Charles y Duke serían los dos últimos en salir hacia St. James's Park. La cita estaba programada para las tres en punto, junto a Queen Anne's Gate. Eran poco más de las dos cuando Tristan ayudó a Leonora a subir a un coche de alquiler, le indicó a Jeremy que subiera también y luego los siguió él.
Bajaron del coche en el extremo más cercano del parque. Al entrar, se separaron. Tristan siguió adelante, parándose aquí y allá como si buscara a un amigo. Leonora caminaba pocos metros detrás de él, con una cesta de madera vacía colgada del brazo, una florista que regresaba a casa al final del día. Más allá, Jeremy andaba encorvado, al parecer enfurruñado consigo mismo y sin prestarle atención a nadie.
Cuando Tristan llegó a la entrada conocida como Queen Anne's Gate, se apoyó en el tronco de un árbol cercano y se acomodó para esperar con un poco de mal humor. Siguiendo sus instrucciones, Leonora se adentró más en el parque. Había un banco de hierro forjado junto al camino que salía de Queen Anne's Gate, se sentó allí y estiró las piernas delante de ella mientras balanceaba la cesta con la mirada fija en el paisaje ante sus ojos: grandes extensiones de hierba salpicadas de árboles que daban al lago.
En el siguiente banco de hierro forjado junto al camino estaba sentado un hombre mayor de pelo blanco bajo una verdadera montaña de chaquetas y bufandas desiguales. Humphrey. Más cerca del lago, alineado con la puerta, Leonora pudo ver la vieja gorra a cuadros que ocultaba parcialmente el rostro de Deverell; estaba recostado en un tronco, aparentemente dormido.
Jeremy pasó sin fijarse en nadie, o al menos así lo fingió. Salió del parque, cruzó la calle y entonces se detuvo para mirar el escaparate de la tienda de un sastre.
Leonora balanceó levemente las piernas y la cesta, y se preguntó cuánto tiempo tendrían que esperar.
Hacía un día bonito, no soleado, pero lo bastante agradable para que hubiera muchas otras personas paseando por allí, disfrutando del parque y del lago. Las suficientes para que todos ellos pasaran totalmente desapercibidos.
Duke había descrito a su extranjero en unos términos tan someros que, como Tristan había señalado con tono ácido, la mayoría de los caballeros extranjeros de procedencia germánica en ese momento en Londres encajarían con su descripción. Aun así, Leonora mantenía los ojos bien abiertos y examinaba a los viandantes que pasaban ante ella, como haría una florista ociosa sin más trabajo ese día.
Se fijó en un caballero que se acercaba por el camino desde el lago. Iba impecable, con un traje gris y un sombrero también gris y un bastón que sujetaba con fuerza en una mano. Había algo en él que atrajo su atención, algo raro en cómo se movía… Luego recordó la descripción que la dueña de la pensión de Duke hizo de su visitante extranjero: «Parecía que se hubiera tragado un palo».
Ése tenía que ser su hombre.
Pasó junto a ella, luego se acercó al borde del camino, cerca de donde se encontraba Tristan, con la mirada fija en la puerta y dándose palmaditas en el muslo con gesto de impaciencia. Sacó su reloj y lo consultó.
Leonora se quedó mirando a Tristan; estaba segura de que no había visto al hombre. Ladeó la cabeza como si acabara de fijarse en él, hizo una pausa, como si lo pensara, y luego se levantó y se le acercó moviendo las caderas.
Él la miró y se irguió cuando ella se detuvo a su lado. Lanzó una fugaz mirada hacia el hombre, luego volvió a mirarla a la cara. Leonora le sonrió, le dio un empujoncito con el hombro, se acercó más y se esforzó al máximo por imitar los encuentros que había visto alguna vez en el parque.
– Finge que te estoy sugiriendo un pequeño devaneo para animarte el día.
Tristan le sonrió, despacio, mostrándole los dientes, pero sus ojos se mantenían fríos.
– ¿Qué crees que estás haciendo?
– Ese de ahí es nuestro hombre y en cualquier momento Duke y Charles llegarán. Nos estoy dando un motivo perfectamente razonable para seguirlo juntos cuando se vaya.
Los labios de él siguieron sonriendo. Le rodeó la cintura con el brazo, la atrajo más cerca y bajó la cabeza para susurrarle al oído:
– No vas a venir conmigo.
Ella le sonrió a su vez y le dio unas palmaditas en el pecho.
– A menos que se meta en los burdeles, y eso es bastante improbable, te acompañaré.
Cuando Tristan la miró con los ojos entornados, Leonora amplió la sonrisa, pero le sostuvo la mirada.
– Yo he formado parte de este drama desde el principio. Creo que debería formar parte también del final.
Sus palabras dieron que pensar a Tristan. Y luego el destino intervino y tomó la decisión por él.
Los campanarios de Londres dieron la hora, tres campanadas resonaron y se repitieron en múltiples tonos, y Duke llegó caminando rápido.
Charles, bajo la apariencia de un borracho pendenciero, apareció un poco más atrás.
Duke se detuvo, vio al hombre y se acercó a él. No miró ni a derecha ni a izquierda; Tristan sospechaba que Charles lo había trabajado bien hasta tenerlo tan centrado en lo que tenía que hacer, tan desesperado por hacerlo bien, que, en ese momento, prestar atención a cualquier otra cosa estaba más allá de sus posibilidades.
El viento estaba de su parte y arrastró las palabras de Duke hasta ellos.
– ¿Trae mis deudas?
La pregunta sorprendió al extranjero, pero se recompuso rápidamente.
– Puede que sí. ¿Tienes la fórmula?
– Sé dónde está y puedo conseguirla para usted en menos de un minuto si trae mis deudas para hacer el intercambio.
El caballero extranjero estudió el pálido rostro de Duke con los ojos entornados. A continuación, se encogió de hombros y se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.
Tristan se puso tenso y vio que Charles alargaba el paso, pero ambos se relajaron un poco cuando el hombre sacó un pequeño fajo de papeles y lo levantó para que Duke lo viera.
– Ahora -dijo con voz fría y cortante-, la fórmula, por favor.
Charles, que hasta el momento parecía que iba a pasar de largo, cambió de dirección y con un solo paso se acercó a ellos.
– La tengo aquí.
El extranjero se sobresaltó. Charles sonrió.
– No se preocupe por mí. Sólo he venido para asegurarme de que mi amigo, el señor Martinbury, no sufre ningún daño. Entonces, está todo aquí. -Señaló los papeles con la cabeza y miró a Duke.
Éste alargó el brazo hacia los papeles, pero el extranjero echó la mano hacia atrás, fuera de su alcance.
– La fórmula.
Con un suspiro, Charles sacó la copia de la fórmula alterada que Humphrey y Jeremy habían copiado y preparado para que pareciera lo bastante vieja. Desdobló el papel y lo sostuvo en alto para que el otro pudiera verla, aunque no leerla del todo bien.
– La sostendré aquí y en cuanto Martinbury haya comprobado sus deudas, será suya. ¿Qué le parece?
Era evidente que el extranjero no estaba muy contento, pero no tenía demasiadas opciones; Charles era bastante intimidatorio ya de por sí, y con aquel atuendo parecía un hombre muy violento.
Duke cogió los papeles, los comprobó rápidamente, miró a Charles y asintió.
– Sí. -Su voz sonó débil-. Está todo aquí.
– Muy bien, entonces. -Con una desagradable sonrisa, Charles le entregó la fórmula al extranjero.
El hombre la miró, estudiándola detenidamente.
– ¿Es la fórmula correcta?
– Es lo que usted quería, eso es lo que tiene. Ahora -continuó Charles-, si ya ha acabado, mi amigo y yo tenemos otros asuntos que atender.
Lo saludó con gesto burlón, cogió a Duke del brazo y se dio la vuelta. Se fueron directos a la calle. Charles llamó a un coche de alquiler, metió dentro a empujones a un tembloroso Duke y subió tras él.
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