Bertrice Small - Indómita

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A principios del siglo XIX, Nueva Inglaterra y Gran Bretaña están en guerra y el conflicto internacional revuelve las aguas del océano Atlántico. La sangre de los lores de Wyndsong fluye con el vigor suficiente para marcar la ruta que conducirá a Nueva Inglaterra a obtener la victoria en esta segunda guerra de independencia aunque para ello tengan que convertir sus lazos familiares en una fortaleza inexpugnable. Pero el deseo de independencia y la fortaleza de carácter son rasgos que se heredan y Miranda Dunham ama demasiado su tierra natal como para permitir que su derecho de sangre sea devorado por la amnesia de las convenciones sociales.

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– ¡Jared! -trató de parecer dolida, pero al darse cuenta de que no le causaba el menor efecto, sus ojos color topacio se entornaron peligrosamente y pasó al ataque-: ¿Cómo te atreves a acusarme de tal cosa?

– Gillian, cariño -respondió Jared con una media sonrisa-, tu habitación apesta a ron. Y no es precisamente tu perfume, ni el mío. Por tanto, debo concluir que has recibido a otro caballero. Como solamente he venido a traerte esta prenda de mi admiración y a decirte adiós, estás en libertad de seguir con lo tuyo. -Le echó con indiferencias el estuche de joyero, se puso en pie y se dirigió a la puerta.

– ¡Jared! -Su voz tenía un tono suplicante.

Se volvió y se fijó en que Gillian había dejado caer la sábana de seda dejando al descubierto sus magníficos senos. Recordó el placer que le habían proporcionado. Viéndolo indeciso, la mujer murmuró:

– De verdad, no hay nadie más que tú, mi amor.

La vanidad requería que la creyera, pero entonces descubrió una corbata de caballero arrugada, caída sobre el brazo del canapé, así que dijo con frialdad:

– Adiós, Gillian.

Bajó la escalera decidido, reclamó su capa y abandonó la casa de los Abbot.

2

Oh, papá. -Los ojos azulina de Amanda Dunham se llenaron de lágrimas y sus rizos dorados temblaron-. ¿Tenemos que irnos de Londres ahora?

Thomas Dunham contempló divertido a su hija menor. Amanda se parecía mucho a su madre. Había sabido manejar a Dorothea en los últimos veinte años, de forma que no le resultaba difícil tratar a Amanda ahora.

– Me temo que sí, gatita -afirmó-. Si no nos vamos ahora nos veremos obligados a quedarnos todo el invierno en Inglaterra en un momento en que las cosas no andan muy bien entre nuestros dos países, o bien hacer un viaje incómodo, probablemente con muy mal tiempo.

– ¡Oh, quedémonos para el invierno! ¡Por favor! ¡Por favor!-Amanda dio unos saltos infantiles junto a su padre-. Adrián dice que hay maravillosas carreras de patinaje sobre el lago de Swynford Hall y por Navidad los cantantes de villancicos van de puerta en puerta. ¡Hay un inmenso árbol de Navidad, maravillosa cerveza, pasteles de Navidad y oca asada! Oh, papá, quedémonos. ¡Por favor!

– ¡Oh, Mandy! ¡No seas una tonta mal criada! -prorrumpió una voz decidida y la propietaria de la voz salió de las sombras donde estaba sentada en el quicio de una ventana-. Papá tiene que regresar a Wyndsong. Su deber está allí y por si tus juegos sociales te han impedido notarlo, las relaciones entre Inglaterra y América no son especialmente cordiales en este momento. Papá nos trajo a Londres como regalo, pero ahora será mejor que volvamos a casa.

– ¡Miranda! -gimió Amanda Dunham-. ¿ Cómo puedes ser tan cruel? ¡Sabes lo profundo de mis sentimientos por Adrián!

– ¡Bobadas! -cortó Miranda Dunham-. Desde que tenías doce años, siempre estás enamorada de uno u otro. Hace unos meses no querías marcharte de Wyndsong porque te creías enamorada de Robert Gardiner… ¿o era de Peter Sylvester? Desde que estamos en Inglaterra has sentido debilidad al menos por seis muchachos. Lord Swynford es sólo tu admirador de turno.

Amanda Dunham se echó a llorar y corrió a echarse en brazos de su madre, sollozando.

– Miranda, Miranda -reconvino Dorothea Dunham con dulzura-. No debes impacientarte así con tu hermana gemela.

Miranda lanzó una exclamación burlona y apretó los labios, un gesto que hizo reír a su padre. “Gemelas -se dijo, como solía-. Mis únicas descendientes legítimas y no parecen parientes y mucho menos gemelas”. Amanda era menuda, llenita y llena de hoyuelos como su madre, un pastel femenino blanco y rosado con grandes ojos azules y cabello amarillo como los narcisos. Era dulce, algo simplona, una burbuja de criatura que se convertiría en una esposa encantadora y una madre amorosa. Comprendía a Amanda como siempre había comprendido a la madre de ésta.

Pero no estaba seguro de Miranda, la gemela mayor. Era una criatura mucho más compleja, una muchacha de azogue y fuego. Nacida dos horas antes que su hermana menor, era diez centímetros más alta que Amanda. Miranda, como un caballito, tenía más ángulos que curvas. Las curvas, supuso, vendrían más tarde.

La cara de Amanda era redonda, pero la de Miranda tenía forma de corazón con pómulos salientes, una nariz recta y elegante, una boca grande y jugosa, y una barbilla decidida con un pequeño hoyuelo- Sus ojos de un verde azulado eran rasgados y estaban protegidos por largas y oscuras pestañas. ¿De dónde habría sacado esos ojos verde mar? Tanto él como Dorothea los tenían azules. El cabello de Miranda constituía también otro misterio: era de color de luna.

Las gemelas eran tan diferentes de temperamento como de aspecto. Miranda se mostraba decidida, confiada y valiente. Su mente era rápida y su lengua aguda. Carecía de paciencia, pero era buena. Sospechaba que su mal carácter se debía a un exceso de mimos.

Pero Miranda tenía un profundo sentido de la justicia. Odiaba la crueldad y la ignorancia, y siempre defendía al desamparado. Ojalá, pensaba Thomas con tristeza, ojalá hubiera sido el hijo que deseaba. La amaba profundamente, pero desesperaba de encontrar marido para ella. Necesitaría un hombre que comprendiera su fiero rasgo de independencia Dunham. Un hombre que la tratara con firmeza, pero con dulzura y amor.

Había explicado al joven lord Adrián, barón de Swynford, que su compromiso formal con Amanda debía esperar a que Miranda, la mayor, estuviera comprometida. Thomas Dunham no había conocido a nadie en Inglaterra que le pareciera bien para su primogénita. Tenía una idea acerca del tema, pero primero había algo que debía cambiar en su testamento.

Sonrió. ¡Pequeña Amanda! ¡Qué tierna y dulce era! Adornaría la mesa familiar de Swynford y luciría bien las joyas de la familia. Jamás sería una conversadora interesante, pero tocaba bien el piano y pintaba acuarelas deliciosas. Sería una excelente madre, esposa sumisa que jamás protestaría si su esposo se distraía alguna vez con un pasatiempo. Con Amanda, él y Dorothea habían producido una hija perfecta, pensó Thomas satisfecho de sí mismo.

En cambio, la mayor de las gemelas era una zorrita voluntariosa e independiente y que de no haberla visto él, personalmente, salir del cuerpo de su madre, habría jurado que era la hija de otra pareja.

A medida que las niñas crecían, era Miranda quien llevaba las riendas. Aprendió a andar cinco meses antes que su gemela, y hablaba con perfecta claridad al final del primer año. Amanda balbuceó por espacio de dos años antes de que su habla fuera inteligible. Sólo Miranda la entendía, a veces traduciendo su parloteo infantil y otras veces anticipándose a los deseos de su gemela en una comunicación sin palabras que asombraba a todo el mundo. Amanda era un libro abierto; Miranda, en cambio, compleja… pero se querían profundamente. Miranda podía rabiar y protestar de Mandy, pero no se lo permitía a nadie más y cuidado con quien fuera lo bastante tonto para ofender a la más dulce de las dos, porque Miranda protegía a su gemela como una tigresa a su progenie.

Ahora, sin embargo, Miranda Dunham estaba irritada:

– ¡Por el amor de Dios, Mandy, deja de lloriquear! -A Miranda le costaba contenerse-. Si Adrián Swynford te ama de verdad, pedirá tu mano antes de que regresemos a América.

– Ya lo ha hecho -respondió plácidamente Thomas Dunham.

– Oh, papá -exclamó Amanda, saltando sobre sus pies y con los ojos brillantes de alegría,

– ¿Lo ves? Ya te lo dije -añadió Miranda, como si la cosa estuviera zanjada.

– Vamos, niñas, sentaos con mamá y conmigo y os lo explicaré.-Hizo que sus hijas se acomodaran en un canapé entre él y su esposa y empezó-: Lord Swynford ha pedido la mano de Amanda en matrimonio. Yo he dado mi consentimiento con la condición de que no se haga el anuncio oficial, o se mande un artículo a la Gazette, hasta que haya arreglado también un compromiso adecuado para Miranda. Es la mayor y su compromiso debe anunciarse primero.

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