La empujó de vuelta a la biblioteca. Cerró la puerta y la llevó hasta la mesa.
– ¿Dónde está?
Leonora adelantó las manos y removió los papeles, acabando con el poco orden que hubiera podido haber.
– Dijo que estaba aquí…
– Pues encuéntrala. ¡Maldita seas! -Mountford la soltó y se pasó los dedos por el pelo.
Ella frunció el cejo como si se concentrara y fingió sentir un repentino alivio. Se paseó alrededor de la gran mesa, esparciendo y clasificando papeles.
– Si mi hermano dijo que estaba aquí, puedo asegurarle que es así… -Continuó divagando igual que las vacilantes ancianas a las que había ayudado a lo largo de los años. Y sin parar, papel a papel, fue rodeando la mesa.
»¿Es esto? -Finalmente, cogió una hoja, miró la fórmula con atención y luego negó con la cabeza-. No. Pero debe de estar aquí. -Cometió el error de levantar la cabeza y Mountford la miró a los ojos. Entonces comprendió…
Su rostro se tornó inexpresivo y luego la ira lo dominó.
– ¡Tú…!
Se abalanzó hacia ella. Leonora retrocedió.
– Era un truco, ¿no es cierto? Yo te enseñaré…
Primero tendría que cogerla. Leonora no perdió tiempo discutiendo; se concentró en esquivarlo, primero a un lado, luego al otro. La mesa era lo bastante grande para que no pudiera alcanzarla por encima.
– ¡Ah! -Se tiró sobre la mesa, hacia ella.
Con un chillido, Leonora se puso fuera de su alcance. Miró la puerta, pero Mountford ya se estaba incorporando. Su rostro era una máscara furiosa.
Se dirigió hacia ella, que también corrió alrededor de la mesa, una y otra vez.
Entonces, la puerta se abrió, Leonora rodeó el escritorio y salió huyendo directamente hacia la alta figura que entró. Se abalanzó sobre ella y se le aferró con fuerza. Tristan la sujetó, la cogió de las manos y la colocó detrás de él.
– Fuera.
Sólo fue una palabra, pero el tono no admitía réplica. No la miró. Sin aliento, Leonora siguió la dirección de su mirada hacia Mountford, que estaba apoyado en el lado opuesto de la mesa, jadeante. Aún sostenía la daga.
– Ahora.
Una advertencia. Ella retrocedió unos cuantos pasos y luego se dio la vuelta. Tristan no la necesitaba allí para distraerlo.
Salió corriendo al pasillo con intención de pedir ayuda, pero se encontró con que Charles y Deverell estaban ya allí, entre las sombras.
Charles pasó por delante de ella, cerró la puerta, se apoyó con toda tranquilidad en la madera y le dedicó una sonrisa un tanto resignada.
Los labios de Deverell se curvaron en el mismo tipo de sonrisa y se apoyó en la pared del pasillo.
Leonora se quedó mirándolos y luego señaló a la biblioteca.
– ¡Mountford tiene una daga!
Deverell arqueó las cejas.
– ¿Sólo una?
– Bueno, sí… -Un ruido sordo reverberó desde detrás de la puerta. Ella se sobresaltó, se volvió y se quedó mirándola, o al menos lo poco que podía ver tras los hombros de Charles. Leonora le lanzó una furibunda mirada.
– ¿Por qué no lo ayudáis?
– ¿A quién? ¿A Mountford?
– ¡No! ¡A Tristan!
Charles hizo una mueca.
– Dudo mucho que necesite ayuda. -Miró a Deverell, que también hizo una mueca.
– Por desgracia.
Se oyeron golpes sordos y gruñidos procedentes de la biblioteca, luego, un cuerpo golpeó el suelo. Con fuerza.
Ella se estremeció.
Reinó el silencio durante un momento, luego, la expresión de Charles cambió y se irguió para apartarse de la puerta. La abrió y se encontraron a Tristan allí de pie.
Éste miró a Leonora a los ojos fijamente, luego a Charles y a Deverell.
– Todo vuestro. -Alargó la mano, la cogió a ella del brazo y la hizo avanzar por el pasillo-. ¿Nos disculpáis un momento?
Era una pregunta retórica, porque Charles y Deverell ya estaban entrando en la biblioteca.
Leonora sintió que el corazón le latía con fuerza, aún no le había bajado el ritmo. Estudió rápidamente a Tristan, lo único que podía ver de él mientras la arrastraba por el pasillo. El rostro se le veía tenso y adusto.
– ¿Te ha hecho daño?
Ella apenas podía ocultar el pánico en su voz. Las dagas podían ser letales.
Tristan le lanzó una mirada con los ojos entornados y su mandíbula se tensó aún más.
– Por supuesto que no.
Sonó ofendido. Ella frunció el cejo.
– ¿Estás bien?
Los ojos de él centelleaban.
– ¡No!
Habían llegado al vestíbulo delantero; Tristan abrió bruscamente la puerta de la salita de estar, la metió dentro y la cerró casi de un portazo.
– ¡Bien! Ahora refréscame la memoria. ¿Qué te advertí precisamente ayer, si mal no recuerdo, que nunca, nunca debías hacer?
Leonora parpadeó y se enfrentó a su furia apenas reprimida sin inmutarse.
– Me dijiste que nunca me pusiera en peligro.
– No te pongas… nunca… en peligro. -Se acercó más a ella, deliberadamente intimidatorio-. Justo eso. Y entonces -su pecho se inflamó al tomar una desesperada inspiración, pero aun así sintió que perdía el control-, ¿qué diablos estabas haciendo al seguirnos a la casa de al lado?
No levantó la voz, más bien la bajó. Infundió hasta la última brizna de fuerza a su dicción, de forma que las palabras sonaron como latigazos. Leonora las sintió como tales.
– Yo…
– Si ése es un ejemplo de cómo pretendes obedecerme en el futuro, de cómo pretendes comportarte a pesar de mi clara advertencia, ¡me permito decirte que no funcionará! -Se pasó una mano por el pelo.
– Si…
– ¡Dios! He envejecido diez años o más cuando Deverell me ha dicho que te había visto ahí fuera. ¡Y luego hemos tenido que encargarnos de los compinches de Mountford antes de ponernos con las cerraduras, que eran antiguas y duras! ¡No recuerdo haberme sentido tan condenadamente desesperado en toda mi vida!
– Yo…
– ¡Tú nada! -Le dirigió una furiosa mirada-. ¡Y no creas que esto significa que no vamos a casarnos, porque sí lo vamos a hacer, y no hay más que hablar!
Subrayó el carácter definitivo de su decisión con un rápido movimiento de la mano.
– Pero como no se puede confiar en que prestes atención, en que te comportes con un mínimo de sentido común, en que apliques esa inteligencia que Dios sin duda te ha dado y me ahorres así estos tormentos, ¡que no te quepa duda que pienso construir una maldita torre en Mallingham donde encerrarte!
Se detuvo para tomar aire y se dio cuenta de que los ojos de Leonora resplandecían de un modo extraño, con una especie de advertencia.
– ¿Has acabado? -Su tono era mucho más glacial que el de él.
Cuando no le respondió de inmediato, continuó:
– Para tu información, te diré que no has entendido nada de lo que ha sucedido aquí esta noche. -Levantó la barbilla y lo miró a los ojos desafiante-. ¡Yo no me he puesto en peligro! ¡En absoluto! -Alzó un dedo para evitar que le respondiera, que la interrumpiera-. Lo que ha sucedido es lo siguiente: os he seguido a ti, a Charles y a Deverell, tres caballeros con una experiencia y habilidades nada despreciables, a una casa en la que todos pensábamos que sólo había dos hombres mucho menos capaces. -Lo miró retándolo a que la contradijera-. Todos pensábamos que no había gran peligro. Lo que ha sucedido después es que el destino ha intervenido y la situación se ha vuelto inesperadamente peligrosa.
»Sin embargo -le dirigió una mirada tan furiosa como cualquiera de las que él le había dirigido-, lo que tú te empeñas en no ver en todo esto es para mí el punto más crucial. -Hizo un ademán hacia él con las manos-. ¡He confiado en ti!
Se volvió y paseó nerviosa, luego, con un furioso giro, se encaró con él y le clavó un dedo en el pecho.
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