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Stephanie Laurens: Todo sobre la pasión

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Stephanie Laurens Todo sobre la pasión

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El destino ha hecho de Gyles Rawlings un hombre decidido a controlar cada aspecto de su vida. Ha resuelto casarse con una dama de buena cuna que se preste disciplinadamente a darle hijos, pero haga la vista gorda mientras él busca placer en otra parte. A juzgar por los informes que le llegan, Francesca debería cumplir a la perfección con sus exigencias. Por lo que se refiere a “otra parte”, ha conocido recientemente a una joven bellísima y descarada que sería una amante ideal, con un carácter orgulloso a la altura del suyo. Pero Gyles descubrirá en el momento menos apropiado que su prometida es la atrevida hechicera que inspira sus fantasías. Hallar la pasión y el amor en la misma mujer ha sido siempre para él un temor secreto. Pero mientras su mundo se ve conmocionado, Gyles se obsesiona con la posesión de aquello que jamás pensó que desearía… el corazón de su esposa. Otra extraordinaria aventura perteneciente a la saga de los Cynster, que se puede leer y disfrutar en forma independiente.

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Al llegar al parterre, su acompañante continuó por el sendero que rodeaba el jardín más formal. Él se detuvo.

– Debo irme. -Recordando lo que le había llevado hasta allí, consiguió componer una sonrisa encantadora e hizo una reverencia-. Gracias por su compañía, querida. Me atrevo a aventurar que volveremos a vernos.

Ella sonrió candorosamente.

– Eso me complacería. Sabe usted escuchar, caballero.

Asintiendo cínicamente, la dejó.

Avanzó a buen paso entre los macizos, atento a si aparecía algún derviche de verde. No fue el caso. Al llegar a las cuadras, echó un vistazo al interior y exclamó: «¡Hoy!». Como no recibiera respuesta, recorrió el largo pasillo, pero no pudo ver a ningún mozo. Encontró a su zaino, pero no apreció indicios de que acabaran de entrar a ningún caballo. Y, sin embargo, la gitana debía de haber llegado hasta las cuadras a esas alturas; cabalgaba en esa dirección cuando la había divisado.

De regreso al patio, miró a su alrededor; no parecía haber nadie por el lugar. Sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta con intención de entrar de nuevo y coger él mismo su caballo, cuando un sonido de pisadas anunció al mozo de cuadras. Llegó corriendo al patio, con una cesta de picnic de dos compartimentos a cuestas; se detuvo derrapando en cuanto vio a Gyles.

– Oh. Perdón, señor. Hum. -El chico miró a un lado del establo, luego a Gyles, luego a la cesta-. Hum…

– ¿Para quién es eso? -Gyles señalaba la cesta.

– La señorita me dijo que fuera a por ella inmediatamente.

¿Qué señorita? A punto estuvo Gyles de preguntarlo, pero ¿cuántas señoritas podía haber en la mansión Rawlings?

– Mira, dámela a mí. Yo se la llevaré mientras tú vas a por mi caballo. ¿Dónde está?

El mozo le alcanzó la cesta; estaba vacía.

– En el huerto. -Le indicó con la cabeza un lateral de las cuadras.

Gyles echó a andar, luego miró hacia atrás.

– Si no he vuelto para cuando tengas listo el caballo, déjalo marrado a la puerta, sin más. Seguro que tienes otras cosas que hacer.

– Sí, señor. -El chico lo saludó con una reverencia y desapareció en el interior de la cuadra.

Con una sonrisa contenida curvando sus labios, Gyles se adentró caminando en el huerto.

Se detuvo a mirar a su alrededor; el huerto se extendía un buen trecho, lleno de manzanos y ciruelos, cargados todos de frutos aún verdes. Entonces vio al caballo -gigantesco, castaño, castrado, de al menos diecisiete palmos de altura, con un tórax enorme y una grupa para andarse con cuidado-. Estaba pastando, ensillado y con las bridas colgando.

Empezó a acercarse y oyó su voz.

– Pero qué hermoso eres.

Aquella voz ahumada y sensual rezumaba seducción.

– Ven, deja que te acaricie…, déjame pasarte los dedos por la cabeza. ¡Oooh, así, buen chico!

La voz continuó murmurando, hechizando, susurrando palabras de afecto, incitaciones a la rendición.

La expresión de Gyles se endureció. Avanzó lentamente, inspeccionando la hierba crecida, buscando a la hechicera de verde y al muchacho al que estaba seduciendo…

La voz enmudeció; Gyles apretó el paso. Llegó al manzano tras el cual se erguía el caballo. Escrutó la hierba que lo rodeaba, pero no vio un alma.

– Josh -murmuró ella-, ¿has traído la cesta?

Gyles alzó la vista. Estaba tendida cuan larga era en una rama, con el brazo extendido, buscando, estirados los dedos…

El faldón se le había subido hasta las rodillas, descubriendo la espuma de unas enaguas blancas y un apunte tentador de su pierna desnuda por encima de las botas.

Gyles sintió un mareo. Sentimientos y emociones se arremolinaban y estrellaban en su interior. Se sintió estúpido, con una furia injustificada burbujeando en sus venas sin salida alguna; estaba medio excitado y trastornado por el hecho de que la visión fugaz y mínima de una porción de piel matizada de miel fuera capaz de afectarle de aquella manera. A todo eso se añadía una preocupación creciente.

La maldita gitana estaba a casi tres metros del suelo.

– ¡Te pillé! -Había arrancado lo que parecía una gran bola de pelusa de entre un manojo de manzanas; acto seguido se la metió en el amplio escote, se sentó y giró sobre la rama revelando un manojo gemelo de pelusa en su otra mano.

En aquel momento, lo vio.

– ¡Oh! -En un tris, perdió el equilibrio, agarró a los dos gatitos con una sola mano y se aferró a la rama justo a tiempo para evitar caerse.

Los gatitos maullaron lastimeramente; Gyles se habría cambiado por ellos sin pensárselo un instante.

Con los ojos como platos, el faldón enganchado ahora por encima de sus rodillas, se le quedó mirando desde lo alto.

– ¿Qué hace usted aquí?

Él sonrió. Como un lobo.

– Le he traído la cesta. Josh tiene otros quehaceres que atender.

Ella lo miró entrecerrando los ojos; a decir verdad, estaba a punto de fulminarlo con la mirada.

– Bien, pues ya que la ha traído podría también ser de alguna utilidad. -Le señaló el grumo de pelo que acababa de descubrir la punta de su bota-. Hay que recogerlos y llevarlos de vuelta dentro de la casa.

Gyles depositó la cesta en el suelo, atrapó la bola de pelusa que tenía a los pies y la dejó caer en su interior. Luego inspeccionó la zona adyacente; tras cerciorarse de que no iba a cometer un gaticidio, se situó debajo de la rama y extendió los brazos hacia arriba.

– Pásemelos.

Esto resultó no ser tan fácil, dado que la joven tenía que sujetarse a la rama al mismo tiempo. Finalmente, lo que hizo fue ponerse un gatito en el regazo y pasarle el otro, para luego pasarle el segundo.

Gyles volvió junto a la cesta, se agachó y deslizó ambos gatitos en su interior sin dejar que se escapara ninguno. Por el rabillo del ojo, entrevió un relámpago de pelo y saltó sobre él. Introduciendo al fugitivo en la cesta, preguntó:

– ¿Cuántos hay?

– Nueve. Aquí tiene otro.

Incorporándose, recogió una bola de pelo anaranjado. Lo añadió a la colecta.

– ¿Puede una gata parir nueve gatitos?

– Es evidente que Ruggles piensa que sí.

Llegó otro dando tumbos por la hierba. Lo estaba añadiendo al lanudo montón que maullaba y se debatía en el interior de la cesta cuando oyó el chasquido de la madera.

– ¡Oh…, oh!

Se giró justo a tiempo de dar una zancada y atraparla mientras caía de la rama. Aterrizó en sus brazos entre un revoltijo de faldas de seda. La levantó con facilidad y la acomodó en una posición más confortable.

A Francesca le llevó dos intentos volver a llenar sus pulmones.

– Gra… gracias.

Se lo quedó mirando y se preguntó si debería de añadir algo más. Él cargaba con ella como si no pesara más que uno de los gatitos. Sus ojos permanecían clavados en los de ella; era incapaz de pensar.

Entonces aquellos ojos grises se ensombrecieron, volviéndose tormentosos, turbulentos. Su mirada se desvió hacia sus labios.

– Creo -murmuró él- que merezco una recompensa.

No la pidió: la tomó, sencillamente. Inclinando la cabeza, unió sus labios a los de ella.

El primer roce la conmocionó: notó sus labios frescos, firmes. Luego se endurecieron, deslizándose por los suyos, como exigiéndole algo. Instintivamente, trató de aplacarlo, ablandando sus propios labios, entregándose. Entonces recordó que estaba considerando si se casaba con él. Deslizó sus manos por su pecho, hacia sus hombros. Juntándolas detrás de su nuca, correspondió a su beso con otro.

Percibió entonces en él una duda pasajera, un paréntesis momentáneo, como si se hubiese asustado; un latido del corazón después, esa impresión fue barrida de su mente por una oleada de ardiente exigencia. La repentina presión la hizo estremecer. Separó sus labios con un jadeo ahogado; él volvió a la carga, despiadado e implacable, tomando y reclamando y exigiendo más.

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