– Tú no -dijo lady Danbury, categóricamente. Levantó el bastón y lo sostuvo en posición horizontal, con la punta peligrosamente cerca del estómago de Colin-. Ellos.
Como respuesta, obtuvo una serie de efusivos saludos.
Lady Danbury les dedicó una breve mirada a los chicos y luego volvió a dirigirse a Daphne.
– El señor Berbrooke te estaba buscando.
A Daphne se le erizaron todos los pelos.
– ¿Ah, sí?
Lady Danbury asintió.
– Señorita Bridgerton, yo de usted cortaría esto de raíz.
– ¿Le ha dicho dónde estaba?
Lady Danbury le mostró una sonrisa cómplice.
– Siempre supe que me gustarías. Y no, no se lo he dicho.
– Gracias -dijo Daphne, agradecida.
– Si te ataras a ese bobalicón, todos perderíamos a una persona muy sensata -dijo lady Danbury-. Y Dios sabe que lo último que necesitamos es echar a perder la poca sensatez que nos rodea.
– Muchas gracias -dijo Daphne.
– En cuanto a vosotros -dijo lady Danbury, agitando el bastón frente a los hermanos de Daphne-, me reservo la opinión. Tú -dijo, dirigiéndose a Anthony-, me resultas simpático por el mero hecho de haber rechazado la oferta de Berbrooke por el bien de tu hermana, pero los demás… Hmmmph.
Y se fue.
– ¿Hmmmph? -repitió Beneditc-. ¿Hmmmph? ¿Pretende cuantificar mi inteligencia y lo único que se le ocurre es Hmmmph?
Daphne sonrió.
– Me aprecia.
– Le resultas agradable -refunfuñó Benedict.
– Ha sido muy amable al ponerte sobre aviso con lo de Berbrooke -reconoció Anthony.
Daphne asintió.
– Creo que eso quiere decir que tengo que irme. -Se giró hacia Anthony con una mirada de ruego-. Si pregunta por mí…
– Yo me encargo -dijo su hermano-. No te preocupes.
– Gracias.
Y después, con una sonrisa, se alejó de sus hermanos.
Mientras Simon se paseaba tranquilamente por los salones de la casa de lady Danbury, se dio cuenta de que estaba de muy buen humor. Y aquello era irónico, pensó, porque estaba a punto de entrar en un salón lleno de gente y enfrentarse a los horrores que Anthony Bridgerton le había relato aquella misma tarde.
Sin embargo, se consolaba pensando que, después de baile de esa noche, ya no tendría que volver a participar en ese circo nunca más; como le había dicho a Anthony, la única razón por la que acudía al baile era por una extraña lealtad hacia lady Danbury que, a pesar de sus maneras algo hurañas, siempre se portó muy bien con él cuando era pequeño.
Llegó a la conclusión de que su buen humor se debía a la ilusión que le hacía volver a estar en Inglaterra.
Y no porque no hubiera disfrutado de sus viajes. Había cruzado Europa a lo largo y ancho, había surcado las deliciosas aguas azules del Mediterráneo y se había perdido en los misterios del norte de África. De allí fue a Tierra Santa y luego, cuando sus informaciones le revelaron que todavía no había llegado el momento de volver a casa, cruzó el Atlántico y se fue a explorar las Indias Occidentales. Llegados a ese punto, pensó en instalarse en los Estados Unidos de América, pero la joven nació estaba a punto de entrar en conflicto con Gran Bretaña, así que Simon se mantuvo alejado de aquellas tierras. Además, fue por aquel entonces cuando recibió la noticia de que su padre, después de una larga enfermedad, había muerto.
Realmente irónico. Simon no cambiaría sus años de exploración por el mundo por nada. Un hombre tenía mucho tiempo para pensar en seis años, mucho tiempo para aprender lo qué significaba ser un hombre. Y, aun así, la única razón que lo había empujado a marcharse a los veintidós años fue el repentino deseo de su padre de, finalmente, aceptar a su hijo.
Sin embargo, Simon no tenía ningún deseo de aceptar a su padre, así que se limitó a hacer las maletas y marcharse del país, prefiriendo el exilio a las repentinas e hipócritas muestras de afecto del duque.
Todo empezó cuando acabó en Oxford. Al principio, el duque no quería pagarle una educación a su hijo; un día, Simon vio una carta que su padre había enviado a su tutor diciéndole que no quería que el idiota de su hijo dejara en ridículo a los Basset en Eton. Sin embargo, era muy testarudo, así que ordenó que prepararan un carruaje y se fue a Eton, se presentó en el despacho del director y anunció su presencia.
Aquello fue lo más espantoso que había hecho en su vida pero, de alguna manera, consiguió convencer al director de que la confusión había sido culpa de la escuela, que seguramente había traspapelado su solicitud y el dinero de la matrícula. Copió todos los gestos de su padre; levantó una arrogante ceja, alzó la barbilla, miró por encima de la nariz y, en general, transmitió la sensación de que el mundo era suyo.
Sin embargo, la procesión iba por dentro. Se había pasado todo el rato temblando, sufriendo por si empezaba a tartamudear y, en lugar de «Soy el conde de Clyvedon, y he venido a empezar mis clases», decía «Soy el conde de Clyvedon y he v-v-v-v-v-v…».
Pero no había pasado nada y el director, que ya llevaba muchos años educando a la elite de la sociedad inglesa, reconoció a Simon como miembro de la familia Basset, y lo aceptó inmediatamente sin hacer preguntas. El duque, que siempre estaba muy ocupado en sus negocios, tardó varios meses en enterarse de la nueva situación y residencia de su hijo. Y cuando lo hizo, Simon ya estaba totalmente instalado en Eton y si decidía sacar al chico del colegio sin ningún motivo estaría mal visto.
Y al duque no le gustaba estar mal visto.
Simon siempre se había preguntado por qué el duque no se acercó a él en esa época. Obviamente, a Simon las cosas le iban muy bien en Eton; si no hubiera podido seguir el ritmo de los estudios, el director se lo habría comunicado al duque. En ocasiones, todavía se encallaba en alguna palabra, pero había desarrollado la suficiente habilidad para disimularlo con una oportuna tos o, si estaba comiendo, con un sorbo de leche o té.
Pero el duque jamás le escribió una carta. Simon supuso que ya estaba tan acostumbrado a ignorarlo que ni siquiera importaba que estuviera demostrando que él no era ninguna vergüenza para la familia Basset.
Después de Eton, Simon continuó la progresión natural hacia Oxford, donde se ganó la reputación de empollón y vividor. Para ser totalmente honestos, no se merecía la etiqueta de vividor más que cualquier otro de los chicos jóvenes de la universidad, pero el carácter distante de Simon alimentó la leyenda.
Sin saber muy bien cómo, se fue dando cuenta de que sus compañeros ansiaban su aprobación. Era inteligente y atlético pero, al parecer, lo que provocaba tanta admiración era su forma de ser. Como no le gustaba hablar si no era necesario, la gente creía que era arrogante como debía ser un futuro duque. Como prefería rodearse sólo de aquellos amigos con los que realmente se sentía cómodo, la gente dijo que era excesivamente selecto a la hora de elegir compañía, como debía ser un futuro duque.
No era muy hablador, pero cuando decía algo, solía ser directo y, a veces, irónico, algo que le aseguraba la atención de todos a cada una de sus palabras. Y como no estaba siempre hablando, como era habitual en los círculos sociales en que se movía, la gente se obsesionaba todavía más con lo que decía.
Lo tacharon de «sumamente seguro de sí mismo», «tan guapo que quitaba el aliento» y «el espécimen perfecto de la raza inglesa». Los hombres le pedían su opinión sobre todo tipo de temas.
Y las mujeres se desmayaban a su paso.
Simon nunca llegó a creerse todo aquello, pero disfrutada de su situación, aceptando todo lo que le ofrecían, haciendo locuras con sus amigos y degustando la compañía de jóvenes viudas y cantantes de ópera que llamaban su atención. Y cada aventura era más deliciosa a saber que su padre las desaprobaría todas.
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