Lisa Jackson - Lagrimas de Orgullo

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Sheila Lindstrom, aun estaba conmocionada por los devastadores efectos del incendio que le había costado la vida a su padre y había destruido la bodega familiar. Sin la indemnización del seguro, que le permitiera volver a levantar el negocio, Sheila se arriesgaba a que una poderosa empresa de inversiones se lo quitara todo. Cuando se enfrentó al presidente de la empresa, Noah Wilder, surgió entre ellos una atracción que los arrastro a ambos de inmediato. La desconfianza y el engaño quizás arruinaran su unión, pero el amor podría hacerla renacer de sus cenizas.

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Sin aminorar el paso, Noah la tomó del codo y la condujo a una habitación, casi al fondo de la casa. El fuego de la chimenea y unas lámparas de mesa iluminaban la estancia, que parecía ser la biblioteca. La copa de la mesita que estaba al lado del sillón, junto al fuego, indicaba que Noah estaba esperando a alguien allí. Sheila se preguntó a quién, porque estaba segura de que su visita había sido inesperada. Una vez más volvió a tener la sobrecogedora sensación de que era una intrusa. Noah Wilder era tan misterioso como lo había imaginado.

– Siéntate -dijo él mientras se acercaba al mueble bar-. ¿Te apetece tomar algo?

– No, gracias.

Sheila se sentó en el borde de una mecedora con la esperanza de parecer más tranquila de lo que se sentía.

– ¿Ni siquiera un café? -insistió él.

Ella lo miró y negó con la cabeza. Podía sentir cómo la miraba. Noah tenía los ojos más azules que había visto en su vida, y una mirada tan erótica que la dejaba perpleja.

El se encogió de hombros, se aflojó el nudo de la corbata, se sentó en el sillón, frente a ella, y estudió su cara a la luz de las llamas. Tenía unos ojos tan intensos que, después de sostenerle la mirada durante un momento, Sheila bajó la vista y fingió interesarse por los leños encendidos. Se mordió el labio y trató de concentrarse en cualquier cosa que no fuera la pesadilla del último mes.

Noah se reprendió cuando se dio cuenta de lo fascinado que estaba por la mujer que había llamado a su puerta. Le había llamado la atención cuando habían hablado por teléfono, pero no había imaginado que quedaría tan absolutamente cautivado por su belleza y su involuntaria vulnerabilidad. Era muy atractiva, incluso con el ceño fruncido por la preocupación y con la profunda tristeza que le nublaba la mirada. Estaba hechizado por la combinación del pelo castaño, las facciones delicadas y aquellos ojos grises, grandes y luminosos. Noah no era presa fácil para las mujeres hermosas; casi todas lo aburrían mortalmente. Pero aquella mujer de lengua afilada y ojos de ensueño lo tenía tan hechizado que le costaba ocultar la atracción que sentía.

Aunque intentaba disimularlo con una pose desafiante, se notaba que estaba nerviosa. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío, y las gotas de lluvia arrancaban destellos rojizos a su melena.

Noah bebió un trago de su copa. Lo que más lo perturbaba era la sombra de desesperación que tenía en los ojos. Lo preocupaba haber contribuido a aumentarla sin darse cuenta. Sentía la extraña necesidad de protegerla. Quería acercarse, consolarla y hacerle el amor hasta que se olvidara de todo y no pudiera pensar en nada más que en él.

Esa última idea lo sacudió violentamente. No entendía qué hacía fantaseando con una mujer a la que casi no conocía. Refrenó sus emociones y se dijo que los pensamientos improcedentes se debían a las tensiones del día y a la preocupación que lo carcomía. No sabía nada de Sheila Lindstrom. Trató de convencerse de que era una mujer como cualquier otra y, por lo que sabía, lo único que quería de él era una parte de la fortuna de su padre.

Se terminó la copa y rompió el silencio.

– Muy bien, Sheila. Tienes toda mi atención. ¿Qué quieres de mí?

– Ya te he dicho que quiero ponerme en contacto con tu padre.

– Y yo te he respondido que va a ser imposible. Mi padre se está recuperando de un problema de salud en México. Tendrás que tratar conmigo.

– Ya lo he intentado -le recordó ella.

– Es cierto. Lo has intentado, y te he dado largas. Te pido disculpas. En ese momento tenía otros asuntos en la cabeza, pero ahora estoy listo para escuchar. Doy por sentado que quieres hablar de la demanda de la aseguradora de la bodega. ¿Me equivoco?

– No. Verás, Ben era amigo de mi padre, y creo que si lograra hablar con él, podría convencerlo de la importancia de reconstruir la bodega antes de la vendimia.

– ¿Por qué crees que a Wilder Investments le interesaría que Cascade Valley siga funcionando?

– Para ganar dinero, obviamente.

– Pero la bodega no era rentable.

– Sólo en los últimos años. Tuvimos una racha de mala suerte, pero ahora…

– ¿”Tuvimos”? ¿Tú estabas al frente del negocio?

– No. Se ocupaba mi padre…

A Sheila se le quebró la voz al pensar en su padre.

– Murió en el incendio, ¿verdad? -preguntó Noah.

– Sí.

– ¿Y crees que puedes sustituirlo?

Ella cuadró los hombros y sonrió con tristeza.

– Sé que podría sacar adelante la empresa -dijo, casi en un susurro.

– ¿Trabajabas en la bodega?

– No; digo sí… Bueno, sólo en verano.

Noah la intimidaba tanto que no podía pensar con claridad.

– Ayudaba a mi padre durante las vacaciones de verano -continuó-. Soy asesora en un instituto de formación profesional.

Sheila se abstuvo de mencionar los cinco años que había estado casada con Jeff Coleridge; era una parte de su vida que prefería olvidar. La única satisfacción que había tenido en su matrimonio era Emily.

Noah se quedó mirándola con aire pensativo. No podía negar que había una clara determinación en aquellos ojos grises.

– ¿Y qué te cualifica exactamente para dirigir la bodega? -preguntó-. ¿Un par de veranos en la finca?

– Eso y una licenciatura en administración de empresas -contestó ella, con una sonrisa desafiante.

– Entiendo.

Noah no parecía muy convencido. Frunció el ceño y se levantó para servirse otra copa. Había sido un día largo y difícil, y Sheila Lindstrom lo estaba sacando de quicio. Lo tenía tan embobado que hasta quería ayudarla. Sin preguntarle qué le apetecía, le sirvió una copa de brandy y, después de dejársela en la mesita, volvió a sentarse en su sillón.

– ¿Qué sabes de vinos? -añadió-. No basta con tener un título universitario para poder supervisar la vendimia y la fermentación.

Sheila sabía que la estaba provocando, pero no se dejó amedrentar por la impertinencia de las preguntas y respondió con absoluta tranquilidad.

– De los viñedos de la bodega se ocupa un viticultor -contestó-. Dave Jansen se crió en el valle y es un profesional muy respetado. Sus investigaciones han contribuido a desarrollar una variedad de uva más fuerte, que resiste mejor las bajas temperaturas. Y en cuanto a la fermentación y el embotellado, tenemos en plantilla a un vinicultor que es más que capaz de…

– ¿Cómo explicas que la bodega pierda dinero? Dices que tu padre sabía lo que hacía, pero según el último informe anual, las cosas iban de mal en peor.

– Como he dicho antes, tuvimos una racha de mala suerte.

– ¿”Mala suerte”? Primero fueron las botellas adulteradas en Montana y la costosa retirada del mercado de toda la producción. Después, la cosecha dañada del año pasado por culpa de una nevada temprana. Más tarde, las cenizas y los detritos de la erupción del Saint Helen. Y por último, el incendio que, por lo que tengo entendido, fue provocado. ¿Llamas a eso “mala suerte”?

– ¿Y tú cómo lo llamarías? -lo desafió ella.

– Mala administración.

– ¡Fueron desastres naturales!

– El incendio no.

Sheila se puso tensa. No quería perder la calma, pero era del todo imposible.

– ¿Qué insinúas? -preguntó.

– Que tu padre no era precisamente un empresario modelo. No me refiero sólo al incendio… ¿Para qué pidió un préstamo a Wilder Investments?, ¿para invertirlo en la bodega? Lo dudo mucho.

Ella notó el calor que le subía por la espalda. Se preguntaba cuánto sabía Noah de ella y si tendría que explicarle que su padre le había dado la mayor parte del préstamo.

Noah siguió con su ataque frontal.

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