Jacquie D’Alessandro - Caricias de fuego

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Genevieve Ralston sabía cómo satisfacer a un hombre; pero cuando su amante la abandonó sin contemplaciones, se dijo que no querría nada más con el sexo opuesto. Hasta que conoció a Simon, un caballero atractivo e inquietante del que no podía apartar las manos. Pero Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn, era espía. Tenía la misión de recuperar una carta misteriosa que se encontraba en manos de Genevieve; y al intentar seducirla para conseguir su objetivo, olvidó poner a salvo su corazón. ¿Estaría a la altura de una amante tan sensual y experimentada?

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Mientras apretaba los dientes y contenía un gemido, ella alzó los brazos para meterse la camisa nueva y caminó hasta el armario, del que sacó una bata de satén que se puso. La suave tela se pegaba a sus curvas como una segunda piel, pero al menos la cubría. Simon cruzó los dedos para que se metiera de una vez en la cama.

Pero en lugar de eso, volvió al tocador, se puso crema en las manos y empezó a frotárselas, haciendo gestos de dolor de vez en cuando, como si tuviera alguna herida. Después, abrió el cajón superior y sacó un par de guantes. Aquello desconcertó a Simon. Jamás se le habría ocurrido pensar que las mujeres se pusieran guantes para ir a la cama. Cuando se acostaba con alguna, estaba demasiado ocupado o demasiado ahíto como para plantearse cuestiones mundanas sobre los guantes y las cremas de manos.

Su esperanza de que la señora Ralston se marchara a dormir finalmente se esfumó cuando se llevó las manos a la cabeza, retiró las horquillas y se soltó una melena de rizos rubios que le llegaba hasta la cadera. De inmediato, sin poder hacer nada para impedirlo, se imaginó acariciando aquel cabello y envolviéndoselo alrededor de su cintura.

Irritado consigo mismo, cerró los ojos para desvanecer la imagen y se preguntó qué le estaba pasando. Entretenerse con fantasías en mitad de una misión era un error grave, que resultaba completamente inaceptable cuando el sujeto de tales fantasías era una mujer que podía estar implicada en un asesinato.

Genevieve Ralston gimió. Simon abrió los ojos y descubrió que se había recogido el pelo en una coleta y que la estaba atando con una cinta de color azul. Antes de que pudiera preguntarse por el motivo de su gemido, ella se levantó y caminó hacia él.

Todos sus músculos se tensaron. Pensó que habría detectado su presencia, que habría notado que la estaban observando.

Si efectivamente lo había descubierto, no tendría más remedio que sojuzgarla. Pero la idea de tocar a esa mujer le resultó tan excitante que su cerebro le gastó una mala pasada; en lugar de sojuzgarla a ella, imaginó que ella lo ataba a él, con cintas azules, a los postes de la cama.

Al parecer, la lectura de aquella guía para damas lo había trastornado gravemente.

Para alivio de Simon, la señora Ralston se detuvo y se sentó frente al escritorio. Por desgracia, su alivio duró tan poco como lo que tardó ella en encender una vela, cuya luz se extendió hacia él y lo obligó a moverse para seguir oculto a la sombra de la estatua.

No tardó en descubrir lo que pretendía hacer. Sacó una hoja de papel de vitela y alcanzó una pluma. Era evidente que se disponía a escribir una carta, lo cual le pareció extremadamente sospechoso a esas horas de la noche.

Escribió durante varios minutos, hasta que sus movimientos se fueron haciendo más lentos; entonces frunció el ceño, apretó los labios y se inclinó sobre el papel como si intentara concentrarse. Sin embargo, Simon notó que su posición se debía a otra cosa; ahora sostenía la pluma de forma extraña y, de hecho, dejó de escribir un momento y dobló lentamente sus dedos enguantados como si le dolieran. Cabía la posibilidad de que hubiera sufrido algún tipo de accidente.

Siguió con la carta un par de minutos más, devolvió la pluma a su sitio y secó la tinta. Tras introducir el papel en un cajoncillo, sopló la vela, se levantó y caminó hacia la cama. Una vez allí, se quitó la bata, apagó la lámpara de aceite, apartó la colcha y se acostó. La gata alzó la cabeza, pero enseguida volvió a acurrucarse.

Cuando la señora Ralston cerró los ojos, Simon pensó que parecía un ángel inocente. Sin embargo, había aprendido que las apariencias engañaban.

Al cabo de un rato, su respiración se volvió lenta y regular. Él esperó unos minutos más para asegurarse y, sólo entonces, salió de su escondite y abandonó la habitación. Mientras cerraba la puerta a su espalda, se prometió que no solamente encontraría la carta sino que también descubriría todos los secretos de Genevieve Ralston.

Sobre todo, si dichos secretos estaban, relacionados con un asesinato.

Capítulo Tres

Londres es intenso y apasionante, y el matrimonio es maravilloso. Sólo te echo de menos a ti, mi querida amiga. Ojalá pudieras venir a visitarme…

Las palabras de la carta se difuminaron entre las lágrimas de Genevieve Ralston, pero se secó rápidamente los ojos cuando oyó pasos en el corredor. Baxter, su mayordomo gigante, entró poco después en el dormitorio.

– Discúlpame. Sólo quiero informarte de que…

El criado se detuvo de repente y frunció el ceño.

– ¿Qué te ocurre? -añadió.

Antes de que Genevieve pudiera responder, Baxter bajó la mirada y observó la carta que aún sostenía en las manos.

– Comprendo. Echas de menos a tu amiga, lady Catherine.

Genevieve sacó fuerzas de flaqueza y sonrió débilmente.

– Sí, un poco -dijo.

El hombre la miró como si ella fuera de cristal y no pudiera ocultarle ningún secreto.

– Más que un poco. No has sido la misma desde que se casó y se mudó a Londres. Pero ya han pasado seis meses -le recordó-. Me disgusta verte tan triste.

– No estoy triste.

Genevieve se acercó al escritorio y guardó la carta.

Era cierto. Se sentía sola. Antes de que Catherine se mudara a Londres, apenas pasaba un día sin que se vieran.

Su ausencia le había afectado poderosamente porque las horas que antes estaban llenas de risas, conversaciones y confidencias, ahora lo estaban de silencio, soledad y exceso de introspección; tenía demasiado tiempo libre y lo dedicaba a pensar en Richard y en el dolor de haber sido apartada de él después de diez años. Además, la llegada de la caja de alabastro sólo había servido para empeorar las cosas; al igual que la nota críptica que contenía:

Sois la única en quien puedo confiar. Guardad esto bien e iré a buscarlo tan pronto como pueda.

La breve misiva del conde la había dejado perpleja y enfadada; fue como si le hubiera dado un bofetón. No entendió que le enviara la caja a ella en lugar de a su nueva y más joven amante. Todavía recordaba su mirada de disgusto cuando le vio las manos en su último encuentro y se negó a tocarla; dos días más tarde, Richard puso fin a su relación sin el valor ni la decencia suficientes para decírselo en persona: se limitó a enviarle una nota y una suma importante de dinero, como si el dinero pudiera borrar el dolor y la humillación.

Incluso ahora, cuando ya había pasado un año, Genevieve seguía sin poder creer que fuera un hombre tan insensible. El conde le había dicho que la amaba; y ella le correspondía, aunque había tardado algún tiempo. Al principio, su relación fue una simple aventura que Genevieve agradecía porque la había sacado de una situación desesperada. No es que tuviera intención de ser la amante de nadie; pero a falta de otras opciones, la propuesta de Richard fue casi un milagro.

Cuando la aceptó, sólo sabía de él que era rico, atractivo y que la deseaba. No tardó en descubrir que también era atento, generoso e inteligente, lo cual agradeció; un hombre adelantado a su tiempo que se preocupaba por los sufrimientos de los menos afortunados y que quería cambiar las leyes para ayudar a los pobres.

Genevieve se enamoró rápidamente de su encanto, pero su forma fría y despiadada de librarse de ella le mostró un aspecto de su personalidad que nunca había visto. Se sintió tan despreciada que no volvería a tener ningún amante; especialmente, si era noble y rico. Si otro aristócrata volvía a mirarla con deseo, ordenaría a Baxter que se encargara de él.

En su enfado, Genevieve había sacado la carta que encontró en la caja con la intención de quedársela si Richard no iba a buscarla en persona. La había leído, y no alcanzaba a entender que unas palabras tan inocuas pudieran ser de importancia; tal vez incluyeran algún tipo de código, pero ni podía descifrarlo ni le interesaba en absoluto. Richard tendría que ir a su casa si pretendía recuperarla. Tendría que enfrentarse a ella y hablarle cara a cara. Era lo mínimo que debía hacer tras diez años de amor.

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