Bertrice Small - Indómita

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A principios del siglo XIX, Nueva Inglaterra y Gran Bretaña están en guerra y el conflicto internacional revuelve las aguas del océano Atlántico. La sangre de los lores de Wyndsong fluye con el vigor suficiente para marcar la ruta que conducirá a Nueva Inglaterra a obtener la victoria en esta segunda guerra de independencia aunque para ello tengan que convertir sus lazos familiares en una fortaleza inexpugnable. Pero el deseo de independencia y la fortaleza de carácter son rasgos que se heredan y Miranda Dunham ama demasiado su tierra natal como para permitir que su derecho de sangre sea devorado por la amnesia de las convenciones sociales.

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– Sí-respondió la anciana, con los ojos anegados por sueños que no había tiempo para realizar-. Se está acercando un gran momento para este país y, maldita sea, ¡ojalá estuviera yo aquí para verlo!

Unas semanas más tarde murió plácidamente mientras dormía.

Cuando se supo la noticia de su herencia, el padre de Jared trató de reclamar la fortuna para su astillero.

– Eres menor de edad -anunció fríamente, ignorando el hecho de que le faltaban sólo unas semanas para la mayoría-. Por lo tanto me corresponde administrar tu dinero. ¿Qué puedes saber tú de inversiones? Lo malgastarías.

– ¿Y cómo te propones administrar mi dinero? -preguntó Jared con la misma frialdad.

Jonathan se echó atrás, viendo cómo se acercaba el choque.

– No tengo por qué contestar a las preguntas de un crío -fue la glacial respuesta de John.

– Ni un penique, padre --declaró su hijo-. No te daré ni un solo penique para tu astillero. El dinero es mío, todo mío. Además, tú no lo necesitas.

– ¡Eres un Dunham! -tronó John-. ¡El astillero es toda nuestra vida!

– ¡La mía, no! Mi ambición va por otro lado, y gracias a la abuela Lightbody y a su generosidad ahora puedo ser independiente, libre de tu maldito astillero y libre de ti. Toca un céntimo de mi herencia y prenderé fuego a tu astillero.

– Yo te ayudaré -intervino Jonathan, que dejó a su padre estupefacto.

John Dunham se hinchó como un sapo y se puso amoratado.

– No necesitamos el dinero de Jared, padre -añadió Jonathan para calmarlo-. Míralo desde mi punto de vista. Si inviertes el dinero en el negocio de la familia quedamos obligados a él, cosa que yo no deseo. Tienes a mi hijo Jon como heredero, después de mí. Deja que Jared siga su camino.

Jared ganó e inmediatamente después de su cumpleaños zarpó hacia Europa.

Se quedó allí varios años, estudiando primero en Cambridge y después retirándose en Londres. Nunca estuvo ocioso. Hizo inversiones discretas, cosechó beneficios y volvió a invertir. Poseía un no sé qué misterioso y sus amigos londinenses lo bautizaron el Yanqui de Oro. Entre la gente bien fue un deporte tratar de descubrir cuál sería la siguiente inversión de Jared Dunham a fin de poner también su dinero. Se movió por los mejores círculos, y aunque lo acosaban en todo momento, disfrutaba de su libertad y se mantenía soltero. Compró una casa elegante en la ciudad, en una plaza pequeña y agradable cerca de Greene Park, amueblada con gusto exquisito y equipada con unos sirvientes perfectamente preparados. En los años siguientes, Jared Dunham viajó varias veces de Inglaterra a América, pese a los problemas latentes entre los dos países y Francia. Cuando no residía en Londres, la casa estaba a cargo de su competente secretario, Roger Branwell, un ex oficial naval americano.

Al primer regreso de Jared a Plymouth, Massachusetts, encontró a la gente de Nueva Inglaterra alborotada por la adquisición de Luisiana. Aunque federalista como su padre y su hermano, Jared Dunham no creía como ellos que la expansión al oeste subordinara Nueva Inglaterra y sus intereses comerciales al agrícola sur. Más bien veía un mayor mercado para sus productos. Lo que fastidiaba a los políticos y a los banqueros, creía él, era la clara posibilidad de perder su superioridad política y su fuerza: y ésta era, por supuesto, una consideración de peso.

La gente del este no se parecía a sus homólogos del sur y del oeste.

El dueño de una inmensa plantación no podía tener los mismos puntos de vista ni los mismos intereses que un príncipe del comercio de Massachusetts; pero también sus puntos de vista eran diferentes de los de un trampero de las montañas. Jared no veía un conflicto serio, aunque los federalistas sí lo temían.

En Europa había vuelto a estallar la guerra. Inglaterra agitaba constantemente San Petersburgo, Viena y Berlín contra el emperador francés, en un intento de persuadir al zar Alejandro, al emperador Francisco y al rey Federico Guillermo para que se unieran en una alianza común contra Bonaparte.

Ninguno de estos jefes quiso escuchar, esperando tal vez que, si se mantenían neutrales, los franceses no se dignarían a fijarse en ellos y los dejarían en paz. Además, el ejército francés parecía imbatible. Si bien Gran Bretaña seguía dominando los mares, un hecho que reconcomía a Napoleón, Sin embargo, media Europa estaba controlada por tierra y no por mar, así que los ingleses no servían de gran cosa.

Cuando Inglaterra se opuso con éxito a la escuadra combinada francoespañola en la batalla de Trafalgar, Napoleón declaró una guerra económica a su mayor enemigo. Desde Berlín dictó una orden de captura de todos los productos británicos existentes en su territorio y en los de sus aliados, además de prohibir la entrada a sus puertos y los de sus aliados a los navíos ingleses. Napoleón creía que Francia podía proporcionar todos los productos que antes servía Inglaterra, y que las naciones neutrales, principalmente Estados Unidos, proporcionarían los productos no europeos.

Inglaterra actuó rápidamente en respuesta al Decreto de Berlín con su Real Orden. A los barcos neutrales les estaba prohibido detenerse en los puertos vedados a los ingleses, a menos que se detuvieran primero en puertos ingleses para recoger cargamentos de productos británicos.

La siguiente maniobra de Napoleón fue declarar que cualquier barco neutral que obedeciera a la Real Orden sería confiscado y, en efecto, muchos barcos ingleses fueron capturados. Muchos otros, no obstante, lograron romper los diversos bloqueos y en general los intereses mercantes americanos prosperaron y Jared Dunham con ellos.

A principios del año 1807 era propietario de cinco barcos mercantes. Uno estaba en el Extremo Oriente en busca de especias, té, marfil y joyas. Los otros cuatro los mantuvo surcando el Atlántico y el Caribe. Jugosos sobornos solían silenciar a los más que celosos oficiales franceses, porque ya habían perdido poder en la zona del Caribe.

Jared Dunham, sin embargo, captó el aviso. La guerra se acercaba tan seguro como la primavera, y no deseaba perder sus barcos a manos de nadie. Hasta aquel momento había logrado conservar la buena voluntad de los ingleses, esquivar a los franceses y, utilizando su clíper a sus expensas personales, rescatar los suficientes marineros americanos enrolados para aparecer como un buen patriota y ocultar así sus misiones más peligrosas. Si los gobiernos funcionaran como negocios, se dijo irritado, habría menos problemas, pero desgraciadamente los egos y las personalidades se apoderaban siempre de los gobiernos.

El coche de Jared Dunham se detuvo ante la residencia de los Abbot. Después de advertir a su cochero que esperara, entró en la mansión. Una vez despojado de su capa, la doncella de Gillian lo acompañó arriba.

– ¡Mi amor! -lo saludó Gillian desde la cama con los brazos tendidos-. No te esperaba esta noche.

El le besó la mano, preguntándose por qué parecía tan nerviosa y se fijó en el modo astuto con que se cubría el pecho con las sedosas sábanas.

– He venido a despedirme, cariño.

– ¿Estás de broma, Jared?

– Vuelvo a América dentro de poco.

Gillian hizo un mohín adorable y sacudió sus rizos rojos.

– ¡No puedes! -exclamó-. No te dejaré marchar, mi amor.

– Jared se dejó atraer hacía la cama, aspirando el habitual perfume almizclado de Gillian-. ¡Oh, Jared! -musitó con voz enronquecida- Abbot no puede durar mucho más, y cuando se haya ido… ¡Oh, mi amor, estamos tan bien juntos!

Se la arrancó del cuello y dijo con voz divertida:

– Si estamos tan bien juntos, Gillian, ¿por qué consideras necesario tener otros amantes? Realmente, insisto en la fidelidad de mis amantes, por lo menos mientras las mantengo. Y te he mantenido muy bien, Gillian.

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