Stephanie Laurens - Las Razones del Corazón

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Penelope Ashford se ha criado con todas las ventajas: riqueza, posición, y belleza. Sin embargo, dista mucho ser la típica señorita de sociedad: es enérgica, terca y directa hasta las últimas consecuencias; durante años se ha dedicado a dirigir una institución de asistencia para los huérfanos. Pero ahora sus pupilos están desapareciendo misteriosamente. Desesperada, recurre al único hombre que conoce y que podría ayudarla: Barnaby Adair.
Apuesto descendiente de una noble familia, Adair se ha labrado un nombre dentro de la política y en los círculos judiciales. Sus poderes de seducción y observación combinados con pedigrí le han llevado a resolver diversos crímenes de gravedad dentro de la sociedad. Aunque la hace sentirse irritantemente incómoda, Penelope se presenta a altas horas de la noche ante la puerta de su residencia de soltero, decidida a reclutarle para su causa.
Barnaby acepta su desafío, intrigado por su historia tanto como por la mujer, su audaz belleza e innegable intelecto forman un impresionante contraste con las demás señoritas de sociedad, por lo general insípidas. Reclutando la ayuda del inspector Basil Stokes, se infiltran en las calles de Londres. Pero mientras desentrañan el misterio, descubren el rastro de un criminal arraigado en la misma recientemente creada organización para proteger a los londinenses. Y dicho criminal está al tanto de ellos y de sus esfuerzos, y está preparado para amenazar todo lo que aprecian, incluido sus recientes conocimientos sobre las intrigas del corazón humano.

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Cameron la miraba fijamente.

– Dos niños inocentes que no están bajo coacción ni amenazas y que, por consiguiente, no tienen motivos para mentir. -Huntingdon hizo una pausa y luego preguntó: -¿Qué dice ahora, Cameron?

De pronto nervioso, el secretario dirigió la vista a su señoría.

Barnaby comenzó a rodear el escritorio.

Cameron no reaccionó como un caballero, sino que arremetió contra Penelope. Atónita, ésta se vio sujetada por los brazos. Con los ojos desorbitados, Cameron le dio la vuelta y la inmovilizó contra él. Y blandió una navaja ante su rostro.

Un escalofrío recorrió el espinazo de la joven. Cameron debía de estar loco. La navaja parecía afilada.

– ¡Atrás! -gritó Cameron al tiempo que arrimaba la espalda a la pared. Penelope notó cómo volvía la cabeza hacia un lado y otro. Percibía el nerviosismo, rayano en el pánico, que emanaba de él. -¡Atrás, he dicho! O le rajo la mejilla. -De repente, la navaja con su brillante filo estaba muy cerca del rostro de ella.

Un sudor frío estremeció a Penelope, aterrada. Cameron era muy fuerte y no podría zafarse de él, menos aún con la navaja tan cerca. Había separado las piernas y ni siquiera podía darle patadas. Inspiró hondo y se obligó a apartar la mirada de la navaja. Miró a los demás; veía borrosos sus rostros. Entonces vio a Barnaby, consiguiendo enfocarle la cara.

Estaba junto al escritorio, pálido y demudado el rostro, los rasgos en tensión, listo para intervenir, pero retenido por la amenaza de Cameron. Observaba todo sin perder detalle.

Cuando Cameron recorrió la estancia con la vista para ver qué hacían los demás, Barnaby abrió la boca e hizo el gesto de morder.

Penelope se quedó perpleja pero enseguida lo entendió. Echó la cabeza hacia atrás contra el pecho de Cameron y le clavó los dientes en la mano que empuñaba la navaja.

Cameron dio un grito.

Cerrando los ojos, Penelope volvió a morder con toda el alma y apretó la mandíbula.

Cameron chilló como un poseso. Intentó apartar la mano pero fue en vano. Con esa mano inmovilizada, no podía usar la navaja. Y con la fuerza del mordisco, tampoco podía soltarla. Se sacudió de un lado para otro, aullando, tratando furiosamente de librarse de Penelope.

Forcejeaban y daban vueltas pero la joven se negaba a soltarlo. Con un esfuerzo tremendo, Cameron le dio un violento empujón que la obligó a soltarlo; salió despedida a través de la estancia y chocó contra Stokes y el conde, y al caerse hicieron tropezar a los dos agentes que habían corrido en su auxilio.

Liberándose apresuradamente del grupo que había arrastrado con ella, a gatas, Penelope vio a Cameron blandiendo la navaja para mantener a Barnaby a distancia. Huntingdon estaba de pie pero no podía rodear el escritorio sin distraer a Barnaby.

Y a juzgar por su cara, Cameron sólo aguardaba una ocasión para rajar a Barnaby.

El tiempo pareció detenerse.

La navaja soltó un destello, luego otro. Barnaby se agachó justo a tiempo.

Cameron gruñó y arremetió. Con el corazón en un puño, Penelope se puso a gritar. En el último instante, Barnaby sé giró y la navaja brilló al deslizarse junto a su pecho.

Barnaby fue a coger el brazo de Cameron pero éste se echó para atrás. Con ojos de loco, blandiendo la navaja para mantener a raya a todos, fue retrocediendo.

Se había olvidado de Griselda, o quizá ni siquiera había reparado en ella. Saliendo subrepticiamente de detrás del biombo, la sombrerera había cogido una pesada estatuilla de una mesa auxiliar y se estaba acercando por detrás, manteniéndose pegada a la pared. Sosteniendo la estatuilla en alto, aguardó a que llegara su momento y, cuando tuvo a Cameron a su alcance, le asestó un buen golpe en el cráneo.

Penelope se puso trabajosamente de pie mientras Cameron se tambaleaba.

– ¡Más fuerte! -gritó a su amiga. -¡Dale otra vez!

Anticipándose a Griselda, Barnaby dio un paso al frente, apartó la navaja y soltó un puñetazo tremendo contra la mandíbula de Cameron, que salió despedido y chocó de espaldas contra la pared y puso los ojos en blanco. Le fallaron las rodillas y se escurrió hasta el suelo, donde quedó hecho un guiñapo.

Barnaby se irguió delante de él, haciendo una mueca mientras sacudía la mano.

Horrorizada, Penelope corrió a su lado.

Huntingdon le dio una palmada en el hombro.

– Buen trabajo.

Penelope no estaba tan segura. Cogió la mano de Barnaby, su hermosa, elegante y hábil mano, y observó cómo se le iba enrojeciendo en torno a los nudillos pelados.

– Oh, Dios mío, ¿qué le has hecho a tu mano?

Para desconcierto de Barnaby, el leve daño que se había hecho en la mano tenía absorta a Penelope. Todo lo demás quedaba relegado a segundo plano. Para ella lo principal era llevárselo enseguida a Jermyn Street para atender sus heridas. Salvar sus nudillos pelados.

Que Mostyn se hubiera hecho cargo de los niños, ofreciéndose a cuidar de ellos y llevarlos al orfanato a la mañana siguiente, ratificó su impaciencia por marcharse cuanto antes de allí.

Cosa que también Barnaby decidió que le convenía; aparte de todo lo demás, necesitaba hablar con ella enseguida, antes de que su padre dijera algo que le complicara más la vida.

Penelope sintió un gran alivio cuando él se avino a dejar el asunto en manos de lord Huntingdon y su padre. Según su punto de vista, sobraban personas capaces para hacerse cargo del desalmado Cameron y adoptar todas las medidas necesarias. Los agentes llevarían a Smythe y Cameron a Scotland Yard; Stokes acompañaría a Griselda a su casa. La única responsabilidad de Penelope era velar por el bienestar de los niños y Barnaby.

Esto último era lo prioritario. Cuando llegaron a su casa, pidió a Mostyn que acostara a los niños y arrastró a Barnaby hasta su dormitorio. Lo obligó a sentarse en la cama y luego fue al cuarto de baño a buscar una palangana de agua.

Regresó, acercó el candelabro para tener más luz, le examinó la herida y masculló:

– Los hombres siempre a puñetazos. -Estaba muy agitada; no sabía muy bien por qué. -No tenías por qué pegarle; Griselda podría haberse encargado de él si le hubieses concedido un segundo más.

– Necesitaba pegarle. Penelope pasó por alto la dureza de su tono. -Me gusta mucho tu mano, ¿sabes? -La sumergió en el agua fría. -Las dos. Me gustan mucho otras partes tuyas, por supuesto, pero eso no viene al caso, Tus manos… -Cayó en la cuenta y se calló. Inspiró profundamente. Estoy parloteando. -Oyó el asombro de su propia voz, pero su lengua no se detuvo. -¿Ves a qué me has reducido? Yo nunca parloteo; pregunta a cualquiera. Penelope Ashford no ha parloteado en su vida, y heme aquí, parloteando como una boba, y todo porque no has tenido cuidado…

Barnaby la hizo callar con el sencillo recurso de darle un beso. Agachando la cabeza, le cubrió los labios y le paró la lengua con la suya.

Deslizó un brazo en torno a ella y la atrajo hacia sí.

Casi al instante, Penelope se relajó.

Al principio fue un beso con ternura, un prolongado, relajante y tranquilizador intercambio. Pero había mucho más entre ambos, reacciones más primitivas que pedían ser saciadas, necesidades más poderosas que despertaban e inesperadamente los atraparon, adueñándose del beso, infundiéndole pasiones que ninguno de ellos tenía intención de mostrar pero que necesitaban desesperadamente mitigar. Aplacar. Satisfacer.

Barnaby ladeó la cabeza y le saqueó la boca, causando estragos en sus sentidos… y ella le correspondió con ardor. Se sacudió el agua de las manos y las hundió en sus cabellos, atravesando los mechones rizados para agarrarle la cabeza, sujetarlo con firmeza y besarlo a su vez; reclamarlo como suyo con la misma avidez, la misma avaricia, la misma glotonería con que él la reclamaba.

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