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Stephanie Laurens: Todo sobre la pasión

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Stephanie Laurens Todo sobre la pasión

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El destino ha hecho de Gyles Rawlings un hombre decidido a controlar cada aspecto de su vida. Ha resuelto casarse con una dama de buena cuna que se preste disciplinadamente a darle hijos, pero haga la vista gorda mientras él busca placer en otra parte. A juzgar por los informes que le llegan, Francesca debería cumplir a la perfección con sus exigencias. Por lo que se refiere a “otra parte”, ha conocido recientemente a una joven bellísima y descarada que sería una amante ideal, con un carácter orgulloso a la altura del suyo. Pero Gyles descubrirá en el momento menos apropiado que su prometida es la atrevida hechicera que inspira sus fantasías. Hallar la pasión y el amor en la misma mujer ha sido siempre para él un temor secreto. Pero mientras su mundo se ve conmocionado, Gyles se obsesiona con la posesión de aquello que jamás pensó que desearía… el corazón de su esposa. Otra extraordinaria aventura perteneciente a la saga de los Cynster, que se puede leer y disfrutar en forma independiente.

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– Supongo que llevaréis una vida muy ajetreada durante vuestras estancias en Londres, al menos durante la temporada alta.

– Puede llegar a resultar vertiginosa, pero las recepciones tienden a concentrarse por las noches.

– Imagino que vuestra compañía estará muy solicitada.

Gyles dirigió una mirada adusta al cogote cubierto de negros rizos. No podía estar seguro sin verle la cara, pero… No, no se atrevería a tanto.

– Las anfitrionas de la alta sociedad acostumbran a requerir mi presencia.

Que interpretara eso como quisiera.

– No me digáis. ¿Y tenéis algún compromiso en concreto, con algunas anfitrionas en concreto, en la actualidad?

La descarada hechicera le estaba preguntando si tenía alguna amante. Al llegar al patio de las caballerizas, pasó a la zona empedrada y se giró; los ojos verdes que buscaron su mirada exasperada desprendían una autoridad propia.

Deteniéndose ante ella, la contempló. Tras unos instantes de tensión, declaró pausada y claramente:

– Ahora mismo, no. -El hecho de que estaba considerando seriamente introducir cambios en esa situación se infería con claridad de sus palabras.

A Francesca le resultó fácil no sonreír mientras le sostenía la mirada. Sus ojos grises transmitían un mensaje que no estaba segura de entender. ¿Estaba desafiándola a que fuera lo bastante buena, lo bastante seductora como para mantenerlo alejado del lecho de otras damas? ¿Le estaba diciendo que dependía de ella que tuviera o no una amante? La idea era en cierto modo tentadora, pero ella tenía su orgullo. Irguiéndose, dejó que sus ojos despidieran centellas de desaprobación para acto seguido despedirse con un altivo gesto de la cabeza.

– Debo llevar a estos gatitos dentro de la casa. Si sois tan amable de confiar a Sultán a Josh… -Con la frente alta como una reina, se giró graciosamente y se encaminó a la cocina.

A Gyles le faltó poco para agarrarla y hacerla volverse de nuevo; apretó los puños combatiendo ese impulso.

– ¡ Ruggles ! -la oyó llamar. Una gata atigrada, naranja y negra, llegó corriendo. Se paró a oler la cesta, maulló y siguió correteando a su lado.

Gyles enfrió su cólera; la sangre le hervía del esfuerzo. Aquella última mirada suya había sido la gota que colmaba el vaso. ¡Estaba a punto de exigirle que le dijera exactamente quién era y qué relación tenía con Francesca Rawlings cuando la maldita encantadora lo había despedido sin contemplaciones!

No recordaba que ninguna dama lo hubiera despachado nunca de esa manera.

Por las rendijas de sus ojos entrecerrados, la vio desaparecer en el jardín de la cocina, canturreando a los gatitos y a su madre. O mucho se equivocaba al respecto, o la gitana acababa de ponerle decididamente en su lugar.

Capítulo 3

No podía quitársela de la cabeza. No podía sacarse su sabor -tan salvajemente apasionado- de la boca, no podía liberar sus sentidos de su hechizo.

Era la mañana del día siguiente, y seguía obsesionado.

Trotando por el bosque, Gyles dio un bufido de furia. Con un poco más de persuasión, podía haberla poseído bajo aquel maldito manzano. De por qué ese hecho le irritaba tanto, no estaba del todo seguro: ¿por lo fácil que había resultado seducirla? ¿O porque no había tenido la lucidez de aprovechar su ventaja? De haberlo hecho, tal vez no seguiría atormentándole, como una espina clavada en su carne, como un picor que no podía dejar de rascarse.

Por otro lado…

Apartó la fastidiosa idea de su mente. Ella no significaba tanto para él; era sólo una hechicera que se le resistía y le planteaba un desafío descarado, flagrante, y él había sido siempre incapaz de resistirse a un desafío. Eso era todo. No estaba obsesionado con ella.

Por ahora.

Dejó que esa advertencia se disipara de su pensamiento. Era demasiado viejo y tenía demasiada experiencia para dejarse atrapar. Por eso estaba allí, organizando su matrimonio con una mosquita muerta, mansa y apacible. Recordando ese hecho, repasó su situación antes de tomar el próximo camino de herradura en dirección a la mansión Rawlings.

Llegó más temprano que el día anterior; se la encontró cuando salía de la perrera. Le recibió con una sonrisa radiante y un «Buenos días, señor Rawlings. ¿Por aquí otra vez?».

Él respondió con una sonrisa, pero la observó con atención. Dio por hecho, después de lo del día anterior y del informe que sin duda le habría transmitido la gitana, que Francesca sabría ya quién era.

Si así era, era una gran actriz; ni sus ojos, ni su expresión ni su actitud mostraban indicios que la delataran. Arqueando una ceja para sus adentros, lo aceptó. Después de rumiarse la situación, no halló razones para informarle de su identidad… No en aquel momento. No conseguiría sino ponerla nerviosa.

Como la vez anterior, pasear a su lado le resultó fácil. Sólo cuando hubieron llegado al otro lado del lago y ella se detuvo a admirar un árbol y le preguntó de qué especie pensaba que era, se dio cuenta de que no le había prestado atención. Salvó la falta sin problemas: el árbol era un abedul. Después de eso, estuvo más atento. Sólo para descubrir que su futura esposa era, en efecto, la elección perfecta para sus necesidades. Tenía la voz clara y etérea, no ahumada y sensual; carecía del poder de cautivar su pensamiento. Era dulce, recatada e insulsa: se pasó más rato mirando a los perros que a ella.

Si hubiera estado paseando con la gitana, habría tropezado con los perros.

Sacudió la cabeza -deseando que pudiera expulsar así de ella todas las imágenes de la hechicera, especialmente las visiones mortificantes que lo habían mantenido despierto la mitad de la noche- y trasladó su atención de vuelta a la joven que se encontraba a su lado en aquel momento.

No le inspiraba la menor chispa de interés sexual; el contraste entre ella y su compañera «italiana» no podía ser más acusado. Ella era exactamente la dócil novia que necesitaba: una damisela que no excitara en modo alguno su naturaleza apasionada. Cumplir con sus deberes sería bastante fácil; engendrar en ella una o dos criaturas no constituiría una gran hazaña. Puede que no fuera una belleza, pero era lo suficientemente aceptable, agradable y carente de pretensiones. Si ella se avenía a su proposición, si lo aceptaba sin amor, les iría bastante bien juntos.

Entre tanto, dado que la gitana y su futura esposa eran amigas, sería sensato constatar cómo era de profunda su amistad antes de seducir a aquélla. La idea de una escenita dramática entre su esposa y él porque tuviera a su amiga por mantenida era lo más cercano a la execración que hubiera podido imaginar, pero dudaba que fueran a llegar a eso.

¿Quién sabía? Su amistad podía incluso resultar fortalecida; tales arreglos no eran infrecuentes en la nobleza.

En su cabeza volvió a sonar aquel aviso fastidioso; esta vez, le hizo más caso. Sería sensato no correr riesgos con la gitana, al menos hasta que tuviera aseguradas su esposa y su vida conforme a sus designios.

La gitana era salvaje e impredecible. Hasta que su matrimonio fuera un hecho, se mantendría a salvo de la tentación que suponía.

Como la vez anterior, dejó a su futura novia en el parterre. Ella aceptó su partida con una sonrisa, sin mostrar la menor inclinación a pegarse a él o exigir más de su tiempo. Enteramente satisfecho con su elección, Gyles se dirigió a las caballerizas.

Josh lo estaba esperando; corrió a buscar el zaino. Gyles miró a su alrededor. Enseguida estuvo de vuelta. Se tomó su tiempo para montar y se entretuvo todo lo que pudo antes de tomar el camino a medio galope y girar por el sendero a Lindhurst.

Acababa de decidir que evitaría a la hechicera: sería ilógico sentirse decepcionado por el hecho de no verla.

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