Catherine Coulter - Los Gemelos Sherbrooke

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La saga Sherbrooke continúa con James y Jason Sherbrooke, los gemelos idénticos tan parecidos a su tía Melissande que irrita profundamente al padre de los muchachos, el conde.
James, veintiocho minutos mayor que su hermano es el heredero. Tiene unos profundos y sólidos principios, apasionado estudiante de astronomía, le encanta montar a caballo y, al contrario que a su hermano Jason, le encanta aprender los entresijos de la administración de las propiedades que algún día heredará. Nunca se lanza a ciegas a una aventura, como hace su vecina, Corrie Tybourne Barrett, a la que conoce desde que eran pequeños, y a la que nunca ha visto limpia. Tiempo atrás harto de sus gamberradas y travesuras, y tras un intento de arrojarlo por un precipicio, le propino una buena azotaina.
Una historia algo desalentadora para ambos. Pero cuando el conde, Douglas Sherbrooke recibe amenazas de muerte que llevan directamente a su pasado, y a un George Cadoudal ya muerto hace años, aunque todo apunte hacia esa historia en particular, Corrie, James y Jason unirán fuerzas para descubrir lo que está pasando.

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– Pero tienes montones de cabello.

– No importa. Pondrá bastante frenético a Peabody cuando no ubique la pomada, algo que merece, ya que siempre está metiendo su larga nariz en mis asuntos.

James respiró profundamente.

– Quiero ver tu brazo, padre. Jason también tiene razón… alguien está detrás de ti. Tenemos que hacer algo. Pero primero quiero ver por mí mismo que la herida no es grave.

Douglas levantó una oscura ceja al mirar a su hijo, vio el temor en los ojos de James, y supo que tenía que ver por sí mismo que la herida no era nada.

– Muy bien -dijo, y dejó a James desatar el lino que acababa de envolver alrededor de él.

James estudió el corte rojo furioso que había desgarrado la piel de su padre.

– Casi ha dejado de sangrar. Quiero lavarla, y luego quiero que Hollis la vea. Él tendrá un poco de ungüento para ponerle.

Claro que Hollis tenía exactamente la desagradable mezcla adecuada. Él también insistió, bajo la atenta mirada de James, en untarla sobre el profundo corte él mismo.

– Hmm -dijo. -Páseme la venda limpia, amo James.

James le alcanzó la tela limpia. Las manos del anciano temblaron. ¿De miedo por su padre? No, Hollis nunca tenía miedo a nada.

– Hollis, ¿cuántos años tienes?

– ¿Amo James?

– Eh, si no te molesta que pregunte tu edad.

– Soy de la misma edad que su estimada abuela, milord; bueno, quizás ella es un año mayor, pero uno duda en hablar sin rodeos acerca de cosas semejantes, particularmente cuando involucra a una dama que también es la ama de uno.

– Eso significa -dijo Douglas, riendo, -que Hollis es más viejo que esas estatuas griegas en los jardines del oeste.

– Así es, de hecho -dijo Hollis. -Ahí está, milord, está atado bien y apretado. ¿Querría un poco de láudano?

Su brazo palpitaba pero, ¿a quién le importaba? Levantó una ceja altanera, viéndose indignado, y dijo:

– No la querría, Hollis. ¿Están ustedes dos felices ahora?

La puerta se abrió y Jason entró, se puso pálido y se le escapó:

– Lo sabía. Simplemente sabía que era algo malo.

James vio la sangre en el cuenco de agua, tragó con fuerza y le contó a su hermano lo que había sucedido.

– Sabe, señor -dijo Jason antes de que los tres fueran escaleras abajo, -que madre sabrá que algo anda mal cuando vea la venda en su brazo.

– Ella no la verá.

– Pero madre y tú siempre duermen juntos -dijo James. -Seguramente la verá. Una vez la oí decir que nunca usas camisa de dormir. -James agregó rápidamente: -Ella no sabía que estábamos escuchando.

– Hmm -dijo Douglas. -Pensaré en eso.

– Nosotros tampoco usamos camisas de dormir -dijo Jason, -una vez que oímos que tú no lo hacías. ¿Qué teníamos, James, doce años?

– Algo así -dijo él.

Douglas sintió una sacudida en el pecho. Miró a sus muchachos -sus muchachos- y la punzada en su brazo se volvió absolutamente nada.

Por supuesto que Alexandra se enteró lo suficientemente rápido, no más tarde que las cinco en punto esa tarde. Su doncella, Phyllis, le dijo que la lavandera -quien había lavado una tira de tela ensangrentada- se lo había dicho a la señora Wilbur, el ama de llaves de los Sherbrooke, quien lo había transmitido inmediatamente a Hollis, quien le había dicho bruscamente que cerrara los labios firmemente lo cual, naturalmente, la señora Wilbur no había hecho, y de ese modo había llegado a los agudos oídos de Phyllis mediante una taza de té en el salón de la señora Wilbur.

– ¿Un trapo ensangrentado? -dijo Alexandra, girando en la silla de su tocador para mirar fijamente a Phyllis, quien tenía ojos verde musgo y una adorable nariz delgada que constantemente goteaba, necesitando de un pañuelo en su mano derecha la mayor parte del tiempo.

– Sí, milady, un trapo ensangrentado. De la recámara de Su Señoría.

Alexandra corrió fuera de la recámara y a través de la puerta contigua para enfrentar a su esposo, para pasarle las manos por todo el cuerpo, para incluso chequear los dientes en su boca. Maldito fuera… no estaba allí. Y sabía que cuando lo confrontara, él miraría por encima de su elegante nariz, la llamaría una tonta y le diría que todo era un cuento inventado por una tonta niña en el cuarto de lavandería.

Aunque eran las cinco en punto de la tarde, Alexandra corrió escaleras abajo hacia la despensa del mayordomo, una adorable sala espaciosa con baldosas de mármol blanco y negro en el piso. El único problema era que Hollis no estaba solo. Es más, estaba en los brazos de una mujer. Una mujer a la que ella nunca antes había visto. Alexandra los miró fijamente, luego se retiró, paso a paso, hasta cerrar silenciosamente la puerta.

¿Hollis abrazando y besando a una mujer extraña? Parecía que de pronto todo estaba volando fuera de control. Olvidó conseguir pruebas para que Douglas no pudiera mirarla por encima de la nariz, e irrumpió en el estudio, donde su esposo estaba conversando con los mellizos. Los miró a todos con nuevos ojos. Los gemelos andaban en algo, fuera lo que fuera. Los tres estaban en una conversación secreta, ella lo supo, una que la excluía. Quiso dispararle a todos ellos. En cambio, dijo:

– Hollis está besando a una extraña en la despensa del mayordomo.

CAPÍTULO 05

Cuando no tienes problemas, estás muerto.

~Zelda Werner

Douglas y los mellizos cerraron rápidamente sus bocas. Douglas dijo:

– Eh, Alex, querida mía, ¿dijiste que Hollis estaba besando a una mujer desconocida? ¿En la despensa del mayordomo?

– Sí, Douglas, y era mucho más joven que Hollis, no más de sesenta años, yo diría.

– Hollis tomándose libertades con una mujer más joven -dijo Jason, echó la cabeza atrás y se rió, luego se detuvo. -Dios mío, padre, ¿qué si ella es una aventurera, detrás de su dinero? Sé que él es adinerado. Me dijo que has estado invirtiendo su dinero por él durante años, y que ahora es casi tan rico como tú.

– Me aseguraré de que Hollis no haya sido atrapado por una abuela rapaz -dijo Douglas.

James agregó:

– ¿Estás seguro de que realmente se estaban besando, madre?

– Era un abrazo bastante apasionado, y sí, con algo de mimos y besos -dijo Alexandra. -Se los digo, casi me hizo saltar los ojos de la cabeza. -Dio un paso más cerca de su esposo y susurró: -Ambos parecían estar disfrutando del otro inmensamente.

Douglas dijo:

– Espero que esta sea la joven mujer con quien Hollis pretende casarse.

Su esposa e hijos lo miraron fijo.

– ¿Sabes acerca de esto, Douglas?

– Él habló de matrimonio varios días atrás… algo en cuanto a que una joven esposa lo haría sentir muy bien.

– Pero…

Douglas levantó la mano para interrumpirla.

– Ya veremos. Después de todo, en realidad no es asunto nuestro.

James dijo:

– Es Hollis, señor. Ha estado aquí más tiempo que tú.

– No compares viejo con muerto -le dijo Douglas. -Un hombre no está muerto en sus partes hasta que está dos metros bajo tierra. Esfuérzate por no olvidar eso.

Alexandra suspiró.

– Muy bien, suficiente de esta excitación. Ahora, Douglas, me contarás lo que te ha sucedido y me lo dirás todo. Incluirás todas las referencias a un trapo ensangrentado encontrado en el lavabo en tu recámara, y no me engatusarás con un dedo cortado.

– Le dije que lo descubriría, señor -dijo Jason.

– Madre incluso descubrió que había besado a Melissa Hamilton detrás de los establos cuando tenía trece años -dijo James. Le dio a su madre una mirada meditativa. -Nunca deduje cómo descubriste eso.

Alexandra lo miró.

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