Jacquie D’Alessandro - Caricias de fuego

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Genevieve Ralston sabía cómo satisfacer a un hombre; pero cuando su amante la abandonó sin contemplaciones, se dijo que no querría nada más con el sexo opuesto. Hasta que conoció a Simon, un caballero atractivo e inquietante del que no podía apartar las manos. Pero Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn, era espía. Tenía la misión de recuperar una carta misteriosa que se encontraba en manos de Genevieve; y al intentar seducirla para conseguir su objetivo, olvidó poner a salvo su corazón. ¿Estaría a la altura de una amante tan sensual y experimentada?

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Por lo que había podido averiguar durante los dos días anteriores, la señora Ralston no nadaba en la abundancia; sin embargo, sus posesiones eran las de una mujer rica. Simon se preguntó de dónde se las habría sacado. Ciertamente, podían ser regalos de un benefactor muy generoso; pero también el pago de un asesinato.

En ese momento oyó un maullido. Un gato blanco y negro, de gran tamaño, lo miró y movió la cola.

– ¿Eres amigo? ¿O enemigo? -murmuró.

El gato se frotó contra sus botas y le pasó entre los pies.

– Amigo, según veo…

Simon se agachó para acariciarle las orejas y obtuvo la recompensa del ronroneo más intenso que había oído en su vida.

– Te gusta, ¿eh? -sonrió-. Debes de ser una gata… eres demasiado bonita para ser macho.

El animal sacudió la cola, se alejó de él, volvió la cabeza y lo miró como si quisiera decir: «Si quieres seguir acariciándome, tendrás que seguirme».

Simon rió. Efectivamente, era hembra.

– Me alegra que no seas un perro grande y ladrador, pero me temo que no tengo tiempo para más caricias -dijo.

Era cierto. Tenía prisa y la caja de alabastro no estaba en aquella sala.

Comprobó el comedor, la biblioteca y la salita de estar con la gata pisándole los talones y metiéndose entre sus piernas a la primera oportunidad que tenía. Todo estaba lleno de obras de arte y de muebles con mucho estilo, pero seguía sin encontrar lo que buscaba. Frustrado, subió por la escalera y se dirigió al dormitorio de la propietaria de la casa. Tras cerrar la puerta a sus espaldas para cerrar el paso al curioso felino, echó un vistazo a su alrededor y observó que aquélla era la habitación más lujosa del edificio, con gran diferencia. La luz de la luna entraba por las ventanas e iluminaba una cama con dosel, una colcha de color verde pálido y varios cojines. Frente a la cama se veía un tocador y un espejo de forma oval, En una de las dos paredes más alejadas había un armario grande, finamente tallado, y un biombo; en la otra, un escritorio y una silla con almohadillado de cretona.

Las paredes, de color gris claro, estaban tan llenas de objetos artísticos como el resto de la casa; pero lo más impactante de la habitación era la estatua de una mujer desnuda, de tamaño natural, que sonreía. Estaba en una de las esquinas, junto al escritorio, y el mármol blanco brillaba bajo la luz de la luna. Una de sus finas manos se extendía hacia delante como en una invitación; Simon casi pudo oír que le susurraba, juguetona, «Tócame». En la otra mano sostenía un ramo de flores que apretaba contra el cuerpo y cuyos pétalos le acariciaban un pezón. Parecía tan real, tan viva, que sintió la tentación de tocarla de verdad.

Apartó la mirada de la estatua y caminó hasta el armario. Un examen de su contenido le reveló que la señora Ralston sentía inclinación por los camisones y batas de telas exquisitas y que poseía más sombreros y zapatos de los que ninguna mujer podía necesitar. Sus cejas se arquearon cuando descubrió una pistola pequeña, de cachetes de nácar, en el interior de una bota. Aquello le extrañó bastante. La mujer vivía en un pueblo pequeño, apartado y sumamente tranquilo. No tendría un arma si no quisiera protegerse. Pero de quién o de qué, no lo sabía.

Aunque seguía sin encontrar la caja, ya tenía tal cantidad de preguntas sobre la señora Ralston que estaba convencido de que sus respuestas lo llevarían a resolver el asesinato de Ridgemoor y a demostrar su inocencia.

Se acercó al tocador. En el cepillo había cabellos rubios que debían de ser de ella. Alcanzó un frasquito de perfume y se lo llevó a la nariz; olía a rosas. Por todas partes se veían tarros de porcelana llenos de cremas y ungüentos.

Los dos primeros cajones del mueble revelaron varias docenas de pares de guantes, de todos los estilos, materiales y colores; por lo visto, su debilidad por los zapatos y por los sombreros era una nadería en comparación. En el resto, había camisas, medias y ropa interior extraordinariamente cara. Era obvio que sus finanzas eran boyantes; tal vez, porque se dedicaba a comerciar con secretos de Estado y asesinatos políticos que afectaban a la seguridad del país.

Introdujo las manos entre las prendas y se detuvo en seco cuando sus dedos chocaron con algo duro. Animado por el descubrimiento, agarró el objeto y lo sacó.

La caja de alabastro.

Se acercó a una de las ventanas para verla mejor y descubrió que tenía el tamaño de un libro y que no era una caja normal sino más bien, un rompecabezas. Simon maldijo su suerte. Sabía abrir cualquier cosa; en función de la dificultad, podía tardar unos minutos o varias horas en descubrir la combinación correcta. Pero aquélla parecía tan complicada que cruzó los dedos.

Se armó de la paciencia que tan bien le había servido a lo largo de los años y pasó los dedos por encima de la superficie lisa y fría para ver si encontraba algún resorte. Todas las cajas que había abierto hasta entonces eran de madera y tenían diseños intrincados que facilitaban la búsqueda; sin embargo, aquélla parecía una pieza maciza de alabastro y no tenía más marcas que las vetas naturales del mineral.

Pasó un buen rato antes de que lograra encontrar el resorte. Por desgracia, sólo abría un panel minúsculo y tuvo que seguir con la búsqueda. Durante los quince minutos siguientes, el único ruido que se oyó en el dormitorio fue el del reloj de la repisa mientras él daba vueltas y más vueltas al objeto. Por fin, consiguió su objetivo. Estaba a punto en encontrar la carta y resolver el misterio. La caja se abrió, Simon suspiró y miró dentro.

Estaba completamente vacía.

Frunció el ceño, metió los dedos en su interior e hizo una mueca de disgusto; obviamente, la señora Ralston había sacado la carta de la caja.

Tras comprobarla de nuevo para asegurarse de que no había pasado por alto ningún compartimento secreto, la cerró y la devolvió a su sitio mientras se preguntaba dónde la habría metido y por qué la habría sacado de allí. Cada vez sospechaba más de aquella mujer, pero seguía sin saber qué papel desempeñaba en el círculo mortal que se cerraba implacablemente sobre él.

Miró a su alrededor y caminó hacia la mesita de noche. Sostenía un jarrón de cristal con unas cuantas flores, una lámpara de aceite y un libro, de un autor llamado Charles Brightmore, cuyo título leyó: Guía para las damas sobre la obtención de la felicidad personal y de la satisfacción íntima.

Le pareció un descubrimiento interesante porque, durante su búsqueda por la biblioteca de la casa, había visto otro ejemplar idéntico. Simon recordaba vagamente que la obra había causado gran revuelo en su momento, y le extrañó que la señora Ralston poseyera dos ejemplares.

Alcanzó el libro y lo abrió con la esperanza de que la carta estuviera en su interior, pero fue en vano. Y ya estaba a punto de cerrarlo cuando leyó una frase que le llamó la atención: Cómo atar a un hombre .

Se giró hacia la ventana para tener más luz y se rindió a su curiosidad.

La mujer moderna no dudará en insistir para obtener lo que desea, tanto en la sala de estar como en el dormitorio. Aunque ello implique atar a su hombre. De hecho, atarlo en el dormitorio tendrá casi inevitablemente unos resultados fascinantes que…

Simon arqueó una ceja. Se había equivocado al suponer que aquella guía sólo contendría información sobre moda y etiqueta.

– No me extraña que se organizara un escándalo con el libro -murmuró.

Una imagen conquistó su mente en ese momento. Se vio atado a los postes del cabecero de la cama con cintas de seda. No podía distinguir el rostro de su captor, pero su voz sonó rasgada y sensual, llena de promesas, cuando susurró: «Vas a darme todo lo que quiero».

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