Jacquie D’Alessandro - Caricias de fuego

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Genevieve Ralston sabía cómo satisfacer a un hombre; pero cuando su amante la abandonó sin contemplaciones, se dijo que no querría nada más con el sexo opuesto. Hasta que conoció a Simon, un caballero atractivo e inquietante del que no podía apartar las manos. Pero Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn, era espía. Tenía la misión de recuperar una carta misteriosa que se encontraba en manos de Genevieve; y al intentar seducirla para conseguir su objetivo, olvidó poner a salvo su corazón. ¿Estaría a la altura de una amante tan sensual y experimentada?

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En el fondo, aún albergaba la esperanza de que se arrepintiera y volviera con ella; pero por otra parte, sabía que esa época de su vida había concluido. Gracias al apoyo financiero del conde, ahora tenía la casa de campo y un santuario para ella y para Baxter.

– Maldita sea -murmuró Baxter, sacudiendo la cabeza-. Te conozco mejor que nadie. Sé de tu tristeza y no puedo hacer nada por ayudarte. De buena gana me encargaría de que ese canalla del conde se llevara su merecido; así es como los ricos y poderosos tratan a los demás, sin respeto y sin más preocupación que sus propias necesidades.

Genevieve se sintió culpable por haber permitido que la viera tan deprimida. Baxter era el mejor de sus amigos y la cuidaba como si fuera una de las joyas de la Corona. Se conocían desde la adolescencia y se querían como hermanos; él le estaba muy agradecido porque le había salvado la vida a los quince años, cuando lo arrojaron a un callejón, dándolo por muerto, y ella cuidó de él y lo alimentó hasta que recobró la salud.

– Estoy bien, Baxter. Admito que me siento un poco sola, pero me acostumbraré. No te preocupes por ello -afirmó.

– Las lágrimas de tus ojos dicen otra cosa.

La voz de Baxter sonó tan seca que cualquier otra persona se habría asustado. Nadie salvo ella podía imaginar que aquel hombre calvo y enorme, de muslos anchos como troncos y puños como jamones, fuera dulce como un gatito y cocinara los mejores bollos de todo el reino; pero ciertamente, también sabía romper el cuello a un hombre si se presentaba la necesidad.

Genevieve se sentía protegida con él. Una mujer sola debía andarse con cuidado; sobre todo, si estaba en posesión de secretos tan peligrosos como los suyos.

– Son lágrimas de felicidad… por Catherine; se nota que en Londres es feliz. Pero dejemos ese asunto de una vez; ¿de qué querías hablarme?

Baxter la miró como si no estuviera dispuesto a cambiar de conversación. Sin embargo, comprendió que Genevieve había cerrado esa puerta y contestó:

– Ese hombre está aquí. Ha preguntado si te encuentras en casa.

– ¿Hombre? ¿Qué hombre?

– El que alquiló la casa del doctor Oliver.

Genevieve se acordó enseguida. Baxter siempre estaba al tanto de lo que sucedía en Little Longstone, que no era mucho, y le había mencionado que el médico se había marchado del pueblo tras recibir una herencia y que había puesto su casa en alquiler.

Baxter le dio vina tarjeta y ella la leyó. Pertenecía a un tal Simon Cooper, cuya dirección, impresa bajo el nombre, se encontraba en un barrio de Londres perfectamente respetable, aunque no rico.

Aunque no había nada fuera de lo común en ello, sospechó de inmediato. En muy poco tiempo habían llegado dos desconocidos a la zona; primero el señor Blackwell, un artista, y ahora, Simon Cooper. La posibilidad de que aquel hombre sospechara algo, de que hubiera descubierto sus actividades, la preocupó tanto que Baxter lo notó.

– ¿Crees que ha venido por lo de Charles Brightmore?

Genevieve se estremeció al oír el nombre de su nom de plume , de su seudónimo.

– ¿Y tú?

Baxter se rascó la calva.

– No me parece probable. Ya nos ocupamos de ese asunto hace meses, cuando se publicaron aquellos artículos en la prensa. Todo el mundo sabe que Charles Brightmore se ha marchado de Inglaterra y nadie vendría a buscarlo aquí. Pero si ese individuo mete las narices donde no le llaman, puedes estar segura de que se las partiré. No permitiré que te hagan daño, Gen.

Genevieve se sintió más aliviada.

– Lo sé, lo sé. Y estás en lo cierto… todos creen que Brightmore ha salido de Inglaterra y que no tiene intenciones de volver.

Su criado asintió.

– No obstante, debemos ser cuidadosos. Aunque añado que ese hombre no tiene aspecto de investigador; se comporta más bien como un pretendiente. Ha dicho que quiere presentarte sus respetos porque será nuestro vecino durante dos semanas -explicó, flexionando sus dedos gigantescos-. He sentido la tentación de darle una buena patada y echarlo de la casa; pero dado que estás un poco sola, me ha parecido que su compañía te podría animar.

– Procura no dar patadas a nadie, salvo que sea absolutamente necesario -dijo ella con seriedad-. ¿Ha traído algún regalo?

– Un ramo de flores -contestó, sonriendo-. Ese tipejo debería saber que una mujer como tú merece bastante más. Diamantes, por ejemplo.

Genevieve rió.

– Y por supuesto, tú nunca sospecharíais de un hombre que se presentara en mi casa por primera vez con unos diamantes como regalo.

Baxter asintió con timidez.

– Sí, supongo que tienes razón, pero no debes confiar en nadie. Habrá oído que una mujer preciosa vive sola en esta casa y lo primero que ha pensado es llevarle unas flores y cortejarla.

– Dudo que debamos preocuparnos por eso.

Genevieve bajó la vista y se miró las manos. Los médicos le habían dicho que la enfermedad que la afligía se llamaba artritis; ella no la consideraba una enfermedad sino una maldición, porque le había robado al hombre que amaba, el hombre que no había soportado la visión de aquel defecto. En cualquier caso, carecía de importancia. Aunque otros hombres la encontraran atractiva, no volvería a permitir que le rompieran el corazón.

– ¿Qué aspecto tiene el señor Cooper? -preguntó.

Baxter la miró a los ojos y frunció el ceño.

– Aspecto de cretino que merece que lo echen a patadas.

– Ya veo. ¿Y qué flores ha traído?

– Rosas.

Genevieve se alegró mucho. Eran sus flores preferidas, aunque el señor Cooper no podía saberlo.

En circunstancias normales, le habría pedido a Baxter que le dijera que no se encontraba en casa. Llevaba una vida tranquila y, excepción hecha de sus visitas ocasionales al pueblo o de la aparición de alguno de sus amigos, prefería mantenerse al margen de la sociedad. Sin embargo, Catherine se había marchado y las circunstancias habían dejado de ser normales. Un vecino con un ramo de rosas no era exactamente la visita más apetecible del mundo, pero al menos contribuiría a romper el tedio, el vacío y la monotonía de su existencia actual.

– Que pase -ordenó.

Baxter salió del dormitorio y ella se levantó y caminó hasta la ventana, desde donde contempló las hojas doradas que el viento arrastraba a su paso. Si Catherine no se hubiera marchado, estarían juntas en los jardines y se dedicarían a charlar sobre las flores que se debían podar en aquella época y las que podían plantar a la primavera siguiente. Además, faltaba poco para que Little Longstone celebrara su festival de otoño.

Suspiró y su aliento empañó el cristal. Limpió la condensación y se obligó a contener la envidia que sintió durante un instante. Se alegraba sinceramente de la felicidad de Catherine. Ya se acostumbraría a la soledad. Tenía a Baxter y a Sofía . Y hoy, también al señor Cooper. Sería mejor que se contentara con ello y no esperara demasiado.

Supuso que su visita sería un anciano decrépito de los que se retiraban a Little Longstone para disfrutar de los beneficios de las aguas termales, también presentes en la antigua propiedad del doctor Oliven. Sin embargo, eso era mejor que nada. Su gata sabía escuchar, pero no era buena conversadora. Al menos tendría con quien hablar.

Un segundo después oyó la voz de Baxter. Como siempre que se encontraban en público, se abstuvo de tutearla:

– El señor Cooper viene a verla.

Genevieve se giró y se llevó una sorpresa mayúscula al comprobar que, lejos de ser un viejo chocho, el señor Simon Cooper era un joven que aparentaba treinta años o quizá menos. No era mujer que se quedara fácilmente sin habla, pero eso fue exactamente lo que pasó; y por lo visto, a él le ocurrió lo mismo: se quedó mirándola con sus intensos ojos verdes, de tal forma que durante unos momentos no fue capaz de pensar ni de respirar siquiera.

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