

Tristan no dijo nada, se limitó a sonreír y se recostó en el asiento.

Sólo tuvieron que esperar cinco minutos.

La puerta se abrió y apareció un hombre elegante. Los vio, se quedó quieto un momento y luego, con grácil gesto, los invitó a pasar.

Tristan se levantó y ayudó a Leonora a levantarse mientras se colocaba su mano sobre el brazo. La condujo al interior de la oficina y se detuvo ante la mesa y las dos sillas colocadas delante.

Después de cerrar la puerta, Dalziel se acercó a ellos.

– La señorita Carling, supongo.

– Sí. -Leonora le tendió la mano y lo miró a los ojos, unos ojos tan penetrantes como los de Tristan-. Es un placer conocerlo.

El hombre desvió brevemente la vista hacia el rostro de Tristan; sus finos labios estaban levemente curvados cuando inclinó la cabeza y les señaló las sillas.

A continuación, rodeó la mesa y también se sentó.

– Entonces, ¿quién estaba tras los incidentes de Montrose Place?

– Un conde no-sé-qué, algo impronunciable que empieza con «F».

Imperturbable, Dalziel arqueó las cejas.

Tristan esbozó una fría sonrisa.

– Lo conocen en la casa Hapsburg.

– Ah.

– Y… -Sacó del bolsillo el dibujo que, para sorpresa de todos, Humphrey había hecho del conde-. Esto debería ayudar a identificarlo, es un retrato muy bueno.

Dalziel lo cogió, lo estudió y después asintió.

– Excelente. ¿Y aceptó la fórmula falsa?

– Por lo que sabemos, sí. A cambio, le entregó sus deudas a Martinbury.

– Bien. ¿Y Martinbury está de camino al norte?

– Todavía no, pero lo estará. Parece sinceramente consternado por las heridas de su primo y lo acompañará de vuelta a York en cuanto Jonathon esté en condiciones de viajar. Hasta entonces, se quedarán en nuestro club.

– ¿Y St. Austell y Deverell?

– Los dos habían dejado muy abandonados sus asuntos. Había temas urgentes que requerían su presencia en sus respectivos hogares.

– ¿En serio? -Dalziel arqueó una ceja y dirigió su oscura mirada a Leonora-. He hecho indagaciones entre los miembros del gobierno y hay un considerable interés en la fórmula de su difunto primo, señorita Carling. Se me ha pedido que informe a su tío de que a ciertos caballeros les gustaría visitarlo cuanto antes. Por supuesto, iría bien que la visita tuviera lugar antes de que los Martinbury abandonaran Londres.

Ella inclinó la cabeza.

– Le transmitiré su mensaje a mi tío. Quizá sus caballeros podrían enviar a alguien mañana para concertar la cita.

Dalziel inclinó la cabeza a su vez.

– Les sugeriré que lo hagan.

Su mirada, insondable, se demoró en ella un momento y luego se desvió hacia Tristan. Sus palabras sonaron firmes, aunque más suaves:

– ¿Entiendo que esto es una despedida, entonces?

Él lo miró a los ojos, luego sonrió, se levantó y le tendió la mano.

– Sí. Lo más cercano a una despedida que podemos tener los que nos dedicamos a esto.

Dalziel le respondió con una fugaz sonrisa que suavizó sus facciones, al tiempo que se levantaba también y le estrechaba la mano. Luego se inclinó hacia Leonora.

– A sus pies, señorita Carling. No negaré que preferiría que no existiera, pero el destino me ha vencido. -Su perezosa sonrisa borró cualquier ofensa que pudiera haber en sus palabras-. Les deseo a ambos lo mejor.

– Gracias. -Sintiendo mucha más lástima por él de lo que había esperado, Leonora asintió cortésmente.

Luego se volvió. Tristan la cogió de la mano, abrió la puerta y salieron del pequeño despacho en las entrañas de Whitehall.

– ¿Por qué me has llevado a conocerlo?

– ¿A Dalziel?

– Sí, a Dalziel. Era evidente que no me esperaba y que ha interpretado mi presencia como algún tipo de mensaje.

Tristan la contempló mientras el carruaje disminuía la velocidad en una esquina, giraba y continuaba.

– Te he llevado porque verte, conocerte, era el único mensaje que no podría ignorar ni malinterpretar. Él forma parte de mi pasado. Tú… -Le cogió la mano, le dio un beso en la palma y luego se la rodeó con la suya-. Tú -continuó con voz grave y baja- eres mi futuro.

Ella estudió su rostro, o al menos lo poco que pudo ver de él entre las sombras.

– Entonces, ¿todo eso -con la otra mano, señaló hacia atrás, hacia Whitehall- se ha acabado? ¿Lo dejas?

Tristan asintió y se llevó sus dedos a los labios.

– El final de una vida… el comienzo de otra.

Leonora contempló su rostro, sus ojos oscuros y luego esbozó una lenta sonrisa. Finalmente, se inclinó más cerca de él.

– Bien.

Su nueva vida… Tristan estaba impaciente por empezarla.

Era un maestro de la estrategia y de las tácticas, de cómo aprovechar las situaciones para sus propios fines. A la mañana siguiente, puso su último plan en marcha.

A las diez, fue a buscar a Leonora para dar un paseo y la raptó. Se la llevó a Mallingham Manor que, en esos momentos, estaba vacía, porque sus ancianas aún se encontraban en Londres, dedicadas en cuerpo y alma a su causa. La misma causa a la que, tras un almuerzo íntimo, se dedicó él con ejemplar fervor.

Cuando el reloj de la repisa de la chimenea del dormitorio dio las tres, Tristan se estiró, disfrutando del contacto de las sábanas de seda sobre su piel e incluso más de la calidez de Leonora tendida a su lado.

Bajó la vista. Su sedoso pelo caoba le ocultaba la cara. Bajo la sábana, le apoyó una mano sobre la cadera y la acarició con un gesto posesivo.

– Hum. -Ese sonido era el de una mujer satisfecha. Al cabo de un momento, masculló-: Todo esto lo tenías planeado, ¿verdad?

Tristan sonrió aún con aquel toque lobuno.

– He estado planeando meterte en esta cama durante bastante tiempo. -Su cama, la cama del conde. El lugar al que pertenecía.

– ¿Tan distinta a todos esos rincones que siempre lograbas encontrar en las casas de nuestras anfitrionas? -Leonora levantó la cabeza, se echó el pelo hacia atrás y se apoyó en él con los brazos apoyados en su torso, para poder verle la cara.

– Exacto. Ésos fueron simplemente males necesarios dictados por los caprichos de la batalla.

Ella lo miró a los ojos.

– Yo no soy una batalla. Ya te lo dije.

– Pero eres algo que tenía que ganar. -Dejó pasar un segundo y luego añadió-: Y he triunfado.

Leonora estudió sus ojos con una sonrisa y no se molestó en negarlo.

– ¿Y te parece dulce la victoria?

Tristan cerró las manos en sus caderas y la pegó a él.

– Más dulce de lo que había esperado.

– ¿En serio? -Ignorando la oleada de calor que le recorrió la piel, arqueó una ceja-. Ahora que ya has conspirado y planeado y me tienes en tu cama, ¿qué viene a continuación?

– Como tengo intenciones de mantenerte aquí, sospecho que lo mejor sería que nos casáramos. -Levantó una mano, le cogió un mechón de pelo y empezó a jugar con él-. Quería preguntarte… ¿deseas una gran boda?

La verdad era que no lo había pensado. La estaba presionando, asumiendo el mando. Sin embargo… ella tampoco quería perder más tiempo de sus vidas.

Allí, tendida y desnuda con él en su cama, las sensaciones físicas intensificaban la verdadera atracción, todo lo que la había tentado hacia sus brazos. No sólo era el placer que los envolvía, sino la comodidad, la seguridad, la promesa de toda su vida juntos.

Volvió a centrarse en sus ojos.

– No. Una pequeña ceremonia con nuestras familias sería perfecta.

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