Bertrice Small - Indómita

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A principios del siglo XIX, Nueva Inglaterra y Gran Bretaña están en guerra y el conflicto internacional revuelve las aguas del océano Atlántico. La sangre de los lores de Wyndsong fluye con el vigor suficiente para marcar la ruta que conducirá a Nueva Inglaterra a obtener la victoria en esta segunda guerra de independencia aunque para ello tengan que convertir sus lazos familiares en una fortaleza inexpugnable. Pero el deseo de independencia y la fortaleza de carácter son rasgos que se heredan y Miranda Dunham ama demasiado su tierra natal como para permitir que su derecho de sangre sea devorado por la amnesia de las convenciones sociales.

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– Ahora, antes de marcharnos, puedes anunciar el compromiso de Amanda a nuestras familias, aunque sea en privado. Sería un error no hacerlo así, Tom. La vieja lady Swynford desea ver casado a Adrián y con un heredero en camino. Me temo que si no se anuncia de algún modo este compromiso, buscará por alguna otra parte.

– Será un memo si la deja hacerlo -observó Tom Dunham.

– Thomas, sólo tiene veinte años. Y su mamá lo tuvo de muy mayor… ya tenía cuarenta años. La señora está loca por él. Si su padre viviera tendría setenta años. El pobre Adrián empieza a descubrir la libertad, pero es honrado y está muy enamorado de Amanda.

»Si se anuncia ahora a las familias y luego, en invierno, hacemos público el compromiso, podemos calcular la boda para junio en la iglesia de St. George, en Hanover Square.

– ¿Y si Miranda se niega a cooperar, cariño?

– Miranda es una joven muy inteligente, Tom, o al menos eso me dices siempre. Una vez ante el hecho de que no puede heredar Wyndsong, y que debe casarse, comprenderá lo acertado de nuestro plan. Sólo a través de Jared Dunham puede llegar a ser la señora de la mansión. No creo que permita que otra mujer le arrebate lo que, según ella, le pertenece por derecho.

Dorothea Dunham sonrió a su marido y concluyó:

– Eres un viejo zorro astuto, Tom, y te quiero.

Más tarde, a solas con sus pensamientos, Thomas cerró los ojos y trató de imaginar cómo sería Jared. Hacía tres años que no había visto al joven. Alto sí, era muy alto, algo más de metro ochenta. Delgado, con un rostro flaco de facciones talladas que más se parecía a su madre que a la familia Dunham. Cabello negro, y… ¡Santo Dios! El joven tenía los ojos verdes. No de un verde azulado como los de Miranda, sino de un curioso color verde botella.

Todo él tenía un aire elegante, creía recordar Tom. Se acordó de que Jared, en medio de la alta sociedad londinense, vestía con la ropa seria de un bostoniano. Rió entre dientes. ¡Jared poseía una marcada vena de independencia!

A los veintisiete años, cuando Thomas lo vio por última vez, Jared era un hombre con clase, cultura y buenos modales. Ahora, a los treinta, ¿podía atraerle una criatura de diecisiete? ¿Aceptaría Jared el compromiso o preferiría otro tipo de alianza?

Si Thomas Dunham abrigaba cierta preocupación se la guardó para sí y se ocupó de la preparación del regreso a América. Compró su pasaje en el Royal George. Zarparía en dirección sur siguiendo los alisios, parando primero en las Barbados y Jamaica y después las Carolinas, Nueva York y Boston.

Thomas había concertado con los propietarios del barco una parada especial frente a Orient Point, Long Island, a fin de que su yate pudiera recogerlos y llevarlos hasta la punta de Wyndsong Island, a dos millas de la aldea de Oysterponds en la bahía de Gardiner.

Se celebró la cena de despedida y el feliz anuncio del compromiso de lord Swynford con la señorita Amanda Dunham se hizo en privado. La duquesa viuda de Worcester era la única invitada que no pertenecía a la familia. Era uno de los más poderosos árbitros de sociedad. Con la duquesa como testigo de las intenciones de lord Swynford, solamente la muerte podía ser una excusa aceptable para que la pareja rompiera el compromiso.

Dorothea había decidido vestir a sus hijas gemelas con idénticos trajes de muselina rosa pálido. Amanda, por supuesto, estaba encantadora con sus senos jóvenes llenando provocativamente el gran escote cuadrado, sus brazos blancos y torneados sobresaliendo de las manguitas abultadas rematadas de encaje. El escote, las mangas y el bajo de la falda estaban bordados con una deliciosa cenefa de pequeñas rosas. Sus joyas, cuidadosamente elegidas por su mamá, eran debidamente modestas: pendientes de perlas y coral, y collares de coral a juego. Los trajes les llegaban al tobillo, y las gemelas llevaban medias de seda blancas y zapatitos de piel negra. Amanda lucia una guirnalda de capullos de rosa sobre su pelo dorado, pero Miranda no había transigido en este detalle.

Detestaba el color rosa infantil de su traje con sus bordados juveniles. Sabía que el rosa pálido era el color equivocado para su insólito colorido, pero estaba de moda y Dorothea insistió en que fueran elegantes. No obstante, cuando se sugirió que se cortara su largo cabello platino, Miranda se había limitado a negarse, pero en un tono que incluso impresionó a su madre. Mamá podía vestirla con ropa ridícula, pero no se dejaría esquilar como un cordero o que le llenaran la cabeza con estúpidos rizos.

Como Dorothea prohibió a Miranda un peinado más adulto, como un moño, asegurando que no era apropiado para una joven soltera y, dado que se negaba a llevar trenzas infantiles, se vio obligada a lucir el cabello suelto, sujeto solamente por una cinta de seda rosa.

La única satisfacción de Miranda aquella noche era la alegría de su hermana. La pequeña gemela estaba radiante de felicidad y Miranda comprendió que estaba realmente enamorada de Adrián Swynford, un joven guapo, rubio y de estatura media. Se sentía alegre y aliviada al comprobar que el joven noble inglés correspondía a los sentimientos de su prometida en la misma medida, con su brazo protector sobre los de Amanda, robándole besos cuando creía que nadie los veía. Amanda dirigía miradas de adoración a su novio, y apenas se separó de él en toda la noche. Esto forzó a la pobre Miranda a la obligada compañía de sus tres primas.

Caroline Dunham, que también había debutado aquella temporada, era una muchacha altiva de mediana belleza. Su próxima boda con el hijo mayor y heredero del conde de Afton había aumentado aún más sus sentimientos de superioridad. Pensaba que su prima Amanda tenía un mediocre compañero comparado con su querido Percival.

Pero, claro, su prima Amanda era una colonial, y un barón debía parecerle una gran cosa.

Las hermanas menores de Caroline eran dos tontainas. Miranda casi prefería la frialdad de Caroline a la estupidez de las dos pequeñas.

Por lo menos se ahorró la compañía de sus primos porque estaban profundamente absortos hablando de apuestas en las subastas de caballos de White's y en los combates de boxeo de Tattersall previstos en el gimnasio de Gentleman Jackson. Además, cuando descubrieron que su prima Miranda no estaba dispuesta a jugar a «beso y pellizco» en la oscura biblioteca, no tardaron en perder interés por ella.

Thomas Dunham y su primo sir Francis Dunham estaban enfrascados conversando junto al fuego. Dorothea, lady Millicent y la duquesa viuda de Worcester charlaban amistosamente sentadas en un sofá de seda. Miranda miró alrededor en busca de la mamá de Adrián y se sorprendió al ver a la dama a su lado. Lady Swynford era una anciana menudita, con ojos astutos bajo un turbante de seda púrpura. Ofreció a Miranda una sonrisa de oreja a oreja.

– Así que, muchacha, tus padres dicen que debes casarte antes de que mi hijo pueda hacerlo con tu hermana. ¿Tienes algún pretendiente yanqui en América?

– No, señora -respondió cortésmente Miranda, empezando a temer lo que se le venía encima.

– ¡Hmmm! -sopló lady Swynford-. Preveo un noviazgo largo y agotador para mi chico -suspiró con afectación-. ¡Con lo que deseo hacer saltar a mis nietos sobre mis rodillas! Me pregunto sí viviré tanto tiempo.

– Sospecho que sí, señora, y más -respondió Miranda-. La boda se celebrará en junio, después de codo.

– ¿Y tú estarás casada para entonces? -Lady Swynford la contempló despectiva.

– Eso no importa, puedo prometerle que Mandy y Adrián se casarán tal como está previsto.

– No te andas por las ramas, muchacha, ¿no es verdad?

– No señora. ¡No lo hago!

Lady Swynford no con ganas.

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